La Saga de los Malditos (120 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Aquel par de hombres, a pesar de que la vida, sus ideas políticas y sus razas les habían enfrentado, en el fondo se respetaban.

—Sentémonos, Sigfrid, tenemos mucho de qué hablar.

El comandante indicó con el gesto el gran sofá de debajo del ventanal y ambos se acomodaron en él.

Entonces, el militar extrajo de una cartera de cuero que había dejado en el sofá una cajita de baquelita negra con varios botones y apretó uno de ellos dejando posteriormente el aparatejo a su alcance. Ante la mirada atónita de Sigfrid aclaró:

—Es un interferidor de frecuencias, si alguien quisiera escuchar lo que aquí se va a decir, lo tendría complicado.

—¿Les permiten usar estos juguetes?

—A los de la AMT F6 adscritos a la RSHA desde luego, nuestro jefe es el mismo Himmler. A usted le hubiera convenido instalar uno en el altillo de la casa de sus padres, de haberlo hecho hubiera puesto las cosas más difíciles a los de la Gestapo.

—Veo que le han puesto al corriente de la situación, me alegro. Hubiera sido embarazoso y complejo comenzar a tener que explicar ahora muchas cosas, porque imagino que no tiene usted mucho tiempo.

—No he de decir que no es importante, lo mismo que el suyo. La prueba es que en todo el tiempo que lleva aquí ésta es la primera vez que lo distraen de su trabajo.

—Cierto.

—En aras de la vieja amistad que nos une, aunque se haya fomentado a través del póquer, quiero ser claro con usted.

Brunnel extrajo del bolsillo de su guerrera una petaca y le ofreció un cigarrillo en tanto que él cargaba de nuevo la cazoleta de su pipa.

—Gracias, capitán. La calidad del tabaco que venden en el economato es deplorable.

—Una serie de circunstancias que no vienen al caso hace que sea usted un tipo interesante para un superior mío que tiene gran influencia, tanto por su posición dentro del Partido como por sus lazos familiares y que se asombró al comprobar la perfección de su documentación cuando se llamaba Sigfrid Flageneimer.

La mente analítica de Sigfrid desmenuzaba rápidamente el hecho recopilando datos. Su persona interesaba a alguien influyente. En ese instante, su vena de jugador salió a flote. Tenía que sacar provecho de la coyuntura. Si conseguía vender aquello que alguien buscaba en él, aunque muy tenue, habría una esperanza.

—Si no se explica más claramente, todo me parece un jeroglífico.

—Verá, Pardenvolk. —Brunnel le quería hacer notar que sabía quien era y que era judío—. Mi jefe sabe por qué está usted aquí y tal vez sus servicios le harían falta.

—Su jefe debe saber que estoy aquí precisamente por dichos servicios y también que en modo alguno me soltarán.

—Me reconocerá que hasta el día de hoy nadie se había entrevistado con usted en estas condiciones.

—Eso es cierto.

—Pues entonces comprenderá que si se ha conseguido esto, también se pueden conseguir otras cosas.

—Aunque el mío me trae sin cuidado, creo que su tiempo es importante. Si no me habla claro, no lo entiendo.

—Se necesitan pasaportes, libretas de la Seguridad Social y carnés de conducir de diversos países, que no pueden ser sacados por conducto oficial por motivos obvios. Entre otros porque la fotografía de la misma persona se repetirá, con distintos nombres, en varios documentos.

—Me extraña que persona de tanta influencia no tenga otros medios para dotarse de documentación falsa y sospecho que es para huir cuando todo este tinglado se venga abajo.

—Siempre me gustó su estilo, Sigfrid. Es usted un jugador temible. Cuando está acorralado, ataca. Pero acabemos, ¿le interesa el envite o prefiere que mi superior gaste su influencia intentando meterle en un campo? No vendrá de un judío falsificador.

Sigfrid se cubrió:

—Está bien, pero hay varios problemas.

—Lo supongo, pero quiero que los enumere.

—En primer lugar, sin salir de aquí es totalmente imposible. Segundo, no podría hacer este trabajo sin que se me proveyera de medios adecuados y finalmente, necesito un tiempo para recuperar mis habilidades, tenga en cuenta que hace meses que solamente hago el remate de los billetes de diez libras y de cincuenta dólares; «he de hacer dedos», es así como se llama recuperar el tino en el argot de los falsificadores.

—Es evidente que se le ha de sacar de aquí y conducirlo adonde pueda trabajar, esto ya estaba calculado. En cuanto a los medios, los que usted pida.

—Lo primero, he de tener los tipos de papel de los documentos que debo falsificar y después le daré una lista de herramientas, tintas, sellos y demás que me harán falta para tan delicado menester. Además —Sigfrid decidió jugar su carta—, capitán, soy consciente de que esto se acaba y de que antes que llegue el fin, y para no dejar testigos de todo esto, acabarán con todos nosotros. Ése fue el trato, la contrapartida era que si ganaba Alemania seríamos funcionarios estatales y hasta nos proporcionarían una casita con jardín. Por lo que me pide, puedo ver que esperar tal milagro es una utopía. Si ustedes, gente importante, están preparando los medios para huir, imagine el paño que me queda a mí por cortar.

—Ahora el que divaga es usted. Concrete sus peticiones. Estoy autorizado a pactar. ¿Qué es lo que pretende?

—Es muy sencillo, Brunnel. Cuando le entregue la documentación y en el camino de regreso, tendremos un percance con el coche, y usted me suelta en medio de Berlín. Yo me arreglaré.

Ahora el que reflexionaba era el capitán. Seguían siendo dos jugadores en la mesa de póquer.

—Se le ha olvidado un detalle. Desde el momento en que no me pide dinero, deduzco dos cosas: en primer lugar, tiene medios económicos y como el dinero alemán no vale nada y menos valdrá, he de suponer que guarda usted dólares o algo de valor en algún lugar y que, desde luego, tiene donde esconderse.

Sigfrid intentó cebar el anzuelo.

—No soy cicatero, me conoce bien, capitán. Si me deja escapar, antes de separarnos repartiré con usted el resto de una pequeña fortuna en brillantes. Le consta que puedo hacerlo.

Brunnel decidió jugar una mano de póquer sin repartir el beneficio con Ernst Kappel. El premio era demasiado jugoso para no pensar en su porvenir. Fuera donde fuera y acabara como acabara, los brillantes tenían valor en cualquier lugar y circunstancia. Llegado el momento y cuando el premio gordo estuviera sobre la mesa, sería fácil deshacerse de su rival y decirle a Kappel que al intentar huir le había tenido que pegar dos tiros.

—De acuerdo, Sigfrid. Mañana por la tarde le vendré a recoger en un coche oficial. Su pase vendrá firmado por el mismísimo
Kaltenbrunner
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, director de Seguridad y Abastecimiento interno. Al día siguiente le serán remitidas todas cuantas cosas demande para realizar su cometido, se alojará en el cuartel de la Gestapo que está en Delbruckstrasse número 6. El mismo día que me entregue el pedido, usted será un hombre libre y yo seré un hombre rico.

—Déme dos semanas.

El crepúsculo de los dioses

MANFRED Y ESTHER

En la madrugada del 24 de marzo, horas antes de que los alemanes consumaran su venganza en las fosas Adreatinas, una sombra pegada a las paredes de la calle se dirigía a la iglesia de los Salvatorianos. Manfred se opuso frontalmente a que Esther lo acompañara. Sabía que su rostro aparecería empapelando las calles de Roma y no estaba dispuesto a que una patrulla lo sorprendiera acompañado de la muchacha. Una mezcla de sentimientos asaltaba su espíritu. De una parte, los sucesos del día anterior y sus consecuencias le atormentaban sin descanso, pero por la otra se asombraba de la capacidad de abstracción del ser humano. La noche de amor vivida con Esther le había demostrado que no estaba muerto. Manfred había llegado a pensar, luego de la tragedia vivida con Helga, que ya nunca más volvería a amar a alguien. Pensaba que si ello sucediera se sentiría como un traidor que había aceptado el sacrificio generoso de la muchacha para seguir gozando de la vida. Aquella noche, Esther le convenció de lo contrario. En un momento de pausa del amor enfebrecido que vivieron, le confesó que, tras la muerte de Helga, no había vuelto a tocar a una mujer porque pensaba que se sentiría mal cuando sucediera. Esther le dijo que si bien era admirable el sacrificio de Helga, que no le cupiera la menor duda de que fue un sacrificio egoísta, ella hizo lo que quería hacer, algo así como la madre que se lanza al mar para salvar a un hijo pequeño del ataque de un escualo. Recordaba sus palabras: «Tu obligación a partir de esa infausta noche es vivir, así te lo pidió Helga en sus últimos momentos, y hacerlo con toda la intensidad que la vida y el momento te piden. No dudes que, de tener que afrontar el sacrificio supremo, yo haría lo mismo.» Estos pensamientos le asaltaban mientras arrimado al muro se acercaba a la puerta de la iglesia de los frailes cuya campana sonaba llamando a los fieles a la misa de las seis de la mañana.

Dio la vuelta al edificio, el hermano Policarpo lo esperaba sentado en su pequeña garita de madera y cristal.

—El padre Pfeiffer ha dicho que subas en cuanto llegues.

Subió los escalones de tres en tres. En un instante estaba en la celda del fraile. Luego de detallarle todo el suceso de la Via Rasella, atendió los consejos del religioso.

—No puedes pisar la calle, considera que para ti Roma está minada. Solamente tienen tu cara. Dentro de muy poco la ciudad será liberada. Hasta aquí has llegado y sería una fatalidad que, luego de vivir tantos peligros, cayeras a última hora. Están desesperados y esa circunstancia les hará dar palos de ciego y cometer barbaridades como la que se avecina. Por otra parte, les empieza a entrar en sus duras molleras que el momento de «sálvese quien pueda» está llegando.

—Según me ha dicho Angela —La costumbre le hacía referirse a ella con su nombre de partisana, cuando hablaba con Pfeiffer—, van a asesinar a trescientas treinta y cinco personas si no encuentran a los culpables.

—Y si los encuentran, también. Te prohíbo, fíjate bien en lo que te digo, te prohíbo que hagas el menor movimiento al respecto de entregarte. No pongas más difíciles las cosas.

—Entonces padre, ¿qué debo hacer?

—Te vas a quedar aquí. Arriba hay dos celdas vacías, pertenecen a los hermanos legos. Vivirás encerrado hasta que termine todo. Estoy bien informado. Lo máximo que durara tu encierro serán tres o cuatro meses.

—¿Y Angela?

—No sufras, si descubrieran algo al respecto de ella, yo lo sabría a tiempo. Entonces habilitaría otro escondrijo. De todas maneras, y dado que tienes el plano de la red del alcantarillado de Roma, el hermano Policarpo te indicará un acceso a la cloaca que está inutilizado al que se accede desde el patio de detrás del lavadero. Si te avisaran desde la portería, mediante un timbre de urgencia que haré colocar y que sonará en tu celda, de que vienen a por ti y tuvieras que huir, lo harías por allí.

—¿Cuándo quiere que ingrese en el convento?

—Ahora. Yo avisaré a Angela y estaréis en contacto a través mío.

HANNA Y AUGUST

La fiebre de Hanna no cejaba. La carestía de medicamentos hacía que tuvieran que luchar contra ella con medios muy primarios. August mantenía caliente la estancia impidiendo que el fuego del hogar se apagara. El peligro era el pequeño penacho de humo que salía por la desvencijada chimenea.

Werner acudió por la tarde del cuarto día.

—Tenemos que sacarla de aquí. Siguen las pesquisas de esta gente. Solamente es cuestión de tiempo que den con vosotros. La abrigaremos con todo lo que pueda encontrar. Si muere en el camino será una desgracia inmensa, pero si la cogen será mucho peor para todos.

—Pero ¿cómo la sacamos? —inquirió August.

—Por el río.

—¿Por el río, dices? ¿Cómo y dónde vamos por el río?

—He hablado con el médico que la vio el otro día. Debemos abrigarla con todo, y sobre todo mantenerle el pecho caliente. En el garaje de casa tengo un viejo trineo que nos hará de camilla. Pondrás una olla de agua en la chimenea, yo traeré un gran termo y dos botellas de goma. La meteremos en la barca y llenaremos todos los recipientes. Una de las botellas de goma se la pondremos en el pecho y cuando se enfríe le colocaremos la otra, que a su vez rellenarás con el agua del termo y de esta manera se las irás cambiado. Así hasta que lleguemos al lugar donde nos estará esperando Toni con su coche, que está río arriba. Desde allí hasta una mina de magnesio abandonada, hay unos treinta y cinco kilómetros. En su interior podremos mantener un buen fuego sin que el humo nos delate. Allí acudirá el médico.

—¿Y después?

—Actuaremos sobre la marcha. Esperemos que en pocos días esté en condiciones de viajar. He hablado con Toni, que ha contactado con Harald Poelchau; si hallamos la manera de entrar en Berlín, os acogerá en su casa. La madre y la hija que estaban allí parece ser que han hallado acomodo en otro lugar. Hay sitio para vosotros dos. El problema es que ahora Hanna está totalmente indocumentada; sin embargo la ventaja es que a medio Berlín, a causa de las bombas, le ocurre lo mismo y hay demasiado trabajo para que la Gestapo pierda el tiempo.

SIGFRID

Las dos semanas transcurrieron. Brunnel había facilitado a Sigfrid todo cuanto era necesario para fabricar documentaciones falsas. Por lo que pudo comprobar, los viajeros iban a ser dos: el propio Brunnel y su superior Ernst Kappel, al que por desgraciadas referencias conocía perfectamente. Tuvo que hacer dos juegos completos. Al primero, siguiendo instrucciones, le asignó la personalidad de un súbdito brasileño, Joao Pinto Acevedo, residente en Uruguay, y a Kappel el de un argentino descendiente de griegos, su nombre sería en el futuro Kouros Kamanlis Andreópulos.

Cuando llegó el día de la entrega, Brunnel examinó minuciosamente todos los documentos y quedó asombrado.

—Comprendo que su vida fuera más importante que otra cosa. ¿Cómo ha llegado a esta perfección?

—Con buenos maestros y practicando mucho. Cuando perdí la pierna, el copiar documentos antiguos fue mi principal entretenimiento.

—A fe que le va a sacar buen rédito. Mucho mayor desde luego que ganar una medalla olímpica.

—Entonces, si he terminado, recuerde que tenemos un trato.

—No se me olvida. Y recuerde usted que dicho trato tiene dos vertientes. Cumpla la suya que yo cumpliré la mía.

Los B–27 dejaban caer su carga mortal sobre la atormentada ciudad arrasando fábricas, viviendas, y monumentos. Las estaciones del metro se llenaban de gentes que corrían alocadas a refugiarse. Las bombas no hacían distingos y caían por igual en locales públicos, colegios o casas particulares. El renombrado zoo berlinés estaba pasando momentos delicadísimos. Al estallar la guerra, el parque contaba con catorce mil animales, aves, reptiles y peces, de los cuales en la primavera de 1945 apenas quedaban mil seiscientos de todas las especies. Más de cien bombas habían alcanzado las instalaciones del zoológico que contenía, además del acuario, un insectario, casas de elefantes —de los nueve originales sólo quedaba uno— y reptiles; además de cines, salas de baile, y edificios administrativos. El primer raid aéreo en noviembre de 1943 causó ya la muerte de muchos animales. Poco después, muchos de los restantes fueron enviados a otros zoológicos: su vida se hizo cada vez más difícil en el racionado Berlín. Había mucho heno, paja, tréboles y vegetales crudos, pero era casi imposible obtener todo lo demás. Tanto los pájaros como el resto de animales estaban a menos de media ración diaria. El día elegido por Brunnel cayeron dos bombas incendiarias reventando jaulas y haciendo que animales de toda índole huyeran espantados a refugiarse donde su instinto los condujera. Las hienas, chacales, cebras, jirafas, osos y tigres mezclaron sus bramidos con el ruido de las bombas; únicamente el pequeño hipopótamo de dos años Knautschke permaneció sumergido en su charca sin salir en dos días, hasta que volvió la calma. Numax, el león macho rey del zoológico, famélico y desesperado de hambre, paseó su hirsuta melena por las calles adyacentes al recinto, caminando por una selva derruida de ladrillo y acero; saltando un seto, se ocultó en un jardín que halló a su paso cuyos arbustos y altas hierbas le parecieron un medio mucho más amable para él. La aviación de caza salió al encuentro de los aparatos invasores para intentar defender lo indefendible, los rayos de luz de los reflectores se mezclaban a su vez con el tronar de los cañones y con el tableteo de las ametralladoras antiaéreas, cuyos proyectiles trazaban su huella de luz sobre la incipiente noche.

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