La Saga de los Malditos (106 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Simón meditó un instante su respuesta.

—De acuerdo, voy a partir, pero antes quiero encomendarte algo.

—¿Qué es ello, amo?

—Si algo me ocurriera, júrame por tu Dios que las sacarás de este país. Dejo en mi alforja todo mi dinero, que por cierto es cuanto tengo. Hay suficiente para que lleguéis a cualquier lugar, después, ¡que Jehová cuide de todos!

—Si eso os tranquiliza, dadlo por jurado.

—¡Gracias, amigo mío! Ahora ayúdame a arrear al mulo, que me lo llevaré para cargar sus alforjas. Si no he regresado en un día, haz lo que creas conveniente. —Luego, al observar el apañado emplasto que lucía el antebrazo de Seis, añadió—: Veo que te han curado.

—Ha sido la señora Myriam —respondió el muchacho, arrebolado cual infante sorprendido en falta.

—Bien, vamos a lo nuestro.

Y Simón, seguido del coloso, se dirigió a las cuadras.

Partió Simón al poco, sin despedirse, pues el resto descansaba tras los hechos acaecidos aquella atribulada noche, jinete en su caballo y llevando al mulo sujeto al arzón de su silla. La mañana inundaba de luz el paisaje. Las hojas de las encinas y de los chopos del borde del río lloraban todavía lágrimas de rocío de la madrugada, dotando a las cosas de unos reflejos opalescentes y mágicos, como si fueran sensibles al drama vivido aquella noche por el pueblo judío. Cuando se acercó a la puerta de Jerez, fue consciente de que cualquier viajero ajeno, y por lo tanto desprevenido al respecto de los sucesos acaecidos la noche anterior, se daría cuenta fácilmente de que algo extraordinario había ocurrido. La vigilancia era extraordinaria y la revisión de documentos por parte de la patrulla que cautelaba la entrada, exhaustiva. La cola, que se había formado a media legua, avanzaba lentamente y los comentarios de los grupos eran variados porque diversas eran las deformadas noticias que iban llegando hasta el final de la misma, auspiciadas por la natural deformación que sufren unos hechos concretos al ser trasmitidos de boca en boca. Por lo que coligió Simón, llegó a la conclusión de que el alguacil mayor, don Pedro Ponce de León —ante la magnitud de lo ocurrido y temiendo las iras del Consejo de los Veinticuatro y por ende, las negativas consecuencias que para su hacienda personal pudiera tener el hecho de haberse abstenido de intervenir a tiempo velando por los intereses de aquella comunidad que tan pingües beneficios proporcionaba a la corona
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—, había decidido remediar en lo posible su fatal abandono, intentando poner, a destiempo, puertas al campo a fin de contener aquellos desmanes. Las medidas adoptadas eran terminantes, nadie debía entrar en la ciudad sin la pertinente documentación, tanto de su persona como de los bienes que portara para feriar, y en modo alguno podía acercarse a la aljama que estaba circunvalada por un cinturón de hombres. A Simón, caso de ser cierta, cosa que no sabría con seguridad hasta llegar a la puerta, no le preocupaba tal providencia, ya que llevaba totalmente en regla en el fondo de su faltriquera sus cédulas de comerciante en tránsito. Lentamente llegó su vez y mostrando sus papeles al comandante del puesto, sin más inconveniente, se introdujo en la ciudad. El clima que se respiraba era denso; muchos irresolutos, viendo las ganancias obtenidas por los asaltantes de la noche anterior, intentaban introducirse en la judería saltándose el control de la tropa, bien fuere usando del soborno bien entrando subrepticiamente por los fallos que hubiere en la muralla producidos por el asalto del día anterior. Los que habían obtenido pingües ganancias intentaban repetir experiencia pertrechados con medios propios para ello, ya fuere sacos, alforjas y algún que otro carretón de mano y los novatos imitaban a los veteranos pretendiendo sacar fruto del asalto sin haber participado en la ordalía de la víspera. En llegando a la plaza de la Contratación, Simón observó que la nube de polvo y cenizas que flotaba sobre la aljama era todavía más densa e irrespirable, y que a los olores percibidos anteriormente se sumaba un nauseabundo hedor a carne quemada. Las gentes caminaban con trapos colocados sobre el rostro, ya fuere para poder respirar mejor o por mejor mantener el incógnito. La algazara y el jolgorio eran los propios de una feria. La ciudad parecía liberada de un cruento cerco de enemigos que la hubieran tenido sitiada y hubieran estado a punto de entrar en ella y destruirla. Los veteranos de la masacre de la noche anterior que habían entrado en la aljama relataban sus hazañas a los corros de curiosos, que se agolpaban a su alrededor en los aledaños del mercado, cual si hubieran realizado una notable gesta, exagerándola y acrecentándola, incentivando con ello el ansia de rapiña y venganza que anidaba en el corazón de todo el populacho.

Simón llegó a la puerta de su figón y al primero que vio en la cancela fue al comerciante mozárabe que, no atreviéndose a partir con su caravana por miedo a que lo confundieran y fuera asaltado, permanecía recluido en la posada esperando que la tormenta escampara y que se adhirieran a su partida otros viajeros, a fin de formar un grupo más numeroso al que compensara alquilar una escolta para de esta forma partir para Granada.

Desmontó de su caballo Simón y, en tanto ataba al equino y al mulo en la anilla de la pared que estaba desocupada y haciéndose de nuevas, interrogó al comerciante cual si llegara de un corto viaje de una jornada y no estuviera totalmente al tanto de lo acontecido el día anterior.

—Con Dios, buen amigo. ¿Qué es este ajetreo que agita la ciudad y dónde ha sido el incendio que ha provocado esta nube de humo que envuelve todas las cosas?

—¿Acaso no lo sabéis?

—Tuve que salir ayer mañana para Écija, apenas terminé de hablar con vos, para un asunto que requería mi urgente presencia y al regreso me encuentro con este pandemónium y si bien algo ha llegado a mis oídos, son noticias distorsionadas y controvertidas. Es por ello que requiero de vos, que me merecéis crédito, el relato fidedigno de los hechos.

—Os diré lo que hasta mí ha llegado, pero no os puedo dar fe de primera mano ya que, dada la gravedad de lo acontecido, no me he movido de la posada.

Simón, que quería conocer los hechos acaecidos a última hora, a la vez que arreglaba los arreos de sus cabalgaduras y les colocaba la albardilla, simuló una inquietud como si estuviera totalmente ajeno a la gravedad de los sucesos y aventuró:

—¿Se ha quemado una de las sinagogas?

—No vais desencaminado. Pero si solamente fuera esto no sería suficiente motivo para esta algarabía.

—Entonces, decidme, ¿qué ha ocurrido?

—Han asaltado la aljama, los muertos se cuentan por millares, los atropellos, las violaciones y las rapiñas son incontables, el pueblo se ha desmadrado sin que nada hayan podido hacer los hombres del alguacil mayor, que llegaron cuando todo estaba consumado y lo peor es que el asalto continua y que si Dios no lo remedia este fuego alcanzará a otras comunidades
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.

Simón simuló un desconocimiento total.

—Pero ¿se sabe de alguien que se haya salvado?

—Las noticias son confusas, amén de que los hombres del conde de Niebla han estado provocando a los de don Pedro Ponce de León a causa de la rivalidad que sabéis sostienen ambas familias y éstos han preferido atender a sus negocios que proteger a los judíos
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. De cualquier manera, debo deciros que la principal inquina ha caído sobre aquellos que tenían más influencia en la aljama ya que, descabezada la gente, es más factible acabar con toda la masa que, a falta de un liderazgo, se entrega más fácilmente.

—Debo haceros una confesión, amigo mío, de siempre mi familia fue amiga de un rabí cuya ascendencia era notable entre los suyos y al que los míos le debían importantes favores. Su sinagoga era la de la plaza Azueyca, ¿sabéis si se ha salvado?

—No lo creo, ya os he dicho que el interés de la turba ha sido acabar con los más significados de entre ellos y como es lógico, y según las noticias que han llegado a mis oídos, han comenzado buscando a los siete Viejos de la Aljama
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, continuando por los
dayanim
y acabando por todos los rabinos. Ha sido tan terrible que esta mañana, y aunque los semitas no son santo de su devoción, sintiéndose responsable de hechos tan reprobables, el obispo don Servando Núñez Batoca ha acudido a la catedral y dicen se ha enfrentado al arcediano lanzándole agrias palabras y fuertes reproches. Me han dicho que a la salida su rostro era una máscara de impotencia y de horror.

—Gracias por vuestras noticias y, si no os vuelvo a ver, os deseo un buen retorno a Granada.

Simón ya había oído lo que le interesaba oír y, decidido a comprobar cuánto había de verdad en aquellas luctuosas noticias, subió a su habitación con la intención firme de descolgarse por la ventana de su dormitorio y, sumándose a cualquiera de los grupos de incendiarios que todavía se movían por la aljama, llegarse hasta la sinagoga donde Rubén había ejercido el rabinato, para de esta manera conocer de primera mano el resultado del incendio y tal vez enterarse de cuál había sido su final, ya que sabía que éste era el íntimo deseo de su amada que, dispuesta a huir con él, no por ello olvidaba los años pasados con aquel que era el padre de sus hijos. Era consciente pues, de que para que ella partiera al destierro sin remordimientos y que nada se interpusiera entre ambos, debía traerle noticias del destino que había corrido el que hasta bien poco había sido su marido.

Tras el mostrador de la posada se ubicaba un muchacho que, por la palidez de su rostro, intuyó Simón que mejor hubiera querido estar a buen recaudo que en el visible lugar en que se hallaba, tales eran las movidas e inconvenientes circunstancias que se desarrollaban aquella mañana. Simón, cambiando un breve saludo, se encaminó a la corta escalera que conducía a su aposento en el entresuelo del mesón.

Su plan estaba trazado. Se descolgaría, como había hecho en otras ocasiones, desde su ventana, teniendo la precaución de llevar en su zurrón una cuerda rematada con un gancho que habilitaría con el arponcillo de un cepo para peces que tenía en su valija y que le había servido, en ocasiones durante su viaje, para cobrar piezas en los ríos por los que habían venido atravesando. Al entrar solo y no contar con la inapreciable ayuda de Domingo, debía adoptar precauciones, ya que de otra manera no alcanzaría el balaustre de su ventana y al regreso no podría encaramarse.

Una vez en la estancia, se ocupó de las pertenencias que quería llevar consigo. Aparte de la soga y el gancho, se hizo con una buena capa y un sombrero que le ocultara el rostro, además de disimular, en una de las polainas que cubrían sus pantorrillas, una daga de hoja afilada y mango de asta de ciervo que le había rendido grandes servicios en sus jornadas de obligada caza cuando, en su viaje desde Toledo, no hallaban mesón en el camino ni yantar que llevarse a la boca.

Cuando estuvo pertrechado y a punto, abrió los postigos y, luego de comprobar que en aquel retirado callejón adherido a la muralla no había moros en la costa, con un salto ágil y medido, se plantó en medio del polvo de la calle. Con el sombrero calado hasta las cejas, se fue, por el perímetro de la muralla y por la parte opuesta a la que habían recorrido la última vez, hacia la plaza Azueyca, atravesando los Tintes y el callejón del Vidrio. La fiesta de fuego y destrucción continuaba, aunque tal vez en menor escala. La turba, ahíta de sangre y de rapiña, continuaba su labor demoledora, aunque tal vez con un furor decreciente, pues lo que querían haber llevado a cabo ya estaba hecho. Nada quedaba en pie de las cuidadas casas y los hermosos patios, las sinagogas eran un amasijo de hierros, ladrillos y maderas en ruinas de las que todavía salían tirabuzones de fuego y espumas ardientes.

El número de cadáveres que medio desnudos yacían amontonados por doquier era incontable. A algunos de ellos les habían arrimado piras de leña y les habían prendido fuego, de ahí la irrespirable hediondez a carne quemada que había asaltado su pituitaria. A otros les habían mutilado de manera que, aunque su rostro no se hubiera quemado, resultaban irreconocibles. Cuencas vacías que miraban hacia nada, narices cercenadas, bocas agrandadas por el simple hecho de haber hurgado en ellas con un cuchillo por ver si por un casual hubiere alguna pieza de oro
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aprovechable, senos seccionados. Aquello era la sima del horror humano fomentada por siglos de odio e incomprensiones, mantenidos latentes desde las prédicas del arcediano, pasando por la ira que provocaba la rapiña que ejercían algunos usureros judíos y concluyendo por la envidia provocada por los monarcas al conceder excepciones a aquellos conversos que constituían una burla para el pueblo llano, ya que además de seguir practicando su religión en el interior de sus hogares, habían alcanzado, con su falsa conversión, los cargos de mejor y más alta responsabilidad cerca de los reyes, perjudicando desde ellos a los cristianos viejos.

Simón se llegó, salvando obstáculos y grupos de gentes que le invitaban a ir con ellos, hasta la sinagoga de Azueyca.

Todo era destrucción y cenizas. El fuego había remitido y al venirse abajo la techumbre era imposible ver lo que aquel amasijo de vigas y madera, proveniente del derrumbe de la galería de mujeres, guardaba bajo él. Con un pañuelo cubriéndole boca y nariz, paseó entre aquellos despojos; era imposible ver algo, harían falta muchos días y el esfuerzo combinado de muchos hombres para lograr desescombrar aquellos humeantes restos. Cuando ya se iba a marchar, el puño de un cadáver calcinado llamó su atención. Estaba junto al lugar que había ocupado la
menorá,
y entre sus dedos crispados asomaba una punta de piedra. Se acuclilló junto a él e intentó separárselos. Al hacerlo descubrió lo que con tanto ahínco había querido guardar el desdichado: una estrella de David de alabastro que él había regalado a Gedeón en agradecimiento a sus servicios una de las veces que le había traído un mensaje de Esther. La había comprado en uno de los comercios que se instalaban en la plaza del zoco, y al ser de piedra había resistido al fuego. Aquella huella era el testigo mudo de que aquel hombre había sido en vida el criado de Esther.

Nada más cabía hacer allí, ni tan siquiera dar una sepultura decente al muerto. Simón se puso en pie y la oración de los difuntos vino a sus labios. Rezó por él y por todos sus hermanos que en aquellas dos aciagas jornadas habían alcanzado el seno de Abraham. Luego, teniendo la certeza de que era imposible dar con el rastro de Rubén, decidió partir, ya que el tiempo era oro y cualquier demora podía malbaratar sus planes. Diose la vuelta y al regreso decidió cambiar su itinerario por terminar de ver hasta qué punto había llegado la destrucción de la aljama. En primer lugar se asomó a la calle Archeros para cerciorarse del estado en que había quedado la casa de su amada. Por lo visto dedujo que tras su partida habían vuelto las turbas a finalizar su vandálico ejercicio, ya que el lavadero, en el que se habían refugiado las tres mujeres con la pequeña, aparecía así mismo totalmente calcinado. Con el vello del cogote erizado al imaginar la tragedia que allí se hubiera vivido caso de no haberlas encontrado, tomó por Adarve de Abenmanda, que corría desde la puerta de la judería hasta la calle Pedragosa, e internándose por el pasaje Verde retomó la periferia de la muralla para llegar a la plaza del Pozo. No sintió el menor remordimiento ante el espectáculo que vieron sus ojos. La cuadra donde habían quedado aquellos hijos de Satanás encerrados, había ardido por los cuatro costados. Yahvé, el Señor de los ejércitos, le había hecho instrumento de su venganza. Dio media vuelta y, sin perder un adarme de tiempo, se dirigió a su callejón. Miró a ambos lados, al fondo se veía un grupo desvalijando una tienda y trasegando los objetos del interior hasta una carreta de mano que manejaban dos individuos. No lo pensó dos veces, estaban muy ocupados en lo suyo y si lo veían lo tomarían sin duda por otro asaltante que dedicaba sus esfuerzos a otros menesteres cual era el robo con escalo. Extrajo de su escarcela la cuerda en cuyo extremo había fijado el garfio y la lanzó hacia la balaustrada de hierro de su balcón. El arponcillo hizo presa al segundo intento. Tras comprobar, tensionando la soga, que había hecho firme, colocó los pies en la pared y en un santiamén estuvo dentro. Cerró las contraventanas dejando una estrecha rendija para que entrara la luz y poder ver lo que hacía, y comenzó a empaquetar sus pertenencias para partir de inmediato, tenía muchas cosas que hacer todavía. Debía ir hasta le ensenada del río y pactar el embarque con el fenicio, luego aguardaría la noche y se dirigiría, conduciendo al grupo y aprovechando las sombras del crepúsculo, hasta la orilla del Guadalquivir. Luego, si Adonai le era propicio, ¡la libertad!

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