La Saga de los Malditos (81 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—Cuando por primera vez entablé este diálogo con mi marido, únicamente pesaba en mi ánimo la seguridad de mis hijos, por tanto mi decisión parte de una premisa clara; luego las cosas se han ido complicando.

Un silencio denso descendió sobre los tres allí reunidos y después el gran rabino habló:

—Dentro de la gravedad de la consulta que me habéis expuesto una razón priva ante todas las demás. Un rabino jamás, en mi opinión, puede desligarse de sus obligaciones ni defraudar a aquellos que han confiado en él.

—Muchos lo han hecho anteriormente y no solamente no han perjudicado a nadie si no que al ocupar nuevos cargos aún más importantes han ganado en influencia, y han podido, en mayor medida, ayudar a los suyos
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—argumentó ella tenaz, para mejor disimular su incomodidad.

El talante del anciano había cambiado sutilmente y Esther se dio cuenta de ello.

—Son vanas especulaciones, hija mía. El corazón de una mujer es un arcano misterioso que no conoce más que Jehová y ella misma. Haced lo que en conciencia creáis que es vuestra obligación y no busquéis subterfugios, pero si es vuestra primera premisa la que prevalece, entonces decídmelo con tiempo suficiente para que pueda reunir los diez hombres que hacen falta para validar una situación semejante
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.

Los esposos abandonaron el despacho del gran rabino; Rubén, cariacontecido y deshecho, sobrepasado por la circunstancia y consciente de que el paso que iba a dar era definitivo en su vida, sabiendo que sin Esther nada tendría sentido, y Esther, a la que el anciano había adivinado su secreto, notando un peso en su conciencia, sabiendo que por encima de los motivos que en principio había esgrimido para solicitar a Rubén el divorcio estaba sin duda el regreso desde el mundo de los muertos de Simón, que durante toda su vida y aun después de suponerlo fallecido había sido el centro de sus pensamientos.

La parodia

Cuando, al cabo de cuatro días presentaron a Hanna ante el juez Fresler, poco quedaba de la muchacha fuerte que había ingresado en Alexanderplatz.

La sala estaba llena de gente que, mediante pases especiales, se dedicaba a acudir a los juicios de los disidentes y que empleaba sus mañanas en aquel menester con la misma indiferencia de quien va al zoológico. Cuando la entraron por una puerta lateral, sus ojos apenas divisaron aquel mar de rostros que se apretujaban en la parte del público tras la barandilla afelpada mirando con curiosidad a los reos que iban a ser juzgados. Luego, sentada ya en el banquillo, el espectáculo quedó a su espalda. Su mirada perdida vagó por los artesonados del techo, indiferente a todo y dada por sentada su condena. Estaba casi cierta que aquella comedia trágica desembocaría en el patíbulo. Sólo cabía dilucidar si allí le esperaría la horca o el hacha del verdugo. Los días pasados amanecían confusos en su manipulada memoria, confundía los antes con los después, las noches con los días y los atardeceres con las madrugadas. El tormento primordial consistía en no dejar dormir a los presos sometidos a interrogatorios, haciéndolos correr, a horas intempestivas, lloviera o tronara, descalzos por un patio interior.

Cuando la primera noche la arrastraron ante el interrogador, recordaba una potente luz enfocada sobre su rostro. Sus ojos no podían distinguir a la persona que la sondeaba tras la mesa. Aquello duró cuatro o cinco horas. La voz fue a ratos iracunda y a otros conciliadora. Ella entendió que los entrevistadores se turnaban pero se mantuvo en sus trece. Su nombre era Renata Shenke, natural de Viena y acudía a la universidad de Berlín, primeramente en calidad de oyente, pasando posteriormente a oficial por el derecho adquirido por los ciudadanos austríacos, al ser anexionada Austria con la aquiescencia de su pueblo y de su gobierno, a ser considerados alemanes. También recordaba haberles dicho dónde vivía, ya que al constar este dato en los documentos que le habían aprehendido, de no hacerlo hubiera parecido que les quería ocultar alguna cosa.

Recordaba que cuando regresó a su celda, habían retirado a la mujer. Le dijeron que había muerto. Esta experiencia, junto a las correrías por el patio, duró varias noches. La comida era una bazofia y el despertar era siempre el mismo. El tercer día la tuvieron encerrada durante catorce horas en un cuartucho que era como un ataúd vertical que mediría un metro con treinta y cinco de altura por sesenta centímetros, de manera que no podía erguirse y cuando se medio desvanecía, las rodillas le tocaban a la pared de enfrente. Cuando la sacaron de «la caja» no podía desplegar las piernas, tenía las articulaciones agarrotadas y las rodillas desolladas y sangrando.

La noche que la interrogaron sobre los panfletos que habían sido lanzados desde el último piso de la universidad, adujo que ella había ido a ver al vicerrector y que al sonar las diez no había podido esperar porque comenzaba una de sus clases, que con las prisas se había olvidado la bolsa de los libros en el banco donde aguardaba. Que nada había visto y que a la Rosa Blanca la conocía por haber recogido del suelo, en alguna ocasión, alguno de sus escritos, al igual que todos los demás. Ningún alumno podía negar eso.

La última noche la condujeron a otra habitación. Dos forzudas matronas la desnudaron y la obligaron a echarse en una camilla de ginecólogo colocando sus piernas separadas en los correspondientes soportes articulados, para luego atarla mediante unas correas. Entonces a la orden de una voz que estaba en la penumbra cuyo propietario no alcanzaba a ver, le introdujeron un electrodo en la vagina y otro en el recto. Hanna apretó las mandíbulas y no pudo impedir que una lágrima desbordara sus ojos. Cuando ya aterrorizada pensó que aquello era el final, oyó cómo los dos interrogadores discutían y una de las voces decía algo así como que había llegado una orden. Luego sonó en boca del más amable una palabra: «escopolamina»
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. Ante otra seca indicación, las matronas la soltaron y luego de retirarle los cables la levantaron obligándola a echarse, esta vez, en una camilla corriente; después volvieron a sujetarla, sintió cómo colocaban en su antebrazo derecho dos cinchas de goma y cómo una aguja hipodérmica entraba en su vena. Luego percibió cómo una rara laxitud invadía su cuerpo.

La entrada del juez Roland Fresler, venal y furibundo antisemita, imponentemente ataviado con la toga negra y la capellina festoneada, tocado con un birrete cuadrado, acompañado por dos magistrados igualmente vestidos que ocuparon el estrado, interrumpió el lento vagabundear de sus atormentados pensamientos. El fiscal especial ocupó su tribuna y comenzó la parodia. El abogado que le pusieron de oficio, hombre de buena fe pero muerto de miedo, aunque apenas le dejaron hablar, insistió en el hecho de que nadie la había visto lanzar los panfletos y alegó el clásico aforismo jurídico
«in dubio pro reo»
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.

Luego de una hora la voz del ujier ordenó:

—Póngase en pie la acusada.

A Hanna la tuvieron que agarrar dos guardias por los brazos para que pudiera cumplir lo ordenado por el juez.

—Léase la sentencia. —La voz del juez Fresler resonó en la sala.

El portavoz procedió. Luego de una larga parrafada en la que hizo referencia a todos los cargos que se le imputaban terminó diciendo.

—La acusada Renata Shenke Hausser será deportada para su reeducación, por un período de ocho años, en el campo reformatorio de Flossemburg, en Ober Baviera.

El mazo del juez percutió en la mesa.

—Se levanta la sesión, desalojen la sala y pase el siguiente reo.

Al escuchar su falsa identidad, Hanna entendió que ni bajo las secuelas de la droga había hablado. Totalmente mentalizada como estaba de que su salvación radicaba en ocultar su auténtica personalidad y su ascendencia judía, había resistido sus efectos. Lo que no sabía era lo que había dicho. Aunque la explicación del acusador aclaró bastante sus ideas.

Un hombre medio oculto con la cabeza gacha escuchaba atento al fondo de la sala. Era Sigfrid, que había logrado acceder a la vista mediante un pase que le agenció su amigo el capitán Hans Brunnel. Desde allí vio, aterrorizado, en qué había quedado aquella muchacha vital, elástica, deportista y llena de fuego que había sido su querida Hanna, y lamentó la terrible sentencia, aunque pensó que al menos le habían dejado la vida y ciertamente le extrañó dada la terrible fama que acompañaba a aquel juez, y mientras hubiera vida habría esperanza.

También dedujo, al oír su falsa identidad, que aún no habían conseguido descifrar quién era Hanna, dado el inmenso tráfago de aquellos días, pero sólo era cuestión de tiempo que descubrieran a quién correspondían sus huellas dactilares.

«¡Soy yo, hermano!»

La llamada del doctor Wemberg a través de Karl Knut le puso en marcha. Los días pasados tras el juicio de Hanna habían sido los peores de su vida e hiciera lo que hiciese la imagen de la muchacha saliendo de la sala del juicio entre dos guardias de la Gestapo no se le iba de la cabeza. Lo que ocurría en los campos de reeducación de disidentes era poco conocido por el pueblo alemán, pero no así por sus contactos del hotel Adlon que más de una vez le habían explicado en qué consistía el eufemístico término de «reeducación». Solamente pensar que Hanna tenía que pasar por aquella experiencia le ponía los pelos de punta, pero nada podía hacer por el momento al respecto ya que, en según qué términos solicitara un favor para un condenado por desviacionismo, hubiera hecho caer sobre él muchas sospechas. Y nada decir en el caso de que finalmente la verdadera identidad de su hermana saliera a flote, cosa que a la larga era inevitable, y que la asociaran con el autor del atentado del Berlín Zimmer y, si tanto se hubiera significado, finalmente, con Sigfrid.

Dos misiones se había impuesto por el momento. En primer lugar resolver la cuestión de la partida de Manfred sin explicarle lo ocurrido a su gemela, y después notificar a Eric la triste nueva, por los medios que tuviera a su alcance. A sus padres en Budapest, ni media noticia al respecto. Nada podían hacer y aquello iba a colmar el cáliz de su amargura. Lo que en aquel momento Sigfrid ignoraba era que su padre había tenido conocimientos del triste hecho a través de Herr Hupman, que fue quien documentó a Hanna dándole el nombre de Renata Shenke y había movido desde Budapest sus peones para procurar paliar el cataclismo.

Luego, en cuanto hubiera partido Manfred, se entrevistaría con August Newman y con Vortinguer por ver de coordinar esfuerzos e intentar de alguna manera, si no sacarla de allí, si por lo menos, a través de la Cruz Roja, intentar que dentro del campo pudiera vivir en las mejores condiciones posibles. Siempre, claro está, que la Gestapo no descubriera sus orígenes y detectara su condición de semita ya que, si tal ocurriera, Hanna moriría.

A las tres de la tarde, tal como se les había indicado, estaban ambos frente al pequeño chalé ubicado en el 197 de Wertherstrasse, aguardando que les abrieran la puerta. La rutina era la de siempre. En tanto esperaban que la mirilla se abriera y desde el interior comprobaran quiénes eran los visitantes, Sigfrid observó que entre todas aquellas agonías habían transcurrido más de cuatro semanas.

La voz de Knut, que estaba al corriente de todo lo acaecido a su hermana, lo bajó de su mundo:

—Parece que tardan, ¿no?

—No hace ni un cuarto de hora que he llamado desde la cabina de la parada del autobús para corroborar que llegábamos.

En éstas estaban cuando la puerta se abrió y el conserje de siempre los recibió.

—El doctor Wemberg ha tenido una urgencia, me ha ordenado que les diga que tengan la bondad de aguardar un momento en la sala de espera.

Ambos hombres se miraron extrañados y, en tanto se dejaban conducir a la salita, Karl comentó, bajando la voz:

—Es raro, ¿no has hablado con él en persona?

—Debe de haber sido después, nada me ha comentado.

Llegaron a la susodicha sala y el hombre, empujando el picaporte y abriendo la puerta, les facilitó la entrada.

Al fondo de la misma y leyendo bajo la pantalla apergaminada de una lámpara de pie que lanzaba su aro de luz sobre la prensa que tenía en las manos, se veía a un hombre enfrascado en un viejo anuario de deportes. Al verlos entrar levantó la vista y, mirando por encima de los aros de sus gafas, los saludó con una leve inclinación de cabeza. Tendría de treinta a treinta y cinco años, el pelo rojo, unas finas estrías silueteaban su mirada y su ancha nariz denunciaba que su propietario había practicado el noble arte del marqués de Quensberry. Cuando ya hubo cumplido con la cortesía del saludo, se enfrascó de nuevo en la lectura en tanto que ellos se ubicaban enfrente.

El silencio se instaló entre los tres y Sigfrid a su vez tomó una revista deportiva del centro de la mesa e intentó distraer la espera sin conseguirlo.

Súbitamente el hombre dejó el anuario en la silla de su derecha y, tras mirar la esfera de su reloj, comenzó una charla intrascendente propia de la sala de espera de cualquier profesional.

—Qué fastidio es la impuntualidad. En este país los médicos y las autoridades son los únicos que tienen venia para hacer esperar al personal.

Karl contestó un escueto:

—Eso parece.

La voz era gangosa, propia de las personas que tienen un tabique nasal desviado. El otro insistió:

—De cualquier manera, al doctor Wemberg hay que excusarlo, es un ser humano excepcional, ¿no les parece?

—Ciertamente.

—¿Son ustedes de Berlín?

A Sigfrid no le gustó tanta confianza. La Gestapo colocaba delatores en todos los rincones y el hablar con desconocidos, en según qué ambientes, entrañaba peligro.

Respondió con un desvaído.

—Del extrarradio —y prosiguió la lectura.

El otro pareció fijarse en la lectura escogida por Sigfrid.

—¿Practica algún deporte?

—Antes.

—Yo fui boxeador aficionado, he venido porque tengo problemas de respiración desde que en el gimnasio de Vomerstrasse me partieron el tabique nasal cuando entrenaba para la Olimpiada.

A Sigfrid el corazón le comenzó a latir aceleradamente. El gimnasio de Vomerstrasse era al que él acudía algunas tardes para reforzar la musculatura fuera de horas del de la universidad.

—A usted lo tengo yo visto. Me recuerda a un atleta que acudía alguna que otra tarde al gimnasio. Mi memoria es mala, los golpes sabe... Padenvol... no, Panvolk, tampoco... Pardenvolk... Sí eso es, Pardenvolk se llamaba.

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