Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
¡Debía ganar tiempo! ¡Tenía que encelarlos de alguna manera para que intentaran aprovecharse de sus habilidades! La guerra estaba perdida y a cada día que pasaba aumentaban las posibilidades de supervivencia de todos aquéllos que el nazismo había encerrado en sus mazmorras cercenando sus libertades. Todo consistía en que, en el envite, creyeran que era más útil vivo que muerto. La ruleta del destino giraba enloquecida.
Himmler, el personaje, tal vez más poderoso de Alemania, tras el Führer, había fundado junto con Kaltenbrunner, la AMT F6 adscrita a la RSHA —Departamento de Seguridad y Abastecimiento Interno—. Muy pocos jerarcas nazis estaban al corriente de sus funciones. Desde antes de la guerra, esta sección de especialistas se dedicaba a la falsificación de documentos y papeles para el espionaje alemán. En 1942, sus funciones fueron ampliadas y su actividad principal consistió en la fabricación de planchas de cobre para imprimir libras esterlinas y dólares americanos. El gran problema era la calidad y el gramaje del papel. Al frente de este complicado entramado se colocó a Bernhard Kruger, de manera que la operación tomó el nombre de «Operación Bernhard».
En agosto del 42 llegaron al campo de Sachsenhausen-Oranienburg, cerca de Berlín, los siete primeros prisioneros «especialistas». Luego el número aumentaría hasta alcanzar la cifra de ciento cuarenta. Tenían que ser judíos puros o de media sangre ya que, si por algún motivo fracasaban, no quedaría ni rastro de ellos. Los colocaron en un sector del campo protegido por una triple alambrada de púas electrificada y vigilados por un destacamento especial de las SS. Los cambios de guardia eran frecuentes y no se permitía la entrada a nadie ajeno al plan. Era tan riguroso el sigilo que a unos SS que, en estado etílico, comentaron que custodiaban un recinto secreto, fueron condenados a quince años de cárcel.
A los prisioneros se les advirtió de que quien tratara de comunicarse con otros detenidos sería ejecutado. Por el contrario, Kruger les prometió que, si hacían bien su trabajo, tendrían privilegios de comida, periódicos, cigarrillos, radios y hasta tenis de mesa. Si ganaba la guerra Alemania, trabajarían para el gobierno y tendrían casa con jardín, pero si perdía, serían eliminados. Todo hubiera sido inútil de no ser por la aparición de un personaje que revolucionó el campo de la falsificación. Sólomon Smolianoff. Contaba entonces, este judío ruso, cuarenta y cinco años de edad. En 1924 ya había sido detenido por falsificar seis mil libras esterlinas y sus billetes fueron tan perfectos que solamente el Banco de Inglaterra pudo detectar la falsificación. Capturado de nuevo en 1940, fue condenado a cinco años de cárcel. En 1943 Smolianoff logró fabricar un billete de cincuenta libras tan perfecto que retó a Kruger a detectarlo entre otros varios... y Kruger perdió la apuesta
{303}
.
Éste era el motivo por el que el oficial que interrogaba a Sigfrid, conociendo la prioridad de la orden que mandaba sin excepción que cualquier detenido que presentara cualidades para el grafismo o los trabajos de plumilla, si era judío, cambiara de jurisdicción y antes de crearse un problema, consultó con su inmediato superior.
—¿Da usted su permiso, mi comandante?
—Pase capitán. ¿Qué se le ofrece?
—Abajo tengo un detenido acusado de alta traición y judío por más señas que...
—Y ¿qué espera para enviarlo al campo que corresponda?
—Es por lo que he venido mi comandante.
—Prosiga.
—Dice que es capaz de copiar cualquier documento.
El rostro del otro cambió de expresión. La conversación duró media hora.
El capitán regresó a su oficina.
—Retírese —ordenó al centinela—. Le van a dar de comer y por la tarde hará una demostración de sus habilidades ante un especialista. Si ha intentado engañarme le juro por mi madre que se va a arrepentir. ¡Guardia! —gritó. El SS asomó por la puerta, cuadrándose con un fuerte golpe de tacones—. Baje al prisionero al primer sótano, póngale en una de las celdas que tiene luz natural del patio y déle de comer.
El centinela tomó al esposado Sigfrid del brazo y le ayudó a incorporarse.
Cuando Sigfrid tomó posesión de su nueva celda, intuyó que sus enemigos habían comenzado a tragar el cebo que les había preparado. Le trajeron, al poco rato, una bandeja de comida bastante decente y al terminar, sin tener otra cosa que hacer que esperar, se acostó en el catre que había en la pared bajo el enrejado ventanuco que daba al patio y se durmió.
Por la luz que entraba por el tragaluz supuso que serían las cinco de la tarde o algo más. El ruido del cerrojo al descorrerse le acabó de despabilar. La puerta se abrió y esta vez comparecieron dos guardias. Lo amanillaron y lo condujeron, a través de varias dependencias, a una sala de regulares proporciones en cuyo centro se veía una mesa equipada con todos los aditamentos para la escritura. Allí quedaron los tres a la espera de alguien.
Al cabo de cinco minutos llegó el capitán que lo había interrogado por la mañana, acompañado de un hombrecito delgado de unos cuarenta y pico, de cara redonda y orejas enormes, de tal manera que el conjunto recordaba el perfil de una marmita con asas.
—Éste es su examinador, que tenga suerte, Pardenvolk, es su oportunidad.
Y, dirigiéndose a uno de los dos guardias, ordenó:
—Quítenle las esposas.
Luego se volvió hacia Sigfrid.
—Siéntese y haga todo le que le diga él.
Sigfrid se acomodó en una banqueta de tornillo graduable y, friccionándose las muñecas a fin de restablecer la circulación, esperó que el hombrecillo hablara.
Éste lo hizo con una voz apagada, algo nasal y poco acostumbrada a dar órdenes.
—¿Cuál es su especialidad, señor?
El capitán permanecía a un lado expectante, y Sigfrid decidió ignorarlo.
—Cualquier cosa que sea a plumilla. Contra más pequeño sea el detalle, mejor.
—Está muy bien —comentó el hombrecillo como si hablara consigo mismo—. ¿Maneja la técnica del microscopio?
—No es mi especialidad, pero puedo intentarlo.
—Vamos a ello.
Y arrimándole los tinteros de tinta china, una variedad de plumillas, un trapo para secarlas, un tipo de papel especial y una lámpara que a la vez era lupa, preguntó, al tiempo que colocaba una muestra en la pequeña bandeja que, sujeta al vástago, estaba bajo la bombilla:
—¿Sería capaz de intentar copiar esta orla? —Dentro de un óvalo y bordeada por una cenefa se veía el perfil del presidente americano Franklin Delano Roosevelt.
—Puedo intentarlo.
—Entonces, comience.
Al cabo de tres horas, la tarea estaba finalizada. Su examinador y el capitán se retiraron a un lado de la sala y el hombrecillo, luego de inspeccionar su trabajo con detenimiento, colocándose en el ojo derecho una pequeña lupa de relojero, habló al otro en voz muy queda. Sin embargo, Sigfrid pudo distinguir algunas palabras sueltas, tales como «magnífico» y «excelente trabajo».
El capitán, dejándolo bajo la vigilancia de dos centinelas, partió con el de cara de marmita, abandonando la estancia.
El recién ascendido
Oberführer
{304}
de las SS Ernst Kappel era quien mandaba en Natelbeck. Su imponente despacho ocupaba media planta del primer piso del siniestro edificio. Su impoluta hoja de servicio y la influencia de su ex suegro, que había tapado el desgraciado incidente del Berlin Zimmer, le habían aupado hasta aquel importante cargo. Su odio a los judíos era legendario y el apellido Pardenvolk concitaba en él antiguos recuerdos llenos de amargura. Todo ello acrecentado, porque aquel individuo causante de su desgracia, de la pérdida de su amor y de su posterior fracaso matrimonial, había logrado escapar a su venganza al igual que el agua se escurre de entre los dedos.
La vida, el destino o lo que fuere había puesto en bandeja de oro su tan esperada revancha y ahora, en el momento que mascaba su victoria, aquel incómodo personaje venido especialmente del despacho del
Reichsführer
Heinrich Himmler, amo y señor de vidas y haciendas, gracias a su cargo de jefe de la policía secreta del Reich, pretendía hurtarlo de sus garras.
Ambos personajes, cómodamente instalados en el despacho del primero y fumando dos excelentes habanos, intentaban llevar el agua a su molino.
Kappel era el que hablaba en aquel momento.
—Como comprenderá fácilmente, no puedo permitir que un prisionero acusado de alta traición salga de aquí sin intentar que, antes, vomite todo lo que sabe, comandante.
El otro, sin descomponerse ni una tilde, y tras dar una fuerte calada a la boquilla de ébano y plata de su cigarrillo, argumentó:
—Créame, coronel, no es nada personal, por mí como si en el interrogatorio se va al infierno, pero no soy yo el que da las órdenes.
—Hay circunstancias especiales, comandante, este individuo nos ha estado burlando, ha sido un trabajo proceloso el atraparlo, ha estado emitiendo durante casi dos años y debe de ser una fuente de información. Permítame que intente sonsacarle lo que pueda durante dos días y luego se lo entregaré sin problemas. Todo suyo, comandante.
—Usted sabe, señor, que luego de un interrogatorio de la Gestapo, poco o nada queda por recoger.
—Lo siento, comandante. Bajo mi responsabilidad, voy a desobedecer esta orden.
—Me cuesta decir lo que voy a decir,
Oberführer.
Como comprenderá, estoy informado y muy bien por cierto, del lamentable incidente del Berlin Zimmer, y comprendo su inquina personal hacia el apellido Pardenvolk, pero esto no es problema que concierna a Alemania, no me obligue a telefonear a quien sin duda le obligará a obedecer. Hay prioridades, y si por un casual durante el interrogatorio nuestro hombre quedara inválido o muriera, perderíamos un elemento absolutamente insustituible y de un valor incalculable para los intereses de Alemania, si es que es verdad cuanto nos han dicho nuestros expertos. —Ambos hombres se observaron retándose—. Vamos a ver si hallamos un punto de encuentro, una tercera vía. Usted me dice que su único interés es que el detenido cante cuanto sepa.
—Ciertamente.
—Y el mío es que no reciba daño para que pueda desarrollar una labor altamente beneficiosa para el Servicio Secreto, ¿cierto?
—Imagino.
—De manera que si halláramos el medio de hacerle hablar sin tener, seamos claros, que torturarlo, usted, coronel, se daría por satisfecho.
Kappel no contestó.
—Veamos pues si hallamos la formula de compatibilizar intereses.
El comandante, extrayendo de su portafolios una carpetilla se la entregó.
—¿Qué es esto, comandante?
—Lea.
Kappel se colocó a caballo de su nariz unas gafas de pinza y se dispuso a leer.
A medida que sus ojos recorrían las apretadas líneas la expresión de su rostro iba cambiando.
—¿De dónde ha salido este informe?
—El Servicio tenía sus dudas sobre la identidad de la acusada. Cuando el juez Roland Fresler dictó su veredicto, nos dedicamos a buscar sus huellas entre la multitud de las que se hallan en nuestros archivos, la cuestión fue laboriosa, pues en estos días de tantísimo trajín era dedicar hombres y horas a un esfuerzo que podía resultar baldío. Finalmente nos sonrió la fortuna, de manera que al revisar la sección de pasaportes se hallaron las de la interfecta extraídas del duplicado que se hizo antes de que la chica marchara a Austria con sus padres, a finales del 36. De manera que la huella de Hanna Pardenvolk resultó ser la de la denominada Renata Shenke, recluida en Flossemburg por antisocial y provocadora. Algo parecido a una terrorista aficionada.
—¿Cómo es posible que no se hallaran antes?
—Eso debería preguntárselo yo. ¿O no es la Gestapo la policía de este país? Además, debo decirle que la tarea de la RSHA comenzó cuando un acto puntual reclamó nuestra atención. No es asunto nuestro inspeccionar las documentaciones de los universitarios alemanes.
—¿Por qué no se me informó?
—Órdenes directas. Conviene que se muera allí trabajando. El
Reichführer
considera que, al haber sido sus padres amigos del doctor Hempel, el que fuera médico de Heydrich, y sabe en cuanta estima lo tenía mi jefe, no quería tener un incidente con Leni, su viuda, cuyo carácter es temible y siente por el doctor una verdadera predilección desde que salvó la vida a su segunda hija. De esta manera habrá desaparecido sin hacer ruido y el final va a ser el mismo.
—Entonces, ¿qué pretende al mostrarme esta carpeta?
—Ya ha pasado un tiempo prudencial. Si la Gestapo reclama a la muchacha, dejando fuera a nuestro departamento, como si sus hombres hubieran descubierto el hecho de que Renata Shenke y Hanna Pardenvolk son la misma persona, y la trajeran a Berlín, la responsabilidad del
Reichführer
quedaría a salvo y entonces si fuera hábilmente interrogada delante de su hermano, tal vez éste, por ayudarla, soltara lo que sabe; claro está sin recibir daño alguno. ¿Comprende lo que quiero decirle, coronel? Usted tiene su venganza y yo tengo un «monedero falso» de primer orden.
—Mañana estará en Berlín. No lo dude.
—Tiene usted setenta y dos horas por delante; luego deberá entregarme al prisionero sin falta y desde luego sin tara o defecto que pueda mermar sus capacidades.
No cabían vacilaciones. La suerte estaba echada. Al día siguiente era fácil augurar que las masas insaciables y todavía incontenibles cual crecida de un río desbordado, espoleadas por la rapiña de la noche anterior y la impunidad con la que habían obrado, se dedicarían a buscar a los pocos judíos que habrían quedado con vida tras la matanza, para acabar con ellos y de esta manera extirpar cualquier huella de semitismo en la ciudad de Sevilla.
La situación, en la pequeña habitación donde se habían refugiado, apremiaba. La decisión había de tomarse de inmediato, ya que de ello dependía que tanto esfuerzo y tanto desasosiego y angustia no se dilapidaran.
El cuadro era múltiple. De un lado las tres mujeres rodeando al niño, todavía sin acabar de creer en el milagro. En la cama contigua, la pequeña Raquel iniciando unos pucheros demandando alimento y al otro lado Simón y Seis evacuando consultas.
—Amo, ¿que es lo que creéis que debemos hacer?
—No sé qué decir, Domingo. De una parte pienso que deberíamos partir de inmediato, la noche es buena compañera y todavía faltan unas horas para que amanezca. Y de la otra, soy consciente de que si aguardamos un día, podré contactar con el capitán de la nave que nos ha de llevar y preparar el viaje. Soy consciente de que es un peligro quedarnos aquí, pero paso tan drástico, sin nada preparar, es como lanzarse a un río turbulento en medio de la crecida sin una mala madera donde agarrarse.