Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—Entonces, comandante, ¿qué es lo que debo hacer de inmediato?
—Se recluirá usted en un centro de la armada y convivirá con los hombres que deberán acompañarle. Allí recibirá un cursillo acelerado de manejo de explosivos y tácticas de comando por si fallaran nuestros cálculos y hubiera que hacer el trabajo, digamos que basados en la fuerza y no en el engaño.
—¿Para cuándo debo estar listo?
—A mediados del próximo mes de julio las piezas del rompecabezas deben estar preparadas.
La gran conspiración para eliminar a Hitler estaba gestándose. Liderada por el coronel Klaus Schenk von Stauffenberg y secundada por una pléyade de importantes personajes de todos los estamentos, se había puesto en marcha la operación Walkiria. Ninguno de los conjurados imaginaba en aquellos momentos el dramático final que les aguardaba
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.
MANFRED Y ESTHER
La represalia llevada a cabo por los alemanes el 24 de marzo de 1944 en Roma fue terrible. De las cárceles de la Via Tasso y de Regina Coeli fueron trasladados trescientos treinta y cinco presos, debidamente esposados para impedir cualquier maniobra, en vehículos de la Cruz Roja, hasta las fosas Adreatinas y allí fueron fusilados. Al mando de la ejecución estuvo el mayor Herbert Kappler, segundo del general Wolf.
Pese a los esfuerzos de incontables personas de todos los estamentos sociales como la condesa Agnelli, el padre Leiber, Eugene Dollman entre otros muchos, la rabia de Hitler desbordó los lindes de la irracionalidad y la sentencia se llevó a cabo.
El teléfono de Pfeiffer sonó. Al otro lado del hilo estaba el padre Nasalli Rocca
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, que era el confesor titular de Regina Coeli.
La voz sonaba agitada.
—Pankracio, todo ha terminado, los han fusilado hace una hora. Han muerto trescientas cincuenta y cinco personas, entre otras el padre Papagallo que se ha negado a abandonarlos, ¡es terrible
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!
A lo primero, el salvatoriano se quedó sin habla, luego reaccionó:
—¿Cómo no me has avisado antes?
—Era inútil, ni siquiera el Vaticano ha podido impedirlo.
—¿Entonces?
—Se va a desencadenar una persecución terrible en la que se conjugarán fuerzas encontradas. De un lado, la dominación alemana dará sus últimos coletazos ayudados por los milicianos del fascio, y por otra los partisanos querrán sacar partido de la situación antes de que entren los aliados. Cualquiera que haya participado, directa o indirectamente, en el atentado de Via Rassella está condenado a muerte. Ahora, además, también son buscados por las familias de los asesinados. Todo es un caos. Me ha llamado Carminatti, Leiber quiere verte urgentemente.
—Y yo necesito verle a él, tengo escondido un recomendado suyo que me envió con una nota manuscrita; si las cosas son como me cuentas, está en un callejón sin salida. Voy para allá.
Los acontecimientos de aquellos días estuvieron guiados por la locura y, aunque al principio el destino pareció ser contrario a Manfred, finalmente una terrible circunstancia vino a ayudarle.
Cuando comunicaron a Leiber que Pankracio Pfeiffer había sufrido un accidente de moto al ir a su encuentro atravesando el caos de Roma, y que en estado gravísimo únicamente solicitaba su presencia, acudió inmediatamente a su lado.
El hospital era un desconcierto. La influencia del alto prelado le facilitó la entrada en aquel laberinto. El doctor Amalfio, cirujano jefe, le recibió en su despacho. Tras los saludos de rigor, la conversación fue concisa.
—La ciencia nada tiene que hacer; al padre Pfeiffer le queda poca vida. La moto lo ha arrollado y el impacto en el hígado ha sido tremendo. Ha perdido mucha sangre. En los días actuales y con los medios de que disponemos, no hay esperanza, únicamente abre la boca para llamarlo a usted.
—Lléveme a su lado.
El galeno en persona salió de detrás de su mesa y condujo al prelado a través de pasillos atestados de camillas, en la que gemían heridos a la espera de ser atendidos, hacia la pequeña habitación, que no era más que la sala de curas de un quirófano adyacente donde, cubierto con una sábana, en una camilla de ruedas, agonizaba el padre Pankracio Pfeiffer. El prelado se acercó a su costado en tanto el médico se retiraba respetando la confesión del moribundo. Al tacto de la cálida mano de Leiber sobre la suya, el salvatoriano abrió los ojos; al distinguir el noble rostro de su amigo y superior, pareció sonreír.
—¡Gracias por acudir, padre!
—¡Qué desgracia más grande, hermano! ¿Cómo ha ocurrido?
La voz de Pfeiffer era un susurro, al punto que el jesuita tuvo que arrimar su oído a la boca del moribundo.
—Nada importa eso ahora. La providencia así lo había dispuesto... hay poco tiempo y mucho que hacer.
—Dígame lo que quiera, hermano.
La voz de Pfeiffer era un gorgoteo.
—Tengo amagado en el convento, en las celdas de los legos, a su recomendado; si no le ayuda a escapar de allí, lo encontrarán y unos u otros lo lincharán. He visto la calle llena de su rostro repetido en mil carteles. Ayudó a escapar a los del atentado que tantas vidas ha costado, es un muchacho joven, idealista y su alma está muy herida. Queda bajo su responsabilidad.
Luego de este esfuerzo, Pfeiffer quedó exhausto. Su pecho subía y bajaba rendido.
Leiber le pasó la mano por la frente perlada de sudor.
—Gracias por todo, Pankracio, voy a absolverle, quede tranquilo, yo me ocuparé de lo terrenal, pida por mí allá arriba.
El prelado dio la absolución a su amigo y hermano en religión; y aguardó, sosteniéndole la mano, que la parca se hiciera cargo de él. Tardó una hora en venir a buscarlo. Aquellos días en Roma andaba muy atareada.
Al mediodía, el hermano Policarpo llamó a la puerta de la celda de Manfred. Éste, al reconocer la forma de llamar, abrió el pestillo.
El rostro del clérigo, que llegaba acompañado del hermano coadjutor, le anunció que algo muy importante le iba a ser comunicado. Los dos religiosos ocuparon la totalidad del pequeño espacio y el coadjutor le ordenó:
—Siéntese, hermano.
Algo le dijo a Manfred que no debía interrumpir la noticia que iban a darle y, sin nada que objetar, se acomodó en el borde del catre en tanto que el lego y el coadjutor lo hacían en las dos únicas y desvencijadas sillas que había en la estancia.
—He de comunicarle la más triste de las noticias que podía caer sobre esta comunidad. Pero que de rechazo le atañe a usted de forma directa.
Con apenas un hilo de voz, Manfred indagó:
—¿Qué es ello?
—Nuestro prior, y a la vez protector suyo, ha fallecido este mediodía en un desgraciado accidente de tráfico cuando acudía al Vaticano a entrevistarse con el padre Leiber por ver de protegerle.
Manfred quedó mudo. Un sinfín de cosas pasaron por su mente. ¿Por qué cuantos se acercaban a él para ayudarle sufrían siempre desgracias irreparables? ¿Por qué atraía la maldición sobre todos aquellos que más necesitaba?
El coadjutor proseguía:
—Roma está infestada de delatores, gentes vengativas que buscan un beneficio denunciando a cualquiera que represente para ellos una ventaja. Su cara está expuesta en mil paredes, eso hace imposible que pise usted la calle.
—¿Por qué me explica todo esto? Comprendo que soy un peligro para el convento, descuide padre, no sé adónde, pero partiré de inmediato. Estoy harto de huir.
—Mal pago sería éste para los desvelos y molestias que se tomó Pfeiffer por su persona.
—¿Qué quiere decir?
—La última persona que lo vio vivo fue el padre Leiber, parece ser que fue a él a quien encomendó su cuidado. ¿No fue el padre Leiber el que le envió hasta esta casa porque era amigo de un familiar suyo?, ¿no fue él el que recabó las tristes noticias que le llegaron de su hermana? El padre Pfeiffer lo último que hizo fue devolverle su responsabilidad. De manera que esta tarde vendrá una ambulancia vaticana, que son los únicos vehículos que respetan las turbas en esta ciudad sin ley, y bajo la cautela del padre Walter Carminatti le conducirán al hospital del Vaticano. Allí esperará que esto termine que, aunque los últimos coletazos prometen ser terribles, todos sabemos que es cuestión de semanas. No lo dude, el fin está próximo.
—Lo siento, padre, no me iré sin Esther.
—¿Quién es Esther?
—Perdone, no me iré sin Angela.
Y llegó la noche del 3 al 4 de junio. Los generales y jerarcas del partido nazi y los fascistas más destacados habían emprendido la huida. Los directores de periódicos cuyos editoriales espurios habían servido a los intereses del invasor, escaparon, así mismo, como ratas. El alto comisario Zerbino huyó mezclado en la tiniebla de la noche. Desapareció Caruso, el fascista rabioso perseguidor de sus conciudadanos, para ir a estrellarse contra un árbol cerca de Bagnoregio
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. Kock, Dollman y los esbirros de Via Tasso hicieron lo mismo. Roma era una ciudad sin mandos de ninguna clase. Las gentes desorientadas no sabían qué hacer ni cómo comportarse. El miedo, todavía latente, les empujaba a respetar el toque de queda y dirigirse a sus domicilios; sin embargo, se refugiaban en sus portales y hablaban con sus vecinos cambiando noticias y rumores. Desde las azoteas se veían las colinas de los Castelli envueltas en humo, las explosiones resonaban en la distancia. Algún coche alemán todavía se demoraba jactancioso corriendo arriba y abajo. De pronto se aproximó el combate, tableteo de ametralladoras y ladridos de bombas de mano. Después el silencio, de nuevo limitado por un ronroneo sordo de motores.
Manfred y Esther, refugiados por el padre Leiber en una casa anexa al Vaticano, habían vivido aquellos tres meses pendientes de las noticias que les llegaran del exterior por diferentes conductos. Una mañana, el padre Walter Carminatti, en una pequeña ceremonia celebrada en la capilla del Santo Espíritu, los declaró marido y mujer. Y aquellos dos seres que se creían solos en el mundo se aferraron el uno al otro como la hiedra se pega al árbol. La alegría de su amor recién estrenado les sustrajo de los terribles momentos vividos. Manfred había renacido y de nuevo la sabia de la vida irrumpía furiosa por sus venas. Esther estaba embarazada de dos meses. Súbitamente, viendo la ciudad al fondo desde su ventana, Manfred exclamó:
—No puedo quedarme aquí sin vivir este momento único en la historia de Roma. Voy a salir a la calle.
—Es una imprudencia, Manfred, alguien te puede reconocer.
—Han pasado tres meses y han ocurrido demasiadas cosas. Los alemanes están huyendo y las calles estarán llenas de gentes embriagadas por el sentimiento de libertad que nos embarga a todos.
—Está bien, si tú vas yo también.
—No, tú no, Angela. —A veces todavía la llamaba por su nombre de partisana.
—Yo también, te digo.
Ambos se vistieron con ropas disimuladas, pañuelo en la cabeza ella y el cuello de la cazadora sobre el rostro él. En dos zancadas ganaron la calle.
La noche romana de junio, ajena a los sucesos que estaba alumbrando, mezclaba su crepúsculo con el haz plateado que la luna creciente desvanecía sobre la ciudad. Los jóvenes esposos se dirigieron a Via Veneto. A lo lejos sonaban vítores, aplausos y vivas; cogidos del brazo, aceleraron el paso y se mezclaron entre las gentes que, queriendo vivir aquel momento único, avanzaban temerosas pero radiantes, sonriéndose unas a otras sin saber bien por qué. En la puerta del Excelsior toparon con el conserje de noche, compañero del padre de Settimia, que reconoció a Angela. Sin poderse contener, se abrazaron los tres en medio de la calle. Las gentes se besaban sin saber quiénes eran y la alegría iba desbocándose al tomar conciencia de que el infierno acababa de concluir. Manfred preguntó al hombre qué había sido de Maeltzer.
—Aunque le parezca imposible, le diré que ayer, borracho como acostumbraba, salió de su habitación silbando con el gorro al través y bajó al piso de abajo a horcajadas en la barandilla de la escalera. Le esperaba un Mercedes negro que partió a toda velocidad.
De repente, el ruido de tres potentísimos diesel atronó la calle. Frente al hotel se detuvo el primer Shepard. La tapa de la torreta se abrió y apareció la figura de un tanquista demandando instrucciones para llegar al puente Milvio. La gente comenzó a aplaudir y de no se sabe de dónde aparecieron flores que las mujeres comenzaron a lanzar a los carros. Los monstruos de hierro desaparecieron en persecución de los alemanes.
Esther y Manfred, tras volver a abrazar al conserje y a los demás sirvientes que habían salido del Excelsior se precipitaron hacia la plaza Barberini, de donde llegaba un lejano jadear de motores. La plaza estaba desierta bajo la luna. Un enorme tanque estaba parado junto a la esquina de Quatro Fontane que tan extraordinarios recuerdos tenía para ambos. Tras él, una hilera de armados monstruos aguardaba la hora de avanzar. A su alrededor zumbaba una pequeña multitud, curiosa y animada, que no aclamaba, que no gritaba, no acababa de creerse su ventura.
Un soldado flaco y huesudo muy alto que mascaba chicle esperaba junto a la catenaria del primer tanque con la negra boina tirada hacia atrás y las gafas colgando del cuello. Manfred le preguntó en inglés:
—¿Adónde vais ahora?
—Ahora no lo sé, pero pasado mañana a Berlín, a ver si tengo suerte y puedo trincar a Adolf.
La columna comenzó a moverse, el soldado lanzó una banderita a Esther con las barras americanas y una sola estrella y mientras se encaramaba en el tanque, aclaró:
—Soy de Tejas
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La columna arrancó. Cuando el último carro desapareció por el extremo de la calle, pisando la tapa de la cloaca por donde habían huido la mañana del atentado, Esther y Manfred se abrazaron y lloraron ebrios de dicha, solos en medio de una multitud que no creía lo que estaba viviendo.
ERIC
La operación Walkiria estaba en marcha. El coronel Stauffenberg, desengañado del nazismo y totalmente opuesto a la política llevada a cabo contra los judíos, había tejido una tupida red de gentes muy importantes, aunque sabía que si fallaba muchos de ellos se apearían del carro del fracaso y de la ignominia. Si el plan llegaba a buen puerto, el general Beck debía ser el nuevo jefe de Estado. Goerdeler, el antiguo alcalde de Leipzig, sería el nuevo canciller. Entre los conjurados se hallaban: el mariscal de campo Von Weitzleben, Rommel, al que conocía el pueblo alemán como el Zorro del Desierto, los generales Von Stülpnagel, Adler y Oster. También había diplomáticos como Von Hassel y representantes de la Iglesia cristiana.