Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Esther dio un ligero golpe con el codo a Manfred. El pequeño autobús que llevaba al regimiento Bozen entraba por el extremo de la calle. Eran las 3.45 de la tarde.
Llevaban una semana comprobando horarios. El plan era colocar el potente explosivo que habían trasportado en el triciclo unos días antes en un carrito de basuras y, a la señal de la persona que estuviera en la esquina de la calle, el encargado de hacerlo encendería una mecha de tiempo que explotaría al paso del vehículo. Se prepararían dos vías de huida. La primera, en la superficie y la segunda, por la cloaca, una de cuyas tapas metálicas se abría justamente, al doblar la esquina, casi debajo de donde ahora estaba el triciclo, junto a la Via delle Quattro Fontane, en el barrio del Trevi. Manfred y Esther esperarían debajo de la tapadera y, en cuanto sintieran un repiqueteo metálico, la empujarían desde el interior, alzándola para que se introdujeran en ella los autores del atentado que iban a ser Rosario Bentivegna, Carla Capponi y Pasquale Balsamo, en tanto Konrad Sigmund y Johann Fischnaller, al mando de otros cuatro, les cubrirían la retirada lanzando granadas de mano que llevarían atadas a la cintura. La fecha designada para intentarlo era el 23 de marzo y la hora, las 3.45.
Llegado el día, los acontecimientos se fueron desarrollando con la precisión de un cronómetro suizo. Dos horas antes, Manfred y Angela, por una de las alcantarillas que tenían estudiadas y cuya tapadera estaba ubicada a cinco manzanas de la que debía servir de escape, se introdujeron en la red de albañales de Roma, equipados como si fueran dos operarios del servicio de desratización. A la misma hora y desde la cantina salían Rosario Bentivegna y Carla Capponi, vestidas con la indumentaria propia de los barrenderos, con un carrito de basuras cargado con treinta kilos de trinitrotolueno y lo colocaban, en tanto simulaban barrer la calle, en el lugar acordado. Capponi se alejó hasta la esquina de la calle anterior para hacerle la seña convenida a Bentivegna en cuanto el autobús de los alemanes asomara por el extremo. La señal se daría, porque aquel día era soleado, con un espejito de bolsillo. Manfred y Esther fueron avanzando por el pestilente camino que les conduciría hasta su puesto de combate, siguiendo las instrucciones del plano, que iluminaban de vez en cuando con el potente haz de luz de una linterna. La oscuridad era absoluta y allí dentro únicamente llegaban los ruidos del transcurrir de las aguas fecales, el chirriar de las ruedas de los tranvías y los chillidos espeluznantes de las ratas que huían asustadas por la luz que distorsionaba su cotidiano vivir. A la hora en punto estaban en el sitio adecuado. Esther consultó su reloj.
—Falta media hora —dijo.
La compañía Bozen se retrasaba. Por tres veces, Bentivegna había encendido la pipa para prender la mecha y por tres veces la había apagado. Tuvo que rebuscar en sus bolsillos colillas y trocitos de papel para cargarla de nuevo. A las 3.45 se le aproximó Pasquale Balsamo y le susurró:
—Si a las cuatro no han llegado, toma el carrito y márchate.
Pero los alemanes llegaron. Capponi hizo la señal convenida, el espejito parpadeó y Bentivegna prendió la mecha. El coche llegó a media calle. El algodón trenzado se iba consumiendo y los partisanos se fueron retirando hacia la vía de escape acordada.
La explosión fue terrorífica, los edificios del barrio se estremecieron y los cristales saltaron hechos añicos. Las bombas que los partisanos que debían de cubrirles la retirada llevaban atadas a la cintura, a efectos del calor y de los cascotes, explotaron, muriendo tres de ellos; únicamente pudo ser identificado Johann Fischnaller di Rodengo a causa de sus hirsutos cabellos.
En aquel momento, Herbert Kappler llegaba a su despacho situado en la villa Wolkonski en Letrán y por el momento no dio importancia a la explosión.
Los soldados que no cayeron al instante y pudieron reaccionar, comenzaron a disparar al azar contra los edificios de Via Rassella, creyendo que desde las ventanas de aquellos palacios les habían lanzado bombas. Al ruido de la explosión comenzaron a llegar soldados y oficiales alemanes que no entendían lo que había pasado. Los gritos de los heridos y la confusión eran totales. Al cabo de quince minutos, Kappler fue informado por teléfono de lo ocurrido y cuando llegó al lugar encontró a Maeltzer bramando y amenazando con una horrible represalia. La sangre y miembros desgajados de cuerpos lo invadían todo.
—¡Voy a volar con dinamita todos los edificios de esta maldita calle! ¡Miren lo que han hecho con estos pobres muchachos!
Aprovechando los primeros momentos de confusión, Bentivegna y Capponi llegaron a la altura de la tapa de la cloaca. Unos golpes dados sobre ella con un objeto metálico y la gruesa rueda de hierro se levantó lentamente, empujada desde dentro por Manfred.
Rápidamente descendieron por la escalera de gato a aquel rincón del infierno y, conducido por la luz que portaba Esther, se fueron adentrando en aquel laberinto cuidando de no caer en aquella emponzoñada ciénaga. Llegando a un enclave determinado, hicieron un alto. En el viaje de ida habían dejado allí Manfred y la muchacha ropas y zapatos para los dos hombres. Apenas cruzaron unas palabras. Ahora lo inmediato era salir de las catacumbas y poner en conocimiento de Trombadori el resultado de la acción que liberaba a cada uno vengando sus demonios particulares. A Manfred, la muerte de sus hermanos, a Esther, la de sus padres y de la deportación de Settimia y a las demás, de las cuentas pendientes que cada una tuviera. Habría que contar las bajas en combate.
La furia de Hitler, cuando le notificaron que la compañía Bozen había sufrido un atentado en la Via Rasella en el que habían muerto treinta y tres hombres, sobrepasó los límites de lo humano.
Las voces y los improperios que lanzó sobre el mensajero que le trajo la ingrata nueva pudieron oírse en el último rincón de la Cancillería. La reacción fue inmediata. Las casas del barrio debían ser dinamitadas y por cada alemán muerto deberían ser fusilados diez italianos.
Muchas cosas sucedieron en Roma al conocer, el alto mando, la decisión del Führer. La primera providencia fue maniobrar en el más absoluto secreto por temor a que los partisanos calentaran al pueblo de Roma incitándole a que se levantara en armas contra el ejército invasor y que asaltaran la cárcel de Regina Coeli.
El general Kesselring, comandante en jefe de los ejércitos del sur y desde su refugio del monte Soratte, se inhibió del problema juzgando, no sin razón, que éste atañía a las autoridades de la ciudad, ya que el atentado había sido efectuado contra miembros que se podían considerar de la policía.
Maeltzer, el gobernador militar, hombre de mediana edad, más conocido como Tiberio por su afición al buen vino y a las mujeres, y que residía en el hotel Excelsior, intentó desviar su responsabilidad al coronel Kappler, jefe de la Gestapo cuyo superior era el general Wolf.
Y cuando éste intentó devolver la pelota al tejado del mando de la compañía Bozen, aduciendo que eran ellos los que debían llevar a cabo la orden de fusilamiento ya que eran en definitiva los que habían sido atacados, se le argumentó que sus componentes eran hombres mayores y que jamás habían disparado un tiro y menos a corta distancia. La lista con nombres de condenados a muerte por otros motivos y que aguardaban su ejecución en la cárcel de Regina Coeli fue entregada a Kappler para su estudio en tanto que las gestiones oficiales entre el Vaticano y Ernst Von Weizsäcker, embajador del Tercer Reich en la Santa Sede, se multiplicaban.
La radio iba lanzando continuamente soflamas instando a la población romana a denunciar a los culpables bajo la amenaza de que, en caso de que no se diera con los responsables del atentado, pagarían justos por pecadores.
A las órdenes directas del
Obergruppenführer
de las SS Karl Wolf se hallaba un oficial eficiente y muy culto, Eugene Dollman. Había sido intérprete de confianza del mismísimo Führer en sus entrevistas con el Duce y conocía perfectamente el italiano ya que en el período de la anteguerra había acudido a Roma para realizar un estudio sobre la figura del cardenal Alejandro de Farnesio. En aquellos momentos había sido designado por el
Reichsführer
Heinrich Himmler como oficial de enlace entre Berlín y el general en jefe del ejército del sur, mariscal Albert Kesselring. Sus dotes para la diplomacia eran de sobra conocidas y, al enterarse el Santo Padre de la disparatada pretensión de Hitler, habiendo agotado las vías oficiales, ante la inminente ejecución de la misma, fue convocado por el secretario de Estado, cardenal Maglione para que, en compañía del padre Pfeiffer, acudiera de inmediato al Vaticano para intentar mediar en aras de que no fuera consumida aquella aberrante venganza.
El coche de Dollman aguardaba en la plaza de San Pedro, frente al intercolumnio, a que el padre Pfeiffer llegara. Éste se retrasó un poco, el tráfico rodado de la ciudad había empeorado si cabe y, desde el suceso de Via Rassella, las medidas de seguridad adoptadas eran totales. Pelotones de soldados de las SS custodiaban los edificios oficiales y agentes de la Gestapo y de la policía fascista detenían, pidiendo documentaciones, a cualquiera que les pareciera sospechoso. En cuanto Dollman divisó al sacerdote, descendió de su vehículo y fue a su encuentro. Tras los saludos de rigor, se dirigieron a la gran puerta de bronce a cuya entrada se hallaba un retén de la Guardia Suiza.
Impecable, atildado casi hasta la afectación, culto y mundano, Eugene Dollman siempre había pensado que, de no mediar las terribles circunstancias que los rodeaban, aquel sacerdote habría podido entenderse con él perfectamente e, inclusive, habrían podido llegar a ser amigos. Les unían más cosas de las que les separaban. Pfeiffer y Dollman hablaban el mismo lenguaje.
Luego de traspasar la cancela, giraron a la derecha y ascendieron por la escalinata de mármol que conducía al patio de San Dámaso. Llegados a éste, otra escalera los condujo al primer piso donde uno de los guardias suizos, vestido con su peculiar uniforme abombachado, azul y amarillo y con su no menos original casco, armado con la simbólica adarga, guardaba la puerta de las dependencias cardenalicias, bajo las mismísimas habitaciones papales. Allí los aguardaba el padre Leiber para conducirlos ante su superior. Ambos eclesiásticos se saludaron afectuosamente. Luego les indicó que le siguieran. Primeramente una galería, luego una ancha y espaciosa sala, en ella una mesa dorada y sobre la misma, un crucifijo y un birrete rojo que les daba a entender que se hallaban en las habitaciones de un príncipe de la Iglesia. De allí pasaron a otra estancia tapizada de damasco escarlata y amueblada con una sillería dorada. Bajo un baldaquino, un cuadro monumental con el retrato del pontífice y bajo éste un estrado con un trono donde se sentaba el Santo Padre cuando tenía que despachar con el secretario de Estado y, conforme a una antigua rúbrica, siempre vuelto hacia la pared ya que solamente al papa le era dado el usarla
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Llegados allí, el jesuita que los acompañaba, tras indicarles que el cardenal los recibiría de inmediato, se retiró. Ambos hombres aguardaron de pie la entrada del secretario. El roce de una sotana de seda y el apresurado y amortiguado paso de unos escarpines sobre una alfombra les anunció la entrada del prelado. La hizo éste por una puerta lateral y su presencia les confirmó la idea que corría por Roma de que Maglione era el álter ego del pontífice. Traje talar ribeteado de encarnado, esclavina color escarlata, ceñida la cintura con ancha faja del mismo color, pectoral adornado con un crucifijo de oro y gafas con los cristales montados al aire.
Llegado a su altura, saludó a Pfeiffer, llamándolo hermano, y extendió su mano hacia Dollman. Éste, como buen católico, se la besó.
—Gracias, Eugene —lo llamó por su nombre de pila—, por atender a mis súplicas con tanta diligencia, y espero sepa perdonar la falta de tacto en la premura de la convocatoria pero las circunstancias me han obligado a ello. ¡Pero siéntense, por Dios!
El alemán y Pfeiffer ocuparon los dos sillones ubicados frente a la mesa y el secretario lo hizo tras ella. Por romper el fuego, Dollman comentó:
—La última vez que estuve en este despacho acompañando al general Wolf, creo que no estaba este tapiz.
Tras el sillón de Maglione destacaba un hermoso tapiz representando a Juana de Arco sobre el fondo de un paisaje de su aldea de Domrémy, presidiendo el marco la cruz de Lorena.
—Es un regalo del Santo Padre. Soy muy devoto de la santa. En mi elección puede ver cuánto simpatizo con los hombres de armas que saben esgrimir la prudencia antes que la espada. Santa Juana de Arco fue una guerrera de la paz y créame, si en este siglo existieran órdenes de caballería como en tiempo de las Cruzadas, no dude que mi máxima ambición hubiera sido pertenecer a una de ellas, templarios, Santo Sepulcro, hospitalarios de San Juan, da lo mismo, pero los monjes soldados siempre han despertado en mí una singular simpatía.
—Imagino, reverencia, que no se hubiera conformado con ser un simple monje, por lo menos, gran maestre —apuntó, socarrón Dollman.
—Se sirve a Dios en cualquier escalafón de la Iglesia, el caso es poner a su servicio todas las capacidades que han sido dadas a todos los hombres, a cada uno en su esfera. No dude que envidio la paz y el silencio de los claustros más que cualquier otra cosa en el mundo.
—Lo comprendo porque a mí me sucede lo mismo sin que intervenga en ello la vocación religiosa que no tengo; pero la tranquilidad del estudioso, ya sea investigando la historia, haciendo catedrales, como mi abuelo que fue el arquitecto de la corte de Luis II de Baviera, o desempeñando tareas científicas. Crea que cuando termine este conflicto no descarto dedicarme a alguna de ellas.
—Para ello tendrá que tener la conciencia en paz. De no ser así no se puede desempeñar labor alguna.
—Ciertamente, lo que hay que hacer es cumplir puntualmente las obligaciones que la vida nos impone en cada momento. Ahora, reverencia, soy únicamente un soldado.
—Pero un soldado con influencia y muy cercano a los lugares donde se toman las grandes decisiones.
Pfeiffer seguía el diálogo de los dos personajes sabiendo que aquella esgrima previa amagaba el auténtico motivo de la visita.
Como si hubiera adivinado su pensamiento, Maglione comenzó a descubrir sus cartas.