Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
El pequeño autobús de diez plazas, color azul oscuro con los distintivos de la Kriegmarine rotulados en dorado en sus laterales, avanzaba por la sinuosa carretera de montaña conduciendo a nueve oficiales de submarinos hacia la estación de esquí que habían escogido para pasar los días de asueto estipulados para su descanso disfrutando de los deportes de nieve. A Eric igual le daba un sitio que otro, su mente estaba en otra historia, pero su buen amigo y compañero Oliver Winkler, gran aficionado al esquí de fondo, había insistido en que lo acompañara.
—A ti te da igual —le había dicho—. Y si estamos juntos lo pasaremos mejor. Me han dicho que esta vez han traído unas mujeres impresionantes.
—Te las regalo todas.
—¡Venga ya! No seas mojigato. Cuando lleves en medio del océano cinco meses no me negarás que el recuerdo de una hermosa hembra te puede aliviar la noche.
Eric no le podía decir que ya no volvería a estar otra vez en medio del mar y salió por la tangente.
—No entiendo por qué historias no puede escoger cada uno lo que le venga en gana y ver, en vacaciones, a quien quiera. ¡Tanto misterio y tanta leche cuando es evidente que Alemania está perdiendo la guerra!
Oliver miró receloso a ambos lados pese a que su amigo había expresado tan peregrina opinión en un tono muy bajo.
—¿Te has vuelto loco, o pretendes que nuestro asueto termine en un castillo? —murmuró—. En primer lugar, la estación de esquí es estupenda. En segundo, aparte de unas horas destinadas a instruirnos sobre nuevos adelantos de la industria alemana referidos a nuestra especialidad, el resto del tiempo es libre. Y tercero, vamos a vivir en un balneario que es la pera, y en el otro, han instalado un casino. ¡Venga ya, Eric!, el derrotismo no cabe en nuestra vida. Somos jóvenes y bellos como dioses, ¡no me quieras joder ahora las vacaciones!
—Da igual, te haré compañía e intentaré olvidar mis problemas. De cualquier manera, esto se acaba.
—Me parece bien que tengas a una chavala esperando que esto termine, yo también la tengo, pero ¿qué tiene que ver que nos solacemos un poco ya que no podemos estar con ellas? ¿Qué quieres, llegar al matrimonio sin haber hecho prácticas? Es como pretender dar en el blanco con un torpedo sin haber manejado anteriormente un tubo lanzador.
—Tus teorías me parecen una argucia egoísta. ¿Te gustaría que fuera ella la que hiciera prácticas en tu ausencia?
—No me jodas, no es lo mismo.
Cada uno se recluyó dentro de sí. Oliver mosqueado imaginando que su novia de toda la vida le ponía los cuernos en su pueblo con aquel imbécil de alférez de la Wehrmacht que en cuanto se lo permitían sus permisos, por cierto bastante a menudo, acudía a visitarla con la excusa de que era amigo de su primo. Y Eric yendo desde la visión terrorífica de Hanna metida en un campo de reeducación hasta el recuerdo de su visita a la Base Central y a la charla mantenida en presencia de Schuhart con el mismísimo jefe de la Abwehr. Nada le habían avanzado de la misión encomendada, únicamente sabía que tenía que inutilizar durante un tiempo las comunicaciones de algún recóndito lugar, pero intuía que se había metido en un fregado muy importante.
Cuando se alejó el oficial, Werner se encaramó de un salto al puesto del conductor y, poniendo la primera, aceleró suavemente para no cometer el error de hacer algo diferente de lo que hacía todos los días y dar pie de esta manera a que su precipitación denunciara el intento de huida de Hanna. El camión, dejando la huella de sus neumáticos en el barro circundante, se alejó del infierno llegando a la carretera principal y, luego de la pertinente parada, se incorporó al escaso tráfico dirigiéndose en primer lugar al balneario convertido, por circunstancias de la guerra, en provisional residencia de oficiales.
Hanna, encogida dentro del inmenso buey, pese a las ropas suministradas, se moría de frío y pensó que sería muy penoso, ahora que veía lejana pero posible su salvación, acabar sus días de tan triste manera. El interior del frigorífico, pese a haber parado el compresor y abierto la trampilla del techo, debía de estar a ocho o diez grados bajo cero. Lo malo era que en el exterior la temperatura era gélida. El olor a carne cruda la mareaba y contra más rato transcurría más notaba el hedor de los animales recién muertos y así mismo mayores eran sus exudaciones y serosidades. ¡No iría a desmayarse ahora después de lo vivido en el campo! Distrajo su tiempo por ver de entretener el frío pensando en todo lo acaecido en los últimos días. Si le hubiera cabido la menor duda de lo que estaba ocurriendo en su amada patria, la estancia en el campo la habría esfumado. En las ciudades las gentes hablaban
sottovoce,
intuían, murmuraban, alguien conocía a alguien que había desaparecido pero el horror por ella vislumbrado ante las chimeneas que día y noche vomitaban al aire espumas de miedo y horror, no admitía dudas. Si salía de aquello, su misión estaba clara. El mundo civilizado debería saber hasta donde había llegado la vesania de aquellos bestias con la aquiescencia del pueblo alemán que no quería saber, ver ni oír y que, unos más que otros, se dedicaban con ahínco a esconder la cabeza bajo el ala.
Eric, ¿qué sería de él?, ¿habría regresado?, ¿sabría lo que le había ocurrido?, ¿o estaría en una sima de las profundidades atlánticas muerto en una tumba de acero? Su gemelo... ¿dónde estaría Manfred? ¿Adonde le conducirían sus pasos marcados indeleblemente por la muerte de Helga? ¿Conocería alguna vez una muchacha que le devolviera la fe en el amor? ¿Qué habría sido de Sigfrid?, su irónico hermano mayor que siempre se había tomado la vida como una aventura y al que el peligro estimulaba. Y sus padres, ¿qué habría sido de ellos? Todo su mundo se había venido abajo y si salían de aquello habría que reconstruirlo. Otra compuerta que se abría en su cabeza como un inmenso interrogante era August. ¿Hasta qué punto no habría asumido su responsabilidad para con ella jugándose la vida para sacarla de aquel infierno? Su gratitud era todavía mayor al haberla salvado de la muerte, dado que no estaba dispuesta a soportar lo que se le venía encima las siguientes noches, y, antes que caer en las garras de aquel monstruo sabía que se habría arrojado contra la valla electrificada. Todas estas elucubraciones la distraían y parecía que notaba menos el frío, pero el frío estaba allí.
Estaba perdiendo el conocimiento o, ¿era verdad que el camión se detenía?
—Vamos a dejar aquí parte de la carga. Si alguien llama desde el campo todo ha de parecer normal.
—No va a pasar nada. Hasta la noche has dicho que no pasan lista. Nadie la va a echar de menos.
La voz de un desconocido llegaba hasta ella matizada por el tabique de separación de la cabina.
Sintió cómo abrían la puerta y unos instantes después cómo aumentaba la luz en el habitáculo y alguien subía a la trasera del camión. Luego unos pasos. Una mano retiró la ropa que cubría su cabeza y ella, acuclillada desde su escondrijo, alzando la vista, vio al contraluz y a través del recorte del pasamontañas, el rostro anguloso de August. En sus ojos vio la muchacha reflejada la angustia que lo embargaba. Su voz no se dirigía a ella. Entonces, volviéndose hacia el exterior, habló con alguien:
—Werner, si no la sacamos de aquí, va a morir congelada, tiene el pasamontañas lleno de escarcha.
—¡Vamos deprisa, August! Dejemos aquí el pedido acordado y vayámonos. Meteremos el camión en algún camino lateral y la bajaremos.
Hanna tenía los labios morados y ya casi no sentía nada.
En aquel instante el ruido de un motor denunció la presencia de un vehículo que arribaba a su altura. La voz del otro conductor llegó inteligible hasta donde ella estaba.
—¡Sacad ese trasto de ahí, imagino que la descarga debe de ser por otro lugar!
Alguien nuevo había entrado en escena.
—La bajada de las cocinas está bloqueada por la nieve. ¡Un poco de paciencia!
—¡Si le parece, la oficialidad de la Armada debe esperar, luego de más de doscientos kilómetros, que un camión de carne desbloquee el paso!
De nuevo la otra voz.
—Sepan excusarme caballeros, si son tan amables y no les importa, desciendan por la parte posterior, enseguida nos haremos cargo de sus equipajes.
La voz de Werner sonó de nuevo:
—Cierra la puerta de detrás August, voy a mover un poco el coche.
Hanna estaba a punto de perder el conocimiento y su semiinconsciencia le jugó una mala pasada y le pareció oír la amada y tantas veces recordada voz de Eric que hablaba con alguien que se llamaba Oliver diciéndole algo referido a una maleta. En algún lugar recordó haber leído que el frío produce alucinaciones. Entonces se desmayó.
Cuando llegaron al molino medio en ruinas que distaba unos noventa kilómetros, Hanna estaba desvanecida en su escondrijo.
Entre los tres la sacaron de dentro del buey y la transportaron al interior. Rápidamente, Zimmerman se dedicó a avivar un fuego preparado en la chimenea, y en tanto August acostaba a la chica en un camastro, que junto a un sillón desvencijado, una mesa, una leñera, una tahona, un lavabo desconchado y un cubo de zinc era todo el mobiliario que allí había, Werner regresaba del camión con una botella de alcohol del que usaba como anticongelante, una bolsa de comida, un termo de café y tres velas y entregaba todo a August. Después, mirando su reloj observó:
—En tanto aviso a Toni y le digo que hable con Poelchau, hazle unas friegas, mantén el fuego encendido, faltan tres horas para que pasen la lista de la noche. De habernos descubierto, ya lo sabríamos. Voy a terminar de hacer el reparto con Zimmerman. Si no lo hago comenzarán a sonar los teléfonos. Hemos de hacer lo que hacemos todos los días. Te he dejado un botiquín de urgencia junto a la chimenea. ¡Buena suerte! y, si no hemos caído todos, hasta mañana.
Werner, tras hacer el signo de la victoria con la mano, indicó a su compañero que le siguiera. Cerraron la puerta del viejo molino y al cabo de un instante el motor de la camioneta sonaba alejándose.
Un silencio helado se abatió sobre ellos. Únicamente roto por el crepitar de los troncos encendidos y por las frases inconexas que profería Hanna en su delirio. August procedió con diligencia. Prendió el pabilo de una vela, arrastró el camastro junto al fuego. Luego, cubriendo a la muchacha con una gruesa manta seca, procedió a desnudarla arrancando las empapadas ropas. Después comenzó a friccionarle el cuerpo con alcohol. Pese a lo angustioso de la situación, no pudo evitar el sentir la tersura de su piel y la morbidez de su cuerpo. Hanna estaba ardiendo. A la vez que el calor reconfortaba sus tumefactos miembros, la conciencia volvía a vivificar su cerebro a intervalos. Súbitamente abrió los ojos. Miró en derredor y tuvo la certeza de que aquel escenario no era el campo. Alzó los brazos y se abrazó al cuello de August en tanto un llanto convulso e incontrolado asaltaba su espíritu.
Él la apretó y mientras con una mano acariciaba sus cabellos con la otra le daba suaves golpes en la espalda.
—Ya pasó todo, Hanna, cálmate. No permitiré que nos cojan vivos.
—¡Antes mátame, August!
—¡Chissst!, nadie te hará daño. Vamos a salir de ésta.
Súbitamente ella fue consciente de su desnudez y la asumió con naturalidad. Eran dos viejos camaradas en peligro y aquello no era importante. El momento le retrotrajo al trasunto de la escena de la casa del comandante del campo y una nausea le subió a la garganta. August se dio cuenta, fue a un rincón y de la bolsa allí depositada anteriormente extrajo una muda de hombre abrigada y, tras calentar las prendas en el fuego de la chimenea, se las entregó. Ella, sin destaparse, y maniobrando debajo de la manta, temblando, cubrió su cuerpo, que estaba ardiendo. Cuando recuperó algo las fuerzas, comenzaron las preguntas y las respuestas y con la certeza de que el destino estaba de su parte y que la fatalidad marcaba la suerte de los hombres, esperando que en aquella ocasión los hados fueran propicios, Hanna comenzó un diálogo intermitente, dándole las gracias emocionada por haberle salvado de tantas cosas además de la vida.
—August, eres el ser con el que he contraído la deuda mayor que puede contraer el ser humano, además de la vida te debo mi honor, ¡gracias otra vez!
—No me las des, Hanna, Sigfrid me lo dijo claramente y yo lo entendí. Un jefe no puede enviar a nadie al sacrificio sin calcular las posibilidades de éxito o de fracaso. Me equivoqué y te urgí a hacer algo para lo cual faltaba asegurar la retirada y no te di alternativas.
La muchacha respiraba con dificultad.
—Fue idea mía, August. Yo asumí el riesgo que quise y tú no estabas allí para consultarte lo que debía hacer. Tú no tuviste la culpa de nada.
—Hanna, he intentado sacarte de ese horrible lugar porque he querido. Cuando te cogieron entendí que eras mucho más importante para mí de lo que creía.
Hanna lo atrajo hacia ella, acercó sus labios ardientes a su mejilla y lo besó.
—Gracias por ser como eres —dijo en un susurro.
—¿Cómo soy?
—Bueno, generoso y valiente. Soy una chica afortunada. Amo a un hombre maravilloso y tengo el mejor de los amigos.
Hubo un silencio entre los dos que rompió ella.
—¿Se sabe algo de Eric?
August hizo de tripas corazón y en la distancia tuvo celos de aquel que, en tan duras circunstancias, sin duda ocupaba el pensamiento de Hanna.
—No te puedo decir nada. Ten en cuenta que con tu hermano hablábamos de todo aquello que concernía a ambos. Yo a tu novio lo conozco de oídas. Tampoco tengo noticias de Manfred, solamente te puedo decir que llegó a Roma.
—¿Y Sigfrid?
—Sigfrid, acompañado de Vortinguer, Glassen y Karl Knut acudió a vuestra casa a desmontar la emisora clandestina el mismo día que yo vine a Grunwald para intentar hacer algo.
La fiebre que la acometía le provocaba una verborrea delirante.
—Los Hempel, ¿seguían con la viuda de Heydrich?
—Hasta aquella noche creo haber entendido que vuestra casa estaba vacía. Tus tíos siguen fuera. Y harán bien en no regresar. Cada día son más frecuentes los bombardeos sobre Berlín.
—Y ahora, ¿qué vamos a hacer, August?
—Si todo sale como se ha previsto, mañana nos recogerán e intentaremos escondernos en Berlín. Es más fácil hacerlo en la capital que en el campo. Ahora están muy atareados y no tienen tiempo de ocuparse de otra cosa que no sea luchar porque la guerra no se desarrolle dentro de Alemania.