La Saga de los Malditos (126 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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El arco iris

La guerra había finalizado tres años antes. Los acuerdos de Postdam repartieron a la capital de Alemania entre los vencedores: Norteamérica, URSS y Reino Unido a los que posteriormente se adhirió Francia. El proceso de Nuremberg había decapitado al nazismo y sus principales gestores habían sido colgados o sentenciados a diversas penas. Ribbentrop, Keitel, Kaltenbrunner, Rosenberg, Streiccher, Jodl y un largo etcétera fueron condenados a la horca de la que Góering y Ley se escaparon, porque antes de sufrir la ignominia se suicidaron. Los demás fueron condenados a penas de prisión y con el tiempo, excepto Rudolf Hess, todos fueron liberados.

Aquella mañana, un viejo encorvado, vestido con una americana que parecía hecha para alguien mucho más corpulento que él, esperaba, en la parte destinada a los visitantes que se abriera la puerta del otro lado del cristal y apareciera la persona que había ido a ver. Cada mes, y en el día que le era asignado, repetía la visita. Y cada vez la escena se repetía. La puerta se abría y Stefan Hempel comparecía, custodiado por un centinela de la nacionalidad que aquel mes tenía a su cargo la custodia de la cárcel de Spandau. El prematuramente envejecido era Leonard Pardenvolk.

La puerta se abrió y el centinela, en aquella ocasión inglés, se hizo a un lado para que el preso, vestido con un uniforme gris, se acercara a la ventanilla y descolgara el auricular que estaba a su derecha en tanto que el visitante hacía lo propio.

Al principio el diálogo era entrecortado y difícil, después se iba agilizando y cuando más fluido era, llegaba el momento de terminar.

Ambos hombres se miraron a los ojos.

—¿Cómo va todo, Stefan?

—Seguimos muriendo, Leonard. ¿Cómo estáis los que vivís en el mundo?

—Pasando mucha penuria. Levantar este país va a representar un esfuerzo titánico, ríete de lo que fueron las condiciones del Tratado de Versalles luego de la guerra del 14 al 18.

Hubo una larga pausa. Ambos hombres sentían por el otro un afecto entrañable. Cada uno había pasado por situaciones terribles y, pese a sus discrepancias, su amistad siempre había prevalecido.

Leonard, por decir algo, argumentó:

—Ya todo pasó, Stefan. ¿Qué harías fuera que no puedas hacer aquí dentro? ¿No decías que algún día querías escribir tus memorias? Mejor ocasión no tendrás. Nadie te molesta ni te interrumpe. ¿Por qué no lo intentas?

—Porque para hacer algo hay que ser libre y hacerlo en el pleno ejercicio de tus derechos y además porque para escribir unas memorias hay que recordar y prefiero correr un velo tupido sobre lo que he vivido, porque de no hacerlo me volvería loco. —Hizo una pausa y luego añadió—: Has de reconocer que hasta que la guerra terminó no tuvimos idea fidedigna de lo que ocurría en los campos y al principio el nacionalsocialismo no fue eso. A mí me han encerrado por ejercer la medicina. Yo no tuve la culpa de salvar a la hija de Heydrich y que éste me obligara a acompañarle a Checoslovaquia, lo que para mí representó un destierro. La ley la hacen los vencedores, ¿qué tribunal juzgará algún día a los americanos por haber exterminado a los indios? ¿Y a los rusos por las salvajadas cometidas en Siberia? Yo te lo diré, nadie y nunca. Pero tienes razón, me da igual estar fuera que dentro. Anelisse ha muerto y mi mundo está acabado.

—Nuestro mundo, Stefan, nuestro mundo, yo también perdí a Sigfrid, y Gertrud no se ha repuesto ni se repondrá jamás. Y de no ser por ti habría perdido a Hanna.

—Pero te quedan dos hijos, a mí no me queda nada.

—Te queda mi familia que es la tuya y seis años pasan pronto, todavía reanudaremos nuestras charlas y nuestras partidas de ajedrez en la pequeña biblioteca que ahora tengo.

—¿Cómo os habéis arreglado?

—Vivimos en lo que era la casa de los guardas. Del resto, como tristemente sabes, solamente ha quedado en pie el torreón.

Una muchacha jovencita se asomó a la parte posterior de la casa donde Hanna intentaba arreglar con un rastrillo unas tomateras que se encaramaban por unas cañas. Lo que anteriormente había sido un cuidado parque, ahora era un huerto del que los Pardenvolk sacaban verduras y hortalizas.

—Señora, una mujer que no ha querido decir su nombre quiere verla.

Hanna, mientras se quitaba unos gruesos guantes y los dejaba en un cestillo junto a una pequeña azada, unas tijeras y otros artilugios de jardinería, respondió:

—Hazla pasar a la salita, no estoy para que me vea nadie.

La chica, que era una nieta del fallecido Herman, se dirigió al interior de la pequeña construcción en tanto Hanna se deshacía del viejo delantal y se retiraba un rebelde mechón de pelo que le caía sobre la frente.

No se le ocurría quién podía ser la visitante. Su hermano Manfred estaba como cada mañana trabajando en el aeropuerto de Tempelhof
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ayudando a coordinar el río de alimentos que entraba por el puente aéreo organizado por los norteamericanos con el fin de burlar el bloqueo soviético. Su cuñada Esther trabajaba como intérprete de inglés, polaco e italiano en el cuartel de la zona y dedicaba su tiempo en particular a atender las cantidades de judíos desplazados que buscaban noticias de sus familias. Su madre, los días que estaba bien, bajaba, si el tiempo lo permitía, hasta el jardín e iba indefectiblemente a visitar las ruinas de la vieja casa. Su padre, como cada día 15, había marchado muy de mañana a Spandau a visitar a tío Stefan, condenado en Nuremberg a diez años de cárcel y August, asignado a la zona inglesa, se ocupaba de racionalizar las tareas de estudio de los niños alemanes que habían perdido a sus familias.

Hanna se recogió el pelo y, alisándose el vestido, se dirigió a la salita. A través de la abierta puerta observó a la visitante. Era una mujer de unos cincuenta y cinco o sesenta años, totalmente vestida de negro, que al verla fue a su encuentro.

—Perdone señora, ¿nos conocemos?

—Yo sé quien eres tú, la fotografía no te hace justicia.

—No la entiendo, pero siéntese, por favor.

Ambas mujeres se sentaron. La visitante, en el sofá que había bajo la ventana y Hanna lo hizo en el silloncito del extremo.

—Usted me dirá.

La mujer metió la mano en su bolsón negro y extrajo una carta.

—Creo que te debo esto. —Y al decirlo alargó a Hanna un sobre.

Hanna lo tomó cuidadosamente y leyó en su parte anterior:

«Sra. Dña. Jutta Branner de Klinkerberg.»

Las manos de la muchacha comenzaron a temblar nerviosas.

Alzó la vista y pudo ver cómo los ojos de la visitante sonreían levemente y su cabeza hacía signos asintiendo.

—Soy la madre de Eric. Creo que te debía esto y también se lo debía a su memoria. Eric murió.

—Lo sé, vino a verme un compañero suyo, el alférez Oliver Winkler, y me comunicó su muerte. Creo que fue en el mar.

Una sombra cruzó el rostro de la enlutada mujer.

—No hija, tal vez eso fue lo que quiso su compañero que creyeras, pero su muerte fue mucho más honorable. Mi hijo fue un hombre de honor y si en algo dudó al principio de este drama que ha resultado ser el nazismo que desencadenó el infierno sobre Alemania, fue culpa mía. Lee.

Hanna abrió el sobre, y en cuanto sus ojos vieron la caligrafía de Eric, comenzaron a manar un atlántico de lágrimas.

La carta decía así:

Querida madre:

Llegado al punto culminante de mi vida ése en que el hombre debe enfrentarse a su destino, los fantasmas del pasado me acechan y temo los misterios del futuro. Le escribo estas letras que serán mi último abrazo de despedida.

La educación que recibí de sus manos, ya que mi padre estaba casi siempre ausente, me forjó una idea de mi patria como algo inmarcesible que venía a ser algo así como mi segunda madre. Crecí en su amor y tanto mi hermana como yo aprendimos a amarla hasta la exageración. Todo giraba alrededor de Alemania.

Cuando los nazis alcanzaron el poder, de sus labios oí mil veces que por fin la patria se levantaría y se sacudiría el yugo esclavo que las injusticias de las naciones habían colocado sobre sus hombros. Con esta idea abandoné Essen y partí para la universidad de Berlín a completar mi formación.

Aquí, madre, pude comprender, pese a que la siembra era muy fuerte, que habían otras opciones y que habían gentes que pensaban diferente. Cuando en el 33 Hitler golpeó con su puño la mesa de las naciones y puso en pie a Alemania, me sentí dichoso y los desmanes que se cometieron al principio los atribuí al nacimiento de algo nuevo y maravilloso. En la universidad me reencontré con un muchacho estupendo, a quien había conocido en los campamentos, y enseguida fui amigo suyo.

La única dificultad que se me ocurría atribuirle era que su padre era judío y, como usted una y mil veces me había prevenido contra estas gentes, al principio lo miré con recelo. Pero conocí a su familia y a cada día que pasaba me fui convenciendo que cada cual es cada cual y que aquella gente era tan buena como lo podía ser lo que usted llamaba un buen alemán.

Recuerdo que en el 36 fui a casa antes de la Olimpiada y estuve a punto de hablar con usted porque por primera vez me había enamorado, pero conociendo sus recelos no me atreví; con quien sí hablé fue con Ingrid, haciéndole jurar que me guardaría el secreto.

Mi amigo tenía una hermana, una criatura maravillosa de la que era muy fácil enamorarse; no es que fuera hermosa, hay muchas muchacha bonitas en Berlín, es que era inteligente, buena, entera, y sobre todo justa, terriblemente justa; en fin, madre, el justo anillo para mi dedo. Un buen día le declaré mi amor y, ¡oh dioses, me correspondió!

Viví feliz aquellos días, los mejores de mi vida, y desde luego pensé en hablar con usted y con mi padre en cuanto tuviera ocasión. Supuse así mismo que al principio se opondrían, pero también sabía que cuando la conocieran todos sus prejuicios se desharían como la cera en el fuego, así que decidí no preocuparme hasta que llegara el momento.

Pero de repente estalló todo mi mundo en mil pedazos y comenzó esta locura que ha sido y es esta guerra. Como sabe bien, me incorporé al arma submarina y, prescindiendo de quien mandara y cómo lo hiciera, intenté cumplir con mi deber de buen alemán tal como usted me había inculcado.

Entonces fue cuando tuve la evidencia de que nos mandan una panda de asesinos desalmados. Cogieron a Hanna en la universidad y la encerraron en un campo, déjese de paños calientes y tergiversaciones, de exterminio. Hace unas semanas, viniendo desde mi base a Berlín, lo pude comprobar viendo un tren en el que iban arracimados como animales al matadero una ingente cantidad de judíos. Entonces en mi cabeza fue bullendo un algo inconcreto que se fue convirtiendo en un odio acerado y frío, cuyo catalizador fue la opinión de hombres muy importantes que no quiero ni debo nombrar y de cuyo amor a Alemania no puedo dudar; ellos fueron los que dieron sentido a mi vida confíandome una misión sagrada que cumplir. He sido, madre, y lo digo con orgullo, una ruedecilla insignificante de la maquinaria que ha intentado salvar Alemania anulando al tirano.

Cuando esta carta llegue a sus manos, para bien o para mal, todo habrá terminado. La radio ya ha dado nombres y han comenzado las venganzas, tildando de traidores a hombres heroicos a los que la historia hará justicia. No quiero morir en el deshonor. Cuando acabe de escribir esta misiva para usted me quitaré la vida. No quiero ser colgado como un cerdo para escarnio de los míos y vergüenza pública. Si llega a tiempo, le ruego acuda a Berlín, si es que puede, y se ocupe de enterrar mis restos, dé parte al juez y diga que la llamé por teléfono anunciándole mi decisión. No habrá problemas. Es innumerable la cantidad de oficiales alemanes de todas las armas que en estos días toman la misma senda que voy a tomar ahora.

Cuando esto acabe, haga por acercarse a la casa de los Pardenvolk, la dirección está en el reverso de la fotografía, búsquelos y entérese qué ha sido de ellos.

Y si, por aquellos milagros, Hanna hubiera sobrevivido a este holocausto dígale que la amé hasta la extenuación y que muero con su nombre en el pensamiento, en el corazón y en los labios.

Un beso a mi padre y a Ingrid y usted reciba todo el amor filial de su hijo que siempre la adoró.

Eric

En aquel instante llegó August. Se quedó parado en el quicio de la puerta observando la extraña escena.

Su mujer hecha un mar de lágrimas en presencia de una desconocida.

—¿Qué ocurre, querida?

Hanna se enjugó las lágrimas y dijo simplemente:

—Es la madre de Eric. —Y volviéndose a Jutta añadió—: August, mi marido.

Y sin añadir una palabra le entregó la carta.

August la leyó con atención.

—Señora, su hijo fue un héroe, Hanna lo quiso mucho. En honor a la verdad, debo admitir que de haber sobrevivido yo me hubiera retirado, luchar contra un mito es muy difícil.

—No digas eso, August.

La dama de negro no decía nada.

—Se lo voy a demostrar. Hanna, ¿dónde está el niño?

—Imagino que donde siempre, jugando con su prima Angela en el agujero de la bomba.

—¿Sabe cómo se llama mi hijo?

—¿Cómo? —dijo la mujer.

—Eric.

—Me gustaría conocerlo.

Salieron al jardín. Al fondo dos niños hacían una cabaña. Los tres se acercaron al cráter que había dejado la bomba. Hanna los llamó. Los crios subieron las paredes del agujero haciendo el remolón.

—Eric, da un beso a esta señora.

El niño miró a su madre y obedeció.

—¿Yo también? —preguntó Angela, la hija de Manfred y de Esther.

—Tú también.

La mujer miró fijamente a la parejita y después besó a la niña.

—Sois el futuro de Alemania, no dejéis que nadie disponga de vuestras vidas ni hagáis caso a nadie que predique el odio. Sed siempre como sois ahora.

Los niños se miraron sin comprender.

Una semana después, en un pequeño cementerio de la periferia, junto a una tumba, se veía un grupo formado por ocho personas. Hanna y August, Esther y Manfred, Leonard, Jutta, la madre de Eric, e Ingrid, su hermana. El padre Poelchau conducía la oración.

Al finalizar la misma, Hanna se adelantó y depositó una rosa roja sobre la lápida que cubría la sepultura y en la que en letras góticas se podía leer:

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