Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Los rusos sumaban dos millones y medio de soldados bajo el mando de los mariscales Sokolovski, Koniev y Zhukov en tanto que los alemanes podían oponer tan sólo doscientos cincuenta mil hombres de tropas heterogéneas reunidas entre la Luftwaffe, el Volkssturm y unidades de las Juventudes Hitlerianas. Berlín, por su parte, había conseguido reunir unos noventa mil hombres desigualmente armados y entrenados para su defensa, dispuestos a defender cada palmo de su ciudad con su vida y fieles al pacto fáustico que había sellado el Führer.
Tras cuatro días de intensos combates, el 20 de abril, la capital estaba al alcance de las piezas de artillería soviéticas.
Ese día era el cumpleaños de Hitler, que recibió en su quincuagésimo sexto y último aniversario, la sombría felicitación de los principales jerarcas nazis: Góering, Goebels, Himmler y Ribbentrop. Por la tarde un grupo de las Juventudes del Partido fue recibido por el Führer en los desolados jardines de la Cancillería con la tétrica música de fondo de los obuses soviéticos cayendo sobre Berlín. Fue el último acto del Tercer Reich antes de su definitivo colapso.
En poco tiempo, la situación militar alemana se agravó considerablemente. Los rusos llegaban a Bernau, Fürstenwald, Beelitz y Jossen, es decir ante las primeras casas de la enorme aglomeración ciudadana que era el gran Berlín. El éxodo de las columnas de fugitivos de la capital cobró toda su intensidad. La gente utilizaba caballos, coches, bicicletas, carros y toda clase de transportes. Patrullas de las SS fusilaban en las cunetas a cualquiera que intentara marchar de la ciudad en edad de tomar las armas. El aspecto de la capital era impresionante y trágico. Los hospitales y refugios estaban llenos de heridos y de enfermos. La ciudad carecía de comida y, lo que era peor, de agua potable. Y en las estaciones del metro se hacinaban miles de mujeres y niños depauperados junto a militares y civiles heridos.
Sin embargo, todavía se celebró, el 12 de abril, en el semiderruido Teatro de Conciertos, en la plaza de la Academia, una última representación musical. La gente acudió y escuchó el concierto en una sala sin calefacción, sentada en los asientos que habían traído consigo y sin despojarse de sus abrigos. En la primera parte se interpretó la última aria de
Brunilda
y se cerró la segunda con
El Crepúsculo de los dioses,
adecuado y melancólico gesto ante el inminente hundimiento del Tercer Reich. Presidió el acto el ministro Speer, que pocos días antes había impedido el reclutamiento de los ciento cincuenta componentes de la Filarmónica de Berlín en el Volksturm; eran los mismos intérpretes que el año anterior habían ofrecido, tras un accidentado viaje debido a la guerra y al diferente ancho de vía, una serie de conciertos en el Palau de la Música en Barcelona. En esta ocasión llevaron trajes oscuros en vez de sus habituales esmóquines ya que éstos, acompañando a los excelentes planos de la orquesta, las arpas, las famosas tubas de Wagner y las partituras musicales, habían partido de la ciudad tres semanas antes en un convoy secreto para ser escondido en Plassenburg cerca de Kumbach a 384 kilómetros al suroeste, de Berlín, con el fin de que los norteamericanos, en su avance, lo encontraran a su paso.
En Berlín se iban cerrando poco a poco las fábricas y casi todos los servicios se colapsaban. Algunos tranvías todavía funcionaban, el metro había interrumpido parte de sus recorridos excepto los destinados al transporte de obreros considerados indispensables para el resto de la industria de guerra. Ya no se recogían basuras y el correo iba dejando de entregarse. Los periódicos, a su vez, habían desaparecido de la circulación, el último fue sustituido por un libelo de cuatro páginas editado por orden de Goebels y que únicamente salió a la luz seis días, cuyo título,
Der Panzerbar,
«El Oso Blindado», hacía alusión al carácter tenaz y combativo que debían exhibir los habitantes del Gran Berlín. El 22 de abril la oficina de telégrafos, que llevaba funcionando cien años, cerró por vez primera en su historia. El último mensaje recibido venía de Tokio y su texto decía: «BUENA SUERTE PARA TODOS.» Ese mismo día partió para Estocolmo, desde el aeropuerto de Tempelhof, el último avión de Lufthansa, llevando nueve pasajeros a bordo. La ciudad se iba apagando poco a poco ante la inminente catástrofe. En los grandes almacenes Karstadt en Hermannplatz habían comenzado los saqueos.
Todo el ficticio entramado montado por el partido nazi, el Reich que debiera haber durado mil años, se desplomaba como un castillo de naipes.
Desde el día 21 de abril, y siguiendo los consejos de Goebels y de sus propios demonios interiores, Hitler decidió morir por su propia mano cuando ya la defensa de la Cancillería fuese insostenible. Desde el día 15 le acompañaba Eva Braun, su casi desconocida amante que, por su libre voluntad, escogió permanecer junto a su Führer en las últimas semanas de su vida. El día 25 la ciudad había sido ya completamente cercada, pero pese a la considerable desproporción entre las fuerzas soviéticas y las alemanas, la lucha se prolongó durante doce días. Los combates fueron particularmente intensos en Tempelhof, Charlottenburg, los puentes del Havel y en los distritos del centro junto a Postdamplatz y Friedrichstrasse. El día 29, con los rusos a unos quinientos metros del búnker, Hitler dictó su testamento político. Expulsó del Partido a Göering y a Himmler por traidores, y contrajo un efímero matrimonio con su fiel Eva Braun. Nombró jefe de Estado al gran almirante Doenitz y canciller del agonizante Reich a Joseph Goebels que al fin seguiría su misma suerte junto a su mujer, Magda, y sus seis hijos que había bautizado, en honor a su Führer, con nombres que comenzaban por H.
Al día siguiente, poco después de que las tropas rusas izaran la bandera roja en el ala este del Reichstag, a las 15.30, Hitler y su mujer se suicidaron. Sus cuerpos fueron incinerados con gasolina en el jardín de la Cancillería junto a un depósito de cemento.
A las 22.30 del 1 de mayo, unos sordos redobles de tambor precedieron un anuncio de radio Hamburgo que emitía la muerte de Hitler. Tras una pausa, la emisora radió un fragmento de la Quinta Sinfonía de Beethoven. En el encabezamiento su autor había puesto las siguientes palabras: «Así llama el destino a la puerta.»
Durante todos estos días, Hanna se refugió en casa de Poelchau, August se incorporó al Volksturm y fue designado a una ametralladora antiaérea y Karl permaneció escondido saliendo únicamente por las noches y yendo a los lugares que anteriormente se habían prefijado. Una tarde, August compareció en la casa sin previo aviso. La señora Schneider avisó a Hanna, que al menor timbrazo se escondía detrás de un falso tabique que se había construido mucho antes y que había salvado la vida a más de un judío. La muchacha, al saber que en hora tan extemporánea August la buscaba, acudió a la salita inquieta.
Acercó sus labios al barbudo rostro de su amigo, macilento y demacrado, y le dio dos besos a la vez que preguntaba:
—¿Pasa algo especial, August?
—Todo lo que ocurre estos días es especial.
—¿Entonces?
—Tengo muy malas noticias Hanna, tan malas que quisiera que reconsideraras la posibilidad de marchar de Berlín.
—Ya hemos hablado de esto muchas veces. En primer lugar, no tengo adonde ir ni manera de salir de esta ratonera.
—Déjame a mí. Te proporcionaré algún medio de alguien que se ponga en camino y en algún lado te meteré, aquí no puedes quedarte.
En aquel momento entró Poelchau, traía el rostro demudado y había oído la última parte de la conversación.
—Tiene razón August, las noticias que están llegando son terribles, la soldadesca rusa no respeta a nadie y parece ser que tienen vía libre para cometer toda clase de atrocidades No se salva nadie. La hermana Charlotte va a partir al frente de sus monjas, ha recibido noticias de la hermana Kuningunde, madre superiora de Haus Dahlem, clínica de maternidad y orfanato; lo que allí ha ocurrido es espeluznante, cuando llegó el segundo escalón de tropa compuesto por batallones cosacos y campesinos, fueron violadas monjas, mujeres embarazadas y madres recién paridas en una ordalía de lujuria contenida durante largos meses. Los rusos son muy primitivos, hay pobres muchachas que han sido violadas repetidas veces por un pelotón de hombres uno tras otro. Piensa, Hanna, que puede ser terrible. Quieren vengar las atrocidades cometidas por las SS en su país.
—Si quieres, las monjas, te harán un lugar entre ellas.
—No insistas, August si el padre Poelchau no me echa de su casa, me quedaré.
—Te lo ruego, piénsalo.
—Vente conmigo.
—Imposible, Hanna, Berlín aún resiste, en las afueras hay pelotones de las SS que fusilan a cualquiera que pretenda partir y todavía pueda empuñar un arma.
—Entonces te ruego que me dejes morir a mi manera, después de lo que he pasado, no hay nada en el mundo que me pueda asustar. He tenido mucho tiempo para pensar. Eric está por esos mares de Dios, mis padres en paradero desconocido si es que viven, Sigfrid muerto y Manfred en algún rincón de Italia, imagino que aguardando que esto se acabe. Solamente te tengo a ti, August, y no quiero perderte. Si es que no me apartas a patadas, me quedaré contigo. Recuerda lo del aforismo chino. Lo siento, no haberme salvado.
—Eres como una mula, Hanna y perdona.
August miró a Poelchau en demanda de auxilio.
—Hanna, aquí no te puedes quedar, y conste que no es por mí. Sé de buena tinta que suben piso por piso en las casas de los barrios que ya han conquistado. Los hospitales de la periferia están atestados de mujeres violadas, madres, hijas, y niñas pequeñas
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. Si no quieres irte debemos esconderte, y el único lugar que se me ocurre es donde está amagado Karl Knut. Han transcurrido varios meses y no han dado con su paradero, en aquel agujero se puede aguantar porque hay comida y los norteamericanos están llegando por el otro lado. Karl te protegerá por el momento y yo podré acudir. Cuando todo se desmorone, y no me controle nadie, tiraré este uniforme en algún basurero y me esconderé contigo hasta que salga el sol.
Hanna pensó un instante.
—Está bien, dame una pistola y me esconderé donde me digáis, hasta que vengas a por mí.
Las noches berlinesas, en cuanto cayó la ciudad, se convirtieron en una cacería de mujeres. Las madres ocultaban a sus hijas y ninguna mujer se arriesgaba a salir a la calle en horas que no fueran totalmente seguras y por motivos totalmente irremediables, como eran hacerse con botellas de agua, comida u otros artículos de primera necesidad. Los soldados adquirieron la costumbre de entrar en los búnkers e iluminar con linternas los rostros de las mujeres para llevarse a las más jóvenes o las más agraciadas. Con el paso de los días los límites de las violaciones y de la prostitución se fueron difuminando y muchas berlinesas tomaban amantes rusos a cambio de protección, comida o cigarrillos.
El sótano del Goethe resultó un escondite fantástico. Las conservas caducadas podían considerarse un festín en aquellos días. Karl cuidaba de Hanna y ésta no pisaba la calle por ningún motivo. El tronar de los obuses fue remitiendo y únicamente se oía el tableteo de las ametralladoras y la explosión de las bombas de mano. La batalla se libraba casa por casa y ya nada funcionaba. El jefe de la batería antiaérea que estaba al mando del puesto asignado a August le encargó llegarse a una cabina telefónica que el último día aún funcionaba y llamar al mando del grupo para que le dijeran si había llegado ya el momento de desmontar la ametralladora para retirarla a lugar más cubierto.
August, que previamente había previsto la posibilidad, decidió poner su plan en marcha y, aprovechando la coyuntura, desertó.
El pelotón del sargento Korneiev avanzaba registrando todos los edificios del barrio de Windscheid. Súbitamente le pareció observar como alguien desaparecía tras un montón de ruinas. El sargento ordenó al pelotón de cuatro hombres que fueran tras él. Agachándose bajo la reventada persiana metálica, se introdujeron en un local totalmente destruido que en tiempos debió de ser una bodega o algo parecido. En aquel instante, tras una trampilla, la silueta del hombre se esfumaba. Sin dar tiempo a que cerraran, un forzudo soldado tiró de la anilla e impidió que la tapa formada por cuatro trozos de parqué encajara en el rectángulo del suelo. La voz amenazadora y el rostro del sargento asomándose conminaron a los que se ocultaban en aquel escondrijo a salir a la superficie. Ante el pelotón, armado con fusiles Máuser, apareció en primer lugar el rostro de Karl Knut y tras él, el de Hanna. Los soldados se miraros con glotonería. Ambos salieron a la penumbra del destartalado local, brazos en alto.
El sargento chapurreaba alemán e indagó quiénes eran y qué había allí abajo. Karl le respondió, en un ruso básico, que era un buen comunista y que estaban allí escondidos de los alemanes, esperando a que las tropas rusas los liberaran.
—
Ya komunist, továrishi
—exclamó—,
i oná moiá zhená
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.
Cerró el puño y gritó dos veces:
—
Da zdravstvuyet Rossia! Da zdravstvuyet Stalin!
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Uno de los soldados fue a echar mano de Hanna y Knut, viendo que los motivos patrióticos no funcionaban, tentó al que parecía estar al mando.
—
Alt camarad! Smotrí shto u meniá yest!
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Bajó los brazos rápidamente y sacando la cartera del bolsillo extrajo de uno de los compartimentos para sellos un diminuto paquete que abrió. En la palma de su mano aparecieron dos brillantes.
El otro alargó la mano y pareció observarlos con desconfianza. Luego los mostró a sus hombres y cambiaron unas palabras en ruso.
—
Soglásien, ti mójesh idtí, a oná, niet
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—
No oná moiá zhená!
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—
Prastitie, Frau is Frau. Kogdá mi kónchim s niei, ti móz hesh vsiat yeyó
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Hubo unos segundos de tensión y los cuatro hombres, en tanto el sargento amartillaba su fusil, dejaron sus respectivas armas apoyadas en la pared y se dirigieron entre bromas hacia Hanna mientras el primero comenzaba a desabrocharse los pantalones.
La ráfaga sonó seca y corta desde la desvencijada persiana. Ra-ta-ta-ta, una pausa, luego otra vez Ra-ta-ta-ta. En primer lugar cayó el sargento, los demás lo hicieron cuando, al darse cuenta de que eran atacados, intentaron tomar sus fusiles. Hanna quedó sola en pie al lado de la trampilla, con las manos sobre la nuca, pálida como la misma muerte y descompuesta, los demás en las posturas más violentas y extrañas, uno doblado sobre el polvoriento mostrador, otro agarrado a la base de una columna y tres en el suelo. Fue inevitable: en su deseo de salvar a la muchacha, August había matado a Karl Knut.