La Saga de los Malditos (121 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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A toda velocidad, y con las sirenas que anunciaban incursión aérea sobre Berlín aullando como locas, el coche oficial, que había recogido a Sigfrid en Delbruckstrasse, se dirigió, por indicación de éste y conducido por un hombre de las SS, a Markgrafenstrasse junto a Krakenhause, donde se encontraba la antigua villa remozada de una soprano judía, ésta había sido su residencia en los últimos tiempos.

Hans Brunnel iba en el asiento de atrás junto a él. En un momento dado, extrayendo de su bolsillo la pequeña llave, le soltó las esposas. Se justificó diciendo:

—Ahora somos socios, espero que no me obligue a reconsiderar mi decisión.

—Yo he cumplido la parte del pacto que me corresponde y voy a cumplir el resto. Espero, Brunnel, que usted haga otro tanto.

—Descuide, siempre pago mis deudas de juego.

Cuando estaban llegando a su destino, Sigfrid indicó al conductor que aparcara el coche junto a la cancela de hierro del pequeño jardín de detrás. Brunnel, al reconocer el lugar, comentó:

—Recuerdo haber venido aquí más de una vez.

En la lejanía, el ruido de las bombas ahogaba sus palabras. Al descender del vehículo y luego de ordenar al conductor que aguardara en la esquina de la calle, añadió, refiriéndose al bombardeo y mirando al cielo:

—Es imposible acertar cuándo van a venir ni qué barrio van a atacar. Mejor así, nos conviene que estén ocupados mientras terminamos nuestro negocio.

Ambos hombres se encontraron en la calle en tanto el coche se alejaba.

Sigfrid acusó los destrozos que las bombas habían causado en aquel otrora barrio tan tranquilo. Su casa estaba en pie y esto era lo importante.

Metiendo el brazo entre los barrotes de la verja, Sigfrid hurgó con su diestra la tierra de una maceta que estaba junto a ella y al poco dio con la llave de hierro de la cancela. Brunnel seguía atentamente sus maniobras. Metió la llave en la cerradura de la puerta y, forzándola, la obligó a girar entre gemidos debidos al poco uso. Ambos hombres penetraron en el jardín dirigiéndose a la puerta de la galería en la que no quedaba cristal alguno. El interior estaba lleno de polvo pero las cosas se veían en su sitio. Brunnel indagó:

—Y ¿ahora?

Sigfrid, sin responder, se dirigió a la chimenea y arrimando su rostro a la campana metió su mano por el tubo. El otro lo observaba sin perder un gesto. El rostro de Sigfrid se iba perlando de sudor en tanto reflejaba el rictus de una duda.

—¿Qué ocurre, tal vez ha huido la mercancía?

Apenas Brunnel pronunció estas palabras cuando ya en la mano de Sigfrid aparecía un paquete forrado de hule negro y atado con una serie de gomas elásticas.

—Los objetos no tienen piernas. Aquí está mi pequeña fortuna.

—Querrá decir nuestra pequeña fortuna.

Sigfrid no respondió, se llegó al interruptor pero la corriente estaba cortada. Entonces, variando de criterio, arrimó una mesilla portátil a la puerta de la galería para que la débil claridad exterior le alumbrara a la vez que en la mano de Brunnel apareció una linterna con cuyo haz de luz iluminó las manipulaciones de Sigfrid. Poco a poco el muchacho fue soltando las resecas gomas y deshaciendo los pliegues del hule negro. Antes de deshacer el último, depositó la mercancía en la mesa. Ante los asombrados ojos del otro, aparecieron dos paquetes de dólares americanos y uno de libras esterlinas; entre los dos habría una pequeña fortuna. Sin embargo no fue esto lo que captó la atención del militar e hizo que en sus ojos apareciera un brillo especial. Sigfrid desenvolvió otro paquete que se hallaba dentro del primero y esparció, bajo la luz de la linterna, una docena de piedras cuyos fulgores iridiscentes obligaron a lanzar un silbido de admiración a Brunnel. En aquel instante, por la mente de cada uno pasaron pensamientos diferentes. Sigfrid contó rápidamente las gemas y llegó a la conclusión de que faltaban tres. Recordaba perfectamente cómo, el día de la huida, comentó con sus amigos que si a alguno le hacía falta coger alguna, allí quedaba a disposición de todos. August había partido para Grunvald e ignoraba si había regresado con vida, Vortinguer y Glassen habían muerto; únicamente quedaba Karl Knut. Posiblemente, y en estado de necesidad, había regresado tomando lo justo del paquete y dejando el resto. Lo cual indicaba que por lo menos durante un tiempo estuvo vivo. Brunnel pensó otra cosa. Allí no habría testigos. Si salía de la casa con Sigfrid y lo llevaba hasta el coche, la incómoda presencia del chófer hipotecaría su proceder, limitando su maniobra y creando un incómodo espectador. La suerte estaba echada. Desenfundó lentamente su Luger y se apartó de Sigfrid.

—Bueno, querido amigo, esta historia se ha acabado y reconozcamos que ha durado demasiado. Ha jugado con fuego durante mucho tiempo y esta vez tiene malas cartas.

Una miríada de pensamientos pasaron por la mente de Sigfrid en tanto analizaba la situación. Realmente su instinto de jugador le avisaba de que no llevaba cartas para aquel envite. Intentó un farol.

—Me equivoqué con usted, Brunnel, nada hay que me moleste más que sentarme a jugar una partida con un truhán. Yo creí que era un caballero y por lo que veo me equivoqué.

—Querido amigo, las circunstancias no dan para más. Como comprenderá, en este envite está en juego mi futuro y el suyo, y entre ambos no tengo opción. Sin embargo, debo reconocer que siempre me cayó usted bien.

—Y yo debo reconocerle que he sido un imbécil al pensar que era usted un hombre de honor. Olvidé que es usted un nazi y que ambos conceptos son contradictorios.

Sigfrid intentaba ganar tiempo desesperadamente. La luz de la linterna le hería en los ojos, pero de refilón vio el brillo de las piedras sobre la mesilla.

—Yo seré un nazi vivo y usted un caballero muerto. Como comprenderá, entre ambas opciones no hay elección posible.

—Tengo otra oferta que hacerle Brunnel. Déjeme aquí y llévese todo esto —señaló a las piedras—, ya me las arreglaré.

—Lo siento, es un lujo que no puedo permitirme, sabe Dios cómo acabará todo esto. El mañana es muy largo y no puedo dejar a mis espaldas testigos de cosas tan comprometidas. ¿Creía usted realmente que pensaba comparecer ante mis superiores diciendo que un prisionero tan valioso se me había escapado luego de hacerme dos documentaciones falsas? Lo siento amigo mío, es usted un incauto. Si cree en algo, rece.

Todo ocurrió en un segundo. A la vez que Sigfrid, dando una patada a la mesilla lanzaba los brillantes por la rota ventana esparciéndolos por la alta hierba del jardín, un exabrupto salía de la boca del capitán, y un fogonazo seco, del cañón de la Luger, iluminando la estancia y haciendo que un empujón brutal derribara a Sigfrid de espaldas. Brunnel, tras observar cómo caía, se precipitó al exterior maldiciendo su suerte. Sigfrid agonizaba. Un florón de sangre roja iba ganado espacio en la pechera de su camisa en tanto una sonrisa incrédula asomaba a sus labios de jugador. Toda su existencia pasó en un momento ante él. Recordó a todos los suyos, pensó en sus padres, en las vidas truncadas de sus hermanos y en el terrible precio que habían pagado por ser judíos. Pensó en su amigo Eric, en el fiel Karl y en el insospechado personaje que había resultado ser August. Apareció difuminada ante sus ojos su lejana niñez y pensó en Alemania, su querida patria que aquellos infrahumanos habían convertido en la vergüenza del mundo civilizado. Súbitamente pensó que la debilidad de la sangre perdida le hacía ver visiones.

Numax, el gran macho del parque, estaba hambriento. En aquella selva de ladrillo y hierros retorcidos en que se había convertido la orgullosa capital del Tercer Reich no había caza. Hacía dos días se había ocultado en un pequeño trozo de frondosidad y en aquel momento un animal, el más torpe de la selva, venía hacia donde él se hallaba, sin ventear antes las circunstancias ni tomar precauciones. El miedo al ruido de las explosiones le aterraba, pero el hambre le acosaba y le obligó a atacar.

Brunnel, agachado intentando recoger las gemas esparcidas y ocultas entre la hierba, vio cómo una sombra parda, emitiendo un rugido que le heló el alma, se abalanzaba sobre él. No tuvo tiempo de nada, las gigantescas fauces se cerraron en su cuello y allí terminó todo.

Sigfrid se moría y en la elucubración de su cerebro le pareció ver que su enemigo, como si de un muñeco se tratara, era arrastrado por un inmenso felino hasta ocultarse tras los arbustos de su jardín. Luego, por el boquete del pecho, se le escapó la vida y cerró los ojos.

ERIC

Luego de estar recluidos tres semanas en la estación de esquí de montaña, Eric y su amigo Oliver regresaron a Berlín.

Las ideas se habían ido aclarando en la cabeza del marino y tenía muy claro cuál era su obligación respecto a Alemania.

Al día siguiente y después de contactar con Schuhart, comunicó a Oliver que se quedaba en tierra.

—Pero ¿es que acaso has solicitado un cambio de destino? —indagó su amigo.

—Desde luego que no. Lo único que puedo decirte es que ni el comandante ni yo regresamos al submarino.

—Pues no sabes lo que me fastidia la noticia, hasta el punto de que yo sí voy a solicitar nuevo destino. No tengo ganas de conocer a un nuevo comandante ni comenzar una singladura de siete u ocho meses por el Atlántico norte sin los pocos ratos de ocio que me brindaba tu amistad. ¡Esta guerra es una mierda!

De momento, así quedó la cosa. Ambos amigos se separaron aquella mañana y Eric fue consciente de que estaba a punto de cerrar otro capítulo de su vida y que tal vez aquella fuera la última ocasión de abrazar a Winkler.

Por la tarde lo citó Schuhart en su despacho. Acudió a la cita llegando, como era su costumbre, cinco minutos antes. Tras los trámites de rigor, se encontró sentado frente a su jefe. En aquellas jornadas, la mirada de Schuhart había cambiado y una tensión inusitada parecía agobiarle.

—¿Qué tal ha ido ese descanso, Klinkerberg?

—No ha sido descanso, mi comandante, la verdad que me he sentido como si me hubieran metido en una cárcel.

—¿No ha ido su amigo Winkler con usted?

—Cierto, pero es que resulta que luego de doscientos noventa y seis días de navegación ya nos lo hemos contado todo.

—¿No se le habrá escapado algo referente a lo hablado en el despacho del almirante?

—Descuide, sé muy bien lo que he de callar; amén de que no quisiera comprometer a mi amigo. En asuntos como el que nos atañe, se está voluntariamente o no se está.

—Me gusta oírle hablar así. Ahora prepárese a saber muchas cosas que comprometen a mucha gente. Cuando se las haya explicado ya no podrá dar marcha atrás. ¿Está dispuesto a ello?

—Dispare, comandante, soy todo oídos.

Obligadamente, Schuhart se dispuso a explicar a su subordinado únicamente una parte del complot para derrocar al tirano; fuere porque era obvio que muchas cosas por el momento debían quedar en el más profundo secreto o fuere porque también era consciente de que Canaris le había explicado a su vez una parte del total de la arriesgada empresa y hasta el final, y si ésta llegaba a buen fin, no se sabría en su totalidad. Schuhart sabía que si salía con bien de aquel lance y vivía años, la historia iría revelando pormenores de cómo se gestó todo.

—Está bien, Eric, marquemos el rumbo y vayamos al encuentro del convoy.

La mirada del teniente Eric Klinkerberg no podía denotar más atención.

—Usted sabe lo que son los compartimentos estancos en un submarino, ¿no es cierto?

—Evidentemente, mi comandante.

—Hágame el favor de explicarme para qué sirven.

Eric lo miró extrañado, sin embargo decidió seguir el juego de su superior hasta el final.

—Está bien, señor. Se supone que una carga o un torpedo pueden dañar la nave y hacer que se abra una vía de agua. Si el submarino no estuviera compartimentado, sería el final para todos; de esta manera, al cerrar las compuertas herméticas, el agua no progresa, así que la nave queda reducida en su eslora pero el resto de la tripulación queda a salvo.

—Perfecto, Eric. Y ¿sabe usted la orden que debe dar un buen oficial en caso de que algunos de sus hombres se encuentren atrapados en la parte inundada?

—Evidentemente, comandante. La orden será «cierren compuertas» y a continuación los números pertinentes a las que se deben cerrar.

—Entonces...

—Salvo la vida del resto de la tripulación a costa del sacrificio de unos pocos.

—¿Aunque entre estos pocos estuviera un íntimo amigo suyo?

—Así es, mi comandante.

—Muy bien, Eric, ahí quería llegar. El gran submarino del Reich se hunde. Unos deben morir, si llega el caso, para que otros puedan vivir e inclusive me atreveré a añadir que los que tengan que morir lo hagan pronto para que los que sobrevivan puedan hacerlo con dignidad. ¿Me explico?

—No del todo, mi comandante.

—Enseguida aclararé sus dudas, Eric. Se está preparando un complot para derrocar a Hitler, las piezas se están ensamblando y cada una debe saber cuál es su misión y conocer lo mínimo de la siguiente, por si fuera necesario cerrar las compuertas para salvar al resto en caso de ser descubiertos y tener que abortar la operación antes de poderla llevar a cabo.

—Ahora sí voy comprendiendo.

—No crea que yo lo sé todo, creo que solamente una o dos personas tiene el plan completo en la cabeza. Lo que sí le adelantaré es que hay en el empeño muchas personas importantes y, por la confianza que me merece, le diré que en el asunto se encuentran mariscales de campo, generales, almirantes, diplomáticos destacados y representantes de las iglesias cristianas.

Aunque esperaba algo muy gordo, la revelación dejó anonadado a Eric. De cualquier manera, decidió seguir adelante.

—Le dije, mi comandante, que iba con usted al fin del mundo; ahora, y después de tener la certeza de lo que está pasando, me ratifico en ello. Lo que se me escapa es lo que yo pueda aportar al conjunto.

—En su momento se le informará de todo. Pero a grandes rasgos le diré que el día convenido, y al frente de un comando compuesto de especialistas, su obligación consistirá en enmudecer la radio y los teléfonos de cierta parte de Prusia oriental y mantenerlos durante un par o tres de horas en ese estado.

—¿Cree usted, mi comandante, que a estas alturas será efectivo apartar del poder a Hitler?

—No estoy capacitado para responder a esta pregunta pero confío en aquellos que sí lo están. Y pienso que los aliados se avendrán a otorgarnos una paz honrosa si les ofrecemos la cabeza del tirano, pues eso creo que es Hitler. Voy a decirle más: el año pasado hubieron conversaciones en Casablanca y la condición sine qua non era ésta
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