La Saga de los Malditos (124 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—¿Y los que tenemos alguna deficiencia? —indagó August, señalando sus gruesas gafas.

—Como no seas deficiente mental... no te salvas.

—Entonces te queman para aprovechar tu grasa para hacer jabón y tu pelo para hacer colchones. Yo lo sé muy bien —apostilló Hanna llorosa, pensando en Hilda y en Astrid y en lo que habría sido de ellas tras su fuga.

Los tres quedaron un instante en suspenso respetando el dolor de la muchacha, pero ante la información que traía Toni, August reaccionó:

—Hemos de poner en marcha, ahora más que nunca, el primer plan que trazamos. Ocultaré a Hanna en casa de Poelchau y me incorporaré. De mí no saben nada desde que dejé la universidad con la excusa de mi madre y mi defecto de visión. De esta manera, estando en Berlín, me podré ocupar de ella.

—No hace falta, August, déjame y ocúpate de ti. Ya te debo bastante después de salvarme la vida.

—¿Sabes lo que dicen los chinos?

Los tres miraron interrogantes.

—«Cuando se salva la vida a alguien se es responsable de él.»

—¿Y eso por qué? —preguntó Hanna.

—Simplemente, de no haber intervenido el salvador, aquel ser ya no existiría. Por tanto, Hanna, durante toda mi vida tendré que protegerte.

Werner sonrió y añadió dirigiéndose a la muchacha:

—Como estás en buenas manos, remito en August mi ración de responsabilidad.

—A mí todo me parece bien, pero démonos prisa, la camioneta de mi cuñado ya está preparada, ahora sólo resta confiar en la providencia; la carta de Poelchau, indicando la mejor ruta para entrar en Berlín, ya ha llegado.

—Entonces, ¿a qué esperamos? Yo regresaré a Grunwald por el río, dejaré la barca en casa y con el velomotor iré a vuestro encuentro para despediros y para comprobar que el camino esté despejado.

—De acuerdo, Werner. Nos vemos a la entrada del puente. Primero despejemos la mina y deshagámonos de todo lo que no sea imprescindible.

Los cuatro se introdujeron en la galería. Aunque pareciera mentira, Hanna tenía un recuerdo hermoso de aquel lugar que jamás olvidaría. Simplemente, allí había vuelto a la vida y se prometió que si salía con bien de todo aquello algún día regresaría con sus hijos, si Dios se los concedía, al molino del río y a la mina de magnesio.

Hicieron una pira con todo lo desechable y la prendieron fuego. Lo restante se cargó en la barca de Werner que atracaba en la parte posterior de su casa y al que no le sería dificultoso deshacerse del resto; antes de partir, Hanna abrazó a Werner.

—Gracias por todo lo que has hecho por mí. Jamás lo olvidaré.

—Eres una gran mujer, Hanna, he podido comprobarlo todo este tiempo. Si salimos de ésta, a la nueva Alemania le van a hacer falta muchachas como tú.

Luego, sin volver la vista atrás, se separaron.

Werner, según lo pactado, recorrió con el velomotor la ruta preestablecida y, luego de comprobar que el desvío del puente estaba expedito, les hizo la señal convenida. El coche se dirigió rápidamente hacia el cobertizo donde esperaba la camioneta llena de trapos; al pasar junto a Werner, Hanna, con la punta de los dedos, le lanzó un beso. El otro saludó con la mano.

La entrada de Berlín no ofreció problema. El cargamento del pequeño camión fue un montón de trapos viejos y sobre ellos se colocaron August y Hanna, esta última vestida como un hombre y con una gorra calada cubriendo sus cabellos que ya empezaban a crecer. La intención, siguiendo el consejo de Poelchau, era ir recogiendo gente a la entrada de la ciudad, de manera que llegaran a la periferia con la caja del camión atestada. El recorrido que les recomendó estaba muy transitado y a la entrada, los dos confabulados estaban instalados en medio de un racimo apretado de personas que se fueron encaramando a la caja a lo largo del trayecto. La riada humana era demasiado grande para que la policía perdiera el tiempo registrando una camioneta cargada de trapos y de gentes hasta los topes. Se vigilaba únicamente a los que pretendían salir de la ciudad por si entre ellos iba algún desertor. El numeroso grupo se fue apeando en marcha del vehículo a medida que iban atravesando barrios y pocos fueron los que llegaron hasta Menzelstrasse. Allí, junto a la entrada del convento de las Adoratrices, les esperaba Poelchau.

En cuanto el camioncito entró en el jardín y se detuvo, el clérigo se precipitó a la portezuela.

Hanna descendía en aquel momento, nadie había en los aledaños. August hizo las presentaciones.

—Padre, ésta es Hanna.

—¡Gracias, Dios mío! No sabes hija lo que he rogado por vosotros.

Toni, que era el chófer del camión, sin parar el motor y sin apearse preguntó:

—¿Hago falta para algo más, padre?

—No, ya puedes irte. Recuerda que el viernes espero otro cargamento. Si funciona el teléfono te diré por donde has de venir la próxima vez, las facilidades van variando todos los días.

—Está bien, Harald, me voy. ¡Buena suerte, muchachos! Si esto acaba algún día, a ver si volvéis a Grunwald a tomar las aguas.

Hanna y August saludaron con la mano y ella no pudo contener una lágrima que se asomó a sus ojos. Debía tanto a tantos que pensó que jamás podría pagar su deuda.

La camioneta dio media vuelta y, ganando la calle, se perdió a lo lejos. Cuando hubo partido, Poelchau, reaccionó:

—Hemos de darnos prisa. Las cosas están peligrosas. No es bueno que nos entretengamos aquí, vamos a mi casa, la señora Cohn y su hija Rita se han marchado, por el momento tengo dos sitios.

Los tres partieron para el domicilio del clérigo que estaba a trescientos metros. El barrio tampoco se había librado de las bombas. Cuando ya llegaban al portal, Poelchau les dio la noticia:

—¿Sabéis quién, si puede, vendrá al anochecer?

Ambos se detuvieron, no se les ocurría quién podía ser. Hanna mantenía viva la llama de la esperanza, pues en ocasiones innumerables durante las noches pasadas junto a August éste le había puesto al corriente de los avatares acontecidos hasta su partida hacia Grunwald, sabía que la última vez que se habían visto fue el día antes de desmontar la antena de radio de su casa. La memoria le trajo la escena explicada mil veces de cómo su hermano se había jugado la vida para enviar a Eric el mensaje de su detención.

—¡Sigfrid! —aventuró.

August observaba el rostro de Poelchau y le pareció que una sombra nublaba su mirada durante una fracción de segundo.

—No, Karl Knut —respondió.

—¿Qué sabe de mi familia, padre?

—Nada desde hace mucho tiempo, Karl es el que está al corriente —mintió.

Un Karl Knut más que desmejorado, esquelético, compareció a las ocho y cuarto. La mirada huidiza, las ropas colgando y su rostro pálido indicaban que pasaba muchas horas sin ver la luz del sol. En cuanto vio a Hanna y a August, los tres se fundieron en un estrecho abrazo. Pasaron a la salita, el anciano matrimonio Schneider se retiró discretamente para dejarlos hablar con tranquilidad. Las preguntas y las respuestas se encaballaban pero, en cuanto Hanna se interesó por sus hermanos, al instante supo que la noticia que iban a darle era trágica.

—Sigfrid ha muerto.

Hanna se cubrió el rostro con las manos en tanto August pasaba el brazo por sus hombros.

En el acto, al ver la expresión desolada del rostro de la muchacha y para intentar compensarla añadió:

—He tenido noticias de los compañeros de Roma, Manfred está vivo y he visto a Eric.

Hanna alzó los ojos llorosos e interrogó con ellos a Karl.

—¿Dónde está?

—Lo ignoro, únicamente te puedo decir que hace un par de meses vivía.

A partir de ahí, todo fueron preguntas atropelladas y respuestas que intentaban aclarar aquel torrente de interrogantes. Knut relató la extraordinaria situación que le llevó a descubrir la muerte de Sigfrid.

—El día que trincaron a Bukoski, entonces, como tú sabes, August, Sigfrid nos dijo que si a alguno de nosotros nos hacía falta dinero o medios para salvarnos o para seguir nuestra lucha, en la chimenea de su apartamento quedaba el paquete con los brillantes y con el dinero. Hace un par de meses tuve una necesidad, acudí a la casa y me hice con tres brillantes que sirvieron para salvar la vida a dos compañeros y a su hijita. Bien, hace una semana volví de nuevo, tenía otra emergencia y sabía que (habiendo muerto Vortinguer como os he relatado, estando detenido tu hermano, y de ti —señaló a August— únicamente sabía que habías llegado a tu destino según me dijo Poelchau, pensé que si regresabas ya me buscarías) aquello no iba a ser útil a nadie y decidí recuperarlo y ponerlo a buen recaudo. De manera que de noche me llegué a la casa y entré como la otra vez por el jardín. Algo terrible había ocurrido. Tu hermano Sigfrid yacía muerto no hacía muchos días, un tiro en el pecho había acabado con su vida, en el jardín encontré el cadáver de un oficial de las SS completamente mutilado, sin cabeza y con el cuerpo destrozado, pero no por el estallido de una bomba, no, parecía desgarrado por las zarpas de un animal. En la mesilla, junto a la ventana, el paquete del dinero y algún brillante, otros estaban en el suelo y hasta recogí alguno en el jardín, imagino que todavía deben de quedar algunos más por allí. —Hanna y August seguían el relato sin pestañear, ella de vez en cuando se llevaba el pañuelo a los ojos. Karl prosiguió—. Fui al cuarto donde tu hermano guardaba los trastos del jardín, tomé un pico y una pala y lo enterré junto al arriate de la pared, lo cubrí de tierra, la apisoné como mejor pude y me fui. Allí quedaron los restos del oficial que, imagino, alguna relación tendría con tu hermano. Se me ocurrió colocarlo a sus pies, como en Beau Geste
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, pero pensé que aquel perro no merecía tal honor y me marché de allí para esconderme en mi refugio.

Tras un minuto de silencio habló Hanna:

—Quiero ver su tumba.

—Es muy peligroso pisar la calle sin papeles.

—Tú, Karl, no los tienes según me has dicho y sales.

—Cumplo con mi deber.

—Y yo cumpliré con el mío.

August intentó terciar:

—Hanna yo te aconsejaría...

—Ahora ya no hay jefes, August, ahora sólo hay personas que intentamos cumplir con lo que nos dicta la conciencia sin pensar si nos arriesgamos o no, para poder seguir mirándonos en el espejo. De no ser así, y si tú hubieras obrado como me aconsejas que haga, yo ya no estaría en este mundo.

—Está bien. La noche que pueda ser, te acompañaré.

—Yo iré con vosotros.

—Por cierto Karl, ¿dónde te escondes?

—Tengo las llaves del antiguo refugio del Goethe, Bukoski no denunció al dueño por proteger a su hija. Al irse de Berlín me dio las llaves. En los estantes del sótano todavía quedan conservas de pescado y botellas, de eso, y de lo que me trae la mujer viuda de un compañero, es de los que vivo. El local, que tiene la persiana reventada, ya lo han expoliado veinte veces pero nunca han dado con el escondrijo y si me encuentran todavía podría huir por el túnel que atraviesa la calle. Allí pienso resistir hasta que lleguen los míos.

August miró a Knut condescendiente.

—¿Crees que los «tuyos» serán mejores que los nazis?

—En Rusia todos los hombres tienen las mismas oportunidades. Ha costado muchos muertos, pero el comunismo igualará a la humanidad.

—¡Qué buena gente eres, Karl! El hombre lleva la maldad en las entrañas y siempre habrán unos que querrán dominar a los otros. A los de mi raza los han machacado aquí y allí. Y créeme, que sé muy bien lo que me digo.

—Ésta es tu opinión, Hanna, que yo respeto pero no comparto. Si luego de consagrar mi vida a estos ideales las cosas fueran como tú dices, me pegaría un tiro.

La conversación duró hasta el anochecer. Luego de consultar con Poelchau, decidieron que Hanna se quedaría en la casa. August se iría a incorporar al día siguiente, pues de no hacerlo tendría que vivir proscrito en Berlín, y Karl Knut seguiría oculto en el Goethe. La manera de estar en contacto sería a través de Poelchau o en su defecto a través de la hermana Charlotte, que estaría sobre aviso.

Los últimos días de Berlín

La vida cultural berlinesa, ya limitada a consecuencia de la contienda, cayó en la inanidad más absoluta al ordenarse el cierre de casi todos los teatros, cines, espectáculos de variedades y
kabarets
con el fin de ayudar al esfuerzo supremo de guerra. La aviación norteamericana volvió a atacar y mil doscientos bombardeos de largo alcance, acompañados de seiscientos cazas y ciento cincuenta Mosquitos de la RAF, lanzaron ochocientas toneladas de explosivos en oleadas sucesivas de cincuenta minutos sobre la zona industrial del noroeste de la ciudad, el barrio viejo de Spandau, y la zona de Kreuzberg. La ciudad antigua a orillas del Spree, la catedral luterana junto a Lustgarten y la estación de Anhalt, así como los alrededores del plaza de Postdam y numerosos edificios de la puerta de Halle, resultaron gravemente dañados. Las bombas afectaron seriamente la iglesia de San Nicolas y la zona del Tiergarten. En el ataque murieron, según fuentes alemanas, más de dos mil seiscientos berlineses. Dos de ellas alcanzaron de lleno la casa de los Pardenvolk en un momento que el doctor Stefan Hempel estaba operando, prácticamente en los pasillos del hospital central. Anelisse y el viejo Hermán murieron y sus cuerpos resultaron volatilizados, de manera que sus restos no pudieron ser hallados entre los cascotes. Lo único que quedó en pie de la soberbia mansión fue el torreón medieval y la casa de los guardeses que estaba abandonada. En medio del viejo parque, el cráter de una bomba dejó la muda huella de un inmenso agujero.

A finales de enero los rusos habían llegado al Oder en cuya orilla establecieron una cabeza de puente. El 30 de enero, duodécimo aniversario de la toma del poder por los nazis, el Führer lanzó por la radio alemana el que sería su último discurso a la nación.

Al conocerse la noticia de que las tropas rusas habían cruzado el Oder, los berlineses tuvieron la certeza de un inminente ataque soviético a la capital. Apenas cincuenta kilómetros separaban los barrios orientales de la ciudad de las avanzadillas enemigas y en la capital no habían sido tomadas ningún tipo de medidas ante la eventualidad de la llegada de los rusos. A toda prisa, Goebels y el ministro Speer intentaron organizar unas endebles defensas que merecieron un comentario festivo entre los sufridos berlineses.

«Si los rusos llegan a Berlín necesitarán una hora y dos minutos para ocupar la ciudad. Primero se partirán de risa ante las barricadas, luego necesitarán dos minutos para destruirlas.»

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