Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
El atentado se llevaría a cabo el 20 de julio a las 12.44 en la Wolfsschance, la «Guarida del Lobo», en la Prusia oriental, cerca de Rastenburg. En aquellos días, sus instalaciones se hallaban en pleno proceso de ampliación.
La residencia particular de Hitler estaba situada en el perímetro defensivo número 1 y en esa misma zona residían sus más íntimos colaboradores, entre ellos el mariscal Keitel y el general Jodl.
El día 20 de julio se inició como otra jornada cualquiera. Desde primeras horas los oficiales del Estado Mayor elaboraron el informe de la situación militar que habría de ser sometido a la opinión del Führer.
Aquel día, la reunión en la sala de situación tuvo dos particularidades. Se realizó en un barracón de madera construido en el exterior en vez de en el búnker habitual, que estaba siendo reconstruido, y la hora se adelantó a las 12.30, pues esa misma tarde el Führer recibiría a Mussolini.
Cuando Hitler entró en la sala, el general Heusinger, que representaba al general Zeitel ausente por enfermedad, inició su informe. Unos minutos más tarde llegó Stauffenberg con una gran cartera negra bajo el brazo. Keitel le presentó a Hitler y éste le miró sin saludarlo.
Después de esta breve interrupción, Heusinger continuó su exposición y ninguno de los presentes se dio cuenta de que Stauffenberg, luego de dejar la cartera junto a la pata de la mesa de roble a uno dos metros a la derecha de Hitler, había salido de la sala.
Exactamente a las 12.42 una atronadora explosión sacudió la estancia. Hitler salió cojeando apoyado en Keitel, tenía la cara tiznada de humo y los pantalones hechos jirones. La pata de roble de la mesa y el hecho de que la cartera molestara al conferenciante y éste la empujara con el pie alejándola algo, salvó la vida de Hitler, contribuyendo a engrandecer su leyenda. Inmediatamente fue trasladado a su residencia donde recibió atención médica.
Durante dos horas y media, Rastenburg estuvo incomunicado con el exterior. La acción de Eric al frente de su pequeño comando de ingenieros había anulado el transformador principal desviando el resto de llamadas a un repetidor lejano que enmascaraba la señal bloqueando el circuito.
A las 3.45 se restablecían los contactos. Himmler se hacía cargo del mando del ejército interior de Berlín.
A las cuatro de la tarde, Hitler mostraba a Mussolini los efectos del atentado en la Guarida del Lobo. Goebels pudo contactar con Hitler a las 5.30 y en el acto se dispuso a anular los efectos de la operación Walkiria, que se había iniciado una hora y media antes.
Stauffenberg, creyendo que el atentado había sido un éxito al ver salir del barracón un cadáver que intuyó era el de Hitler, se dirigió a Bendlerstrasse para comunicar a los conjurados que la operación estaba en marcha
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.
A partir de ese momento los sucesos se desarrollaron con la velocidad del rayo.
Eric había cumplido su cometido con brillantez. Tal como le demandó Schuhart, el transformador fue anulado durante dos horas. El comando lo constituyeron seis hombres que, perfectamente equipados, se desplazaron en un camión de la armada hasta las cercanías de Rastenburg, donde se hallaba una subcentral de conexiones. Todo funcionó como un mecanismo perfectamente engrasado. A la llegada les esperaba un oficial que estaba con los conspiradores y que, al entregarle la documentación que traían, les dejó el paso franco para realizar la operación pertinente. Eric había estudiado durante semanas los esquemas y los diagramas de las conexiones. Las torres metálicas estaban a cinco minutos de la pequeña central. El material que traían con ellos era de última generación. No fue difícil anular unas líneas y desviar otras, de manera que cuando llamaban de la central daba la sensación de que había un cruce que se estaba arreglando. Dos de los componentes, además de Eric, trabajaban con auriculares puestos y una boquilla de teléfono con la correspondiente rueda de números frente a la boca. Cada vez que se intentaba conectar desde la Guarida del Lobo surgía la voz de uno de los tres conjurados, para que no fuera fácilmente identificable, indicando en las llamadas convenientes que se estaba reparando una línea y permitiendo pasar, en cambio, llamadas de cercanías para asuntos sin importancia como eran los relativos a abastecimiento o intendencia. De manera que tardaran en darse cuenta de que estaban realmente aislados. Eric tuvo la certeza de que aquello no hubiera sido posible si dentro de la Wolfsschancze los conjurados no hubieran tenido otros aliados. Siguiendo las órdenes y a la hora indicada, las conexiones fueron reestablecidas y, moviéndose dentro de los vectores del código preestablecido, Eric llamó a Schuhart por línea secreta facilitada por Canaris y dijo la frase clave: «El guacamayo ya habla.» Luego, ya en Berlín, se despidió de sus camaradas, a los que conocía únicamente por sus números y, dejando el camión en la legación de la armada, se fue al piso de Blumenstrasse a esperar órdenes. En el viaje de regreso se habían desprovisto de sus disfraces de soldados de las SS, y había vestido cada uno sus ropas.
Lo primero que hizo al llegar fue poner en marcha el inmenso aparato de radio del salón de la casa de sus padres para seguir puntualmente las noticias que se darían sin duda al respecto del atentado. Tenía curiosidad por ver si las altas instancias decidían ocultar el hecho al pueblo alemán o por el contrario propalaban a los cuatro vientos la muerte del tirano. La llamada de Schuhart se retrasaba. Eric fue a la cocina y se preparó una gran taza de café negro muy cargado y, tomando un azucarero y una cucharilla, se instaló en el sillón orejero de su padre junto al Telefunken y se dispuso a esperar. La música se alternaba con boletines informativos referidos al frente de guerra y con temas que versaban sobre la actualidad berlinesa. En tanto esperaba, su mente divagó errática por muchos parajes. Estaba extrañamente tranquilo. En los días en que se preparaba el atentado, pensó frecuentemente en la responsabilidad que había adquirido frente a la historia al brindarse a ser una pequeña ruedecilla del engranaje que iba a derrocar al tirano. Luego, metido en la vorágine del entrenamiento, no tuvo tiempo de pensar demasiado. La tarea fue dura. Todo lo que conocía debía ser hecho cada vez en menos tiempo. El último día, los componentes del grupo especializados en el tema, consiguieron desmontar y montar un trasmisor-receptor en menos de nueve minutos. Por las noches, enfrentado a su destino, pensaba en Hanna. Sin duda estaba muerta y su consuelo era pensar que había muerto pensando en él. Por las noches, en el dormitorio que compartía con los que iban a ser sus compañeros de aventura, una extraña laxitud le invadía e imaginaba que su acción iba a devolver el honor de Alemania ante el mundo y vengar a la vez todas las atrocidades cometidas contra el pueblo de su amada. Su mente viajera, por afinidad, se fue a Sigfrid y después pasó, como en un calidoscopio retrospectivo, todos los tramos de su vida vividos junto a aquella familia que fue la suya en Berlín ya que, desde su época de estudiante y al residir sus padres en Essen, pasaba los días y las noches en casa de los Pardenvolk. ¡Que fácil fue enamorarse de Hanna! Su mente seguía hurgando en el recuerdo y se iba afilando hasta el punto que veía, más que recordaba, las escenas que su memoria le iba convocando, y lo hacía como la vieja Taxifoot de casa de sus padres en la que se entretenía de muy pequeño poniendo clichés de cristal en su portaobjetos y al darle a la manivela aplicando los ojos sobre el correspondiente visor y tras ajustado a sus dioptrías, aparecían los negativos ampliados, en relieve y en color sepia. Vio de nuevo a Hanna en la estación a su llegada de Viena, recordó las veces que hicieron el amor y la noche de su despedida. Luego le vino a la mente el submarino, su amigo Oliver Winkler y la madrugada que oyó en clave la horrible noticia.
A las 18.40 la entrevista que en aquel momento estaba haciendo un periodista deportivo a Leni Riefenstahl, la famosa directora de cine que había realizado los reportajes de la ya lejana Olimpiada, se detuvieron; la voz tensa del locutor anunció que el ministro de propaganda del Reich iba a dar una importantísima noticia al pueblo alemán, luego sonó una música solemne que a su vez se detuvo para dar paso a la metálica y chillona voz de aquel enano deforme
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. Eric, instintivamente, intentó ajustar el dial del aparato. La noticia fue como un mazazo. El Führer, dijo, ha sufrido un terrible atentado del que ha salido ileso. La divina providencia ha vuelto a demostrar la impotencia de los enemigos de Alemania y la invulnerabilidad de su líder. No dude el buen pueblo alemán que la victoria final está próxima. Finalmente añadió: «Los traidores, en su mayoría, ya han sido detenidos y la Gestapo dará con los que faltan.» A continuación comenzó a dar nombres de gentes que Eric jamás habría sospechado estuvieran implicados en el complot, añadiendo que, algunos, en su cobardía y ante la evidencia de los hechos, se habían suicidado. Los nombres de Canaris, Beck, Edwin Rommel, y otros saltaron a las ondas
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. De Stauffenberg dijo que había sido detenido en la comandancia militar del ejército en Bendlerstrasse junto al canal Landwehr, y que sería ajusticiado aquella misma noche, tras un juicio sumarísimo en el que no había negado nada y cerró su alocución anunciando que el mismísimo Führer se dirigiría a la nación a la una de la madrugada. El hábil Goebels sabía lo que se traía entre manos. El pueblo alemán, creyendo que la providencia había salvado, con una finalidad evidente, una vez más, a su líder, renovaba el pacto fáustico con él adquirido y se confabulaba obediente y dispuesto a seguirlo hasta la muerte.
Eric ya no quiso escuchar nada más y cerró el aparato. Ahora comprendía por qué Schuhart no le había telefoneado, y pensó que tarde o temprano irían a por él. Se dio cuenta de que, sin quererlo, su mente ya había trazado un plan alternativo cuidando aquella contingencia. Lo primero fue ir a su cuarto y tomar su pistola de reglamento, luego buscó en su cartera la fotografía de Hanna, papel de carta y dos sobres y llevó todo consigo al comedor. Después, con la pistola al alcance de la mano, se dispuso a escribir una larga carta. Lo escrito le ocupó dos cuartillas. Al terminar, dobló las hojas, ajusfándolas al tamaño del sobre. Finalmente tomó la fotografía de Hanna y tras mirarla largamente la besó metiéndola a su vez en el sobre; humedeció con la lengua la parte engomada y cerró la solapa, luego puso en la parte anterior, con letra de palo, la dirección de la casa de sus padres en Essen. Una vez terminada esta tarea, siempre con la pistola a su alcance, redactó otra misiva, ésta mucho más breve. Concluida la tarea y luego de releer el escrito, puso la dirección del destinatario en el sobre y lo cerró. Tomó la correspondencia y bajó prudentemente a la portería, depositando ambas cartas en el buzón general de la escalera a fin de que, al día siguiente, el portero, como de costumbre, las echara al correo. Luego regresó al piso, cerró puertas y ventanas, fue al botiquín del cuarto de baño y buscó una venda fuerte. Calmosamente ante el espejo, se vendó la cabeza, pegando el final de la misma con un ancho esparadrapo. Regresó al salón y, agachándose, tomó del estante un viejo disco, que era el favorito de Hanna, y lo colocó en el tocadiscos poniendo el plato en marcha. Finalmente puso a todo volumen el aparato y con la aguja buscó las últimas estrías a fin de que la música terminara pronto. Después se sentó en el sillón de su padre y lentamente amartilló el arma para que una bala pasara del cargador a la recámara, respiró hondo y, colocando la boca del cañón del 9 corto en la sien derecha junto a la venda, se descerrajó un tiro. La potente música impidió que el estampido alarmara a algún vecino, al cabo de nada el disco y la vida de Eric se detuvieron casi al tiempo.
AUGUST Y HANNA
Pasaron ocultos en la mina de magnesio veintitrés días. La conexión de Werner no falló. El doctor acudió y, dentro de la precariedad del momento, cuidó a Hanna con medios primitivos, pero la juventud de la muchacha hizo el resto y a las dos semanas era otra. Desde aquel momento, planearon lo que debían hacer y llegaron a la conclusión de que donde mejor se disimularían sería en Berlín. La capital, bombardeada como estaba y con montones de gentes de la periferia refugiándose en ella, era el mejor escondite, la policía no tenía tiempo de controlar aquella masa de inmigrantes que buscaban refugio en los lugares más insospechados. Y tanto Werner como Toni se encargaron de contactar con Poelchau.
En el suministro de intendencia también colaboró Toni. Venían de lugares separados y casi opuestos, el uno por el río y el otro en coche, este último lo dejaba a una distancia de ocho kilómetros, haciendo a pie el último tramo.
El restablecimiento de la muchacha coincidió con la noticia del atentado sufrido por Hitler. Werner había acudido a su encuentro con dos periódicos. Al leer los titulares August comentó:
—Lástima que no se lo hayan llevado por delante.
—Pobres todos los que han intervenido. El juez es el mismo que me envió a mí a Flossemburg.
—Eso es algo que se me escapa y que no entenderé jamás. Alguien poderoso debía de estar tras tu caso si no, aunque tuvieran la certeza de que no tenías nada que ver con las octavillas y aunque solamente hubiera sido para dar un escarmiento, este animal tenía que haberte condenado a muerte por intento de subversión y colaboración con terroristas —comentó Werner.
—Pues ten la certeza de que nadie se ocupó de mí. Si vieras lo que hicieron conmigo los de la Gestapo entenderías lo que te digo, más vale morirse antes.
En aquel momento, Werner indicó con el gesto que guardaran silencio; a lo lejos sonaba el ruido de un motor que subía una cuesta, luego se detuvo.
—Ése es Toni —comentó August reconociéndolo.
Al poco asomaba, por la senda que hasta allí trepaba, la panocha inconfundible que coronaba la cabeza de su amigo.
Llegó jadeante. Apenas cruzaron un saludo.
—Tenéis que largaros, hoy han husmeado por el pueblo. No venían a por ti. —Señaló a Hanna—. Era un registro rutinario. Han comprobado los nombres de la gente que aún no está en el ejército. Hay una orden de movilización general, somos contados los que por nuestro trabajo estamos exentos de defender el país. La guerra ya no es invasora, ahora es defensiva, dentro de nada el ejército ruso invadirá Alemania. Han llamado a filas a todos aquellos que puedan empuñar un arma desde quince a sesenta y cinco años, Hitler lo ha bautizado como el Volkssturm o «Ejército del Pueblo»
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, solamente se salvan los que trabajan en cualquier rama de la producción de guerra.