La Saga de los Malditos (61 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—¡Te has vuelto loco! ¿Qué es lo que haces fuera de «la nevera»? ¿Eres consciente de que te va a reconocer medio Berlín y que si te atrapan vas a ocasionar la ruina a todos los que te hemos ayudado? Me importa mucho el partido pero tengo mujer e hijos, ¡pasa adentro!

Y dejando el escobón apoyado en el marco de la puerta, lo tomó por el brazo y lo obligó a entrar en la penumbra del local. Manfred se dejó conducir como un borracho entre un bosque de mesas recogidas con las sillas invertidas encima de ellas. Ni fuerzas tuvo para rebatirle.

El hombre, traspasando la verde cortina de hule, lo condujo hasta el arcón de la trastienda y luego de abrir la trampa del doble fondo lo ayudó a descender la escalera y lo obligó a tumbarse en el jergón.

—¡No te vas a mover y me vas a entregar la llave del pasadizo de la calle, si no lo haces ya puedes buscarte otro escondrijo!

Manfred abrió los ojos y su mirada fue tan terrible que el bodeguero bajó velas y aflojó su postura cuando se dio cuenta de que ante él se hallaba un hombre desesperado y dispuesto a todo. A la natural simpatía que siempre había sentido por Manfred, se sumó la admiración que despertaba en él el hecho de que aquel muchacho fuera el héroe que se había cargado a unos cuantos de sus odiados enemigos y cuyo rostro estaba en los principales rotativos.

—Tienes una cara que da miedo, voy a traerte algo para que comas y después dime lo que he de hacer.

Manfred, tumbado en el catre, a lo primero no respondió, pero el hombre tuvo la certeza de que algo terrible había ocurrido.

—¿Qué ha pasado?

La voz del muchacho sonó como si saliera de las profundidades de una catacumba.

—No hay tiempo ahora, llama a mi hermano y a Karl y diles que vengan, y no me traigas nada de comer, tráeme únicamente un litro de café negro.

El hombre, ante el tono y la actitud del muchacho, salió del sótano cerrando la trampilla y Manfred cayó en una agitada duermevela. No supo cuánto tiempo durmió, pero al despertar encontró frente a su camastro el rostro angustiado de su hermano y la amistosa e inquieta mirada de Karl Knut.

—¿Qué ha ocurrido, Manfred?

En aquel instante todo lo acontecido aquella terrible noche regresó a su mente y un llanto convulso lo atacó impidiéndole articular palabra. Ambos hombres respetaron su dolor mirándose inquietos, pues tal actitud no cuadraba con el carácter fuerte y decidido de Manfred. Los segundos se eternizaban y ninguno de los dos se atrevía a urgir al muchacho con el fin de obtener una respuesta. Súbitamente habló:

—¡Han matado a Helga!

Un hipo crispado lo atacó de nuevo hasta que Sigfrid se sentó al borde del camastro y lo abrazó apretándolo junto a su pecho.

—¿Qué estás diciendo?

Entonces, entre llantos y sorbos de café, Manfred relató la aventura terrible de su azarosa noche, y al hacerlo le pareció que depositaba la espantosa angustia que acongojaba su alma sobre los hombros de su hermano y su espíritu se remansó. Sigfrid y Karl se miraron en silencio y después el segundo, sentándose a los pies del jergón en una silla de tijera, comenzó a planificar, ponderado y conciso como él era, lo que se debía hacer.

—Lo que cuentas es terrible, Manfred, pero cuando hicimos lo que hicimos éramos conscientes del precio que deberíamos pagar caso de ser descubiertos por la Gestapo.

—¡Nosotros, Karl!, ¿pero Helga, que ni sabía, hasta que vio mi foto en la prensa, lo que había pasado?

—No lo queríamos ver, pero era evidente que cualquier persona que estuviera en el marco de nuestra intimidad se jugaba la vida. Ya sabes cómo son los interrogatorios de esta gente, es mejor que haya muerto.

—¡Estaba esperando un hijo, Sigfrid, un hijo mío al que nunca conoceré!

De nuevo le sobrevino un desesperado llanto estremecido que le impidió seguir hablando.

—¿Y por qué no lo dijiste antes, hermano? Tal vez hubiera sido mejor mantenerte apartado de esto.

—Lo supe ayer, me lo dijo cuando agonizaba. No la mataron, Sigfrid, yo conocía a Helga, se tiró por la galería por miedo a que la atormentaran para sonsacarle cosas que pudieran perjudicarme y para ganar tiempo y que yo pudiera huir.

Un silencio hondo y preñado de venganza, sangre y violencia se instaló entre ellos, luego habló Karl:

—He de notificar esto a Bukoski para que a su vez informe a Moscú, pero entiendo que lo primero que debemos hacer es pensar la forma de sacarte de Berlín y a ser posible de Alemania. Entre tanto no saldrás de aquí, piensa que ahora tienes a toda la Gestapo detrás de ti y si te cogen aún caerá más gente. A mí no me han reconocido y a Fritz Glassen tampoco, si no ya estaríamos contigo en las páginas de los periódicos, por lo tanto todavía puedo ser útil en la calle y en cuanto a tu hermano, si te han reconocido como Manfred Pardenvolk, lo buscarán como Sigfrid Pardenvolk, si solamente eras Teodor Katinski o Gunter Sikorski, entonces, el peligro para Sigfrid será el mismo que ha asumido hasta ahora.

—Como Sigfrid Pardenvolk ya no existo, de todas maneras creo que mi tiempo se va agotando. El otro día me tuve que cubrir la cara con el periódico porque compareció por el
hall
del Adlon un antiguo compañero de universidad que ya entonces era nazi aunque buena gente y que, de haber reparado en mí, sabe cuál es mi verdadero nombre y seguro hubiera tenido problemas; algunos amigos judíos ya me han visto, aunque por ahí no vendrá el peligro, hoy en día ningún judío saluda a otro por no delatarse, pero intuyo que esto se acaba.

—También comentaré tu caso a Bukoski por si considerara oportuno cambiarte de destino, pero no olvides que tu papel de jugador y de crápula nos ha rendido grandes beneficios. Tu información es vital para el partido, has salvado vidas de compañeros y todos los datos que han servido para eliminar a esa panda de nazis han partido de ti.

—Pero la bomba la pusisteis vosotros.

—Cada uno ha de hacer su trabajo.

Karl abandonó el sótano y fue en busca de Bukoski. Sigfrid, tras salir al salón de la cervecería y hacer algunas llamadas telefónicas, se instaló en la silla de tijera, al costado del catre de su hermano, y veló sus agitados sueños. Cuando salió al relente de la noche que subía del canal del Berliner Spree, había anochecido.

Servando Nuñez Batoca

El obispo de Hispalis, orondo y sanguíneo, cuasi apoplético, aguardaba en pie en medio de la biblioteca a que entrara el rabino de la sinagoga de Triana, dom Rubén Labrat Ben Batalla. Había hecho un esfuerzo por levantarse del lecho, pues el asunto cuyo eje era aquel molesto y terco individuo, le traía a mal traer y era de suma importancia para su sede eclesiástica. El día anterior, el doctor José de Santos Fimia, judío por cierto, le había recetado reposo, colocado seis sanguijuelas en los lóbulos de las orejas y recomendado moderación absoluta en la comida y en la bebida; pero el demonio de la gula lo acosaba y era consciente de que este pecado capital, que no la lujuria tan común en otros clérigos, sería al fin y a la postre el que le llevaría a la tumba. El año anterior sintió muy cercano el aleteo del ángel de la muerte, pero en aquella ocasión lo pudo evitar adelgazando casi a la fuerza dieciséis libras que, por cierto, ya había recuperado. La biblioteca de su sede episcopal era el lugar idóneo para recibir al incómodo huésped ya que, siendo la lectura el punto flaco del rabino, pensaba el obispo que viendo la riqueza cultural de sus anaqueles, que guardaban incunables valiosos de las bibliotecas de Alejandría, Damasco y Estambul cuando aún era Bizancio y traducciones recopiladas de la Escuela de Traductores de Toledo, se daría cuenta de que estaba tratando con un hombre de su nivel intelectual que le aconsejaba bien y, sobre todo, al respecto de una serie de actuaciones que podían ser beneficiosas para su comunidad.

En medio de la gran sala acondicionada para la lectura y escritura, se veía una mesa con cubierta de cuero granate rematada por un tafilete más oscuro, con separaciones curvas de oscura madera que podía alojar a la vez hasta doce lectores o amanuenses, con los atriles correspondientes para soportar el volumen que debía ser copiado, el adecuado velón para proporcionar la luz suficiente y los trebejos propios de tan selecto oficio. La estancia en su conjunto resultaba regia y el entorno subyugante para cualquiera que fuera recibido en ella. Se abrió la puerta y su secretario introdujo en la estancia a un sujeto que, por poco, rebasaría la treintena, de estatura más que mediana, cabellos oscuros, bajo unas cejas pobladas le observaban unos ojos negros e inquisidores de mirada inteligente, la nariz recta y, desmintiendo a los de su raza, perfectamente proporcionada, porte distinguido, diríase que casi aristocrático, las manos largas y los dedos afilados. Pero, por sobre todo, al igual que la primera vez, le volvió a sorprender el hecho de que no mostrara, ante su imponente presencia, el menor atisbo de temor o de servilismo al que tan acostumbrado estaba de otras visitas, por cierto, de más encopetado rango que aquel simple rabino.

—Si no mandáis otra cosa...

La voz del coadjutor, demandando instrucciones, lo devolvió a la realidad del momento.

—Gracias, padre, únicamente deseo que nadie nos importune.

El clérigo cerró la puerta silenciosamente y ambos hombres quedaron frente a frente. El obispo, jovial y confianzudo, tomó a Rubén por el brazo y en tanto lo conducía hacia los dos sillones que estaban junto a la balconada, dijo meloso y amigable:

—Mi buen rabí, imagino que la meditación y el sosiego habrán hecho mella en vuestro intelecto y espero que vuestras ideas hayan madurado, han transcurrido ya dos meses desde la última vez que nos reunimos, y desde entonces mucha agua ha bajado por el Guadalquivir. Su ilustrísima, el arzobispo Gómez Barroso, aún vivía, y por lo tanto otro era entonces mi cargo, ahora soy yo el obispo de esta diócesis y como tal os he convocado, daos cuenta que el tiempo apremia.

—Vos, antes y ahora, siempre habéis sido un hombre de religión, reverencia, y bien sabéis que si bien los hombres mudan, las leyes de Dios son inmutables. Todas mis creencias están sustentadas en la ley y en los profetas igual que las vuestras, es pena que las tres religiones que se fundamentan en «el Libro» estén separadas por una serie de cosas que para cada uno de nosotros son irrenunciables.

Ambos hombres se había ubicado en los sillones y el obispo había ocupado aquel que al entrar la luz por la espalda, lograba que el visitante viera su figura silueteada por un nimbo resplandeciente y casi mayestático.

—Pero debéis tratar de entenderme, amigo mío, Jesús vino a cambiar la ley y los profetas, a los que vos aludís; justo es que intentéis, por el bien de vuestra comunidad, adecuaros a los tiempos. Nos no podemos permitir que unas manzanas, digamos que en mal estado, contaminen a las que constituyen el pueblo de Dios.

—Hablé en más de una ocasión con vuestro antecesor y jamás me insinuó el más mínimo comentario al respecto de que me conviniera cambiar de religión.

—Los tiempos en los que mi antecesor tuvo que desarrollar su pastoral tarea fueron ciertamente otros muy diferentes a los que nos tocan vivir ahora. No quiero juzgar su actividad cerca de la diócesis pero, tal vez, si se hubiera mostrado más severo al respecto de algunas facetas del dogma, no hubieran llegado las cosas al extremo al que han llegado ahora.

—Y el precio, según vuestra reverencia, es que este humilde rabino reniegue de una religión que es la madre de la vuestra y que tiene tres mil trescientos años de antigüedad.

—¿Qué hubieran hecho al respecto los jueces de Israel con las gentes que tuvieran creencias diferentes?

—Sabéis que entre los judíos moraban en Jerusalén, ¡loado sea su nombre!, gentiles y gentes de otras creencias.

—Pero ninguno de ellos atentó contra la vida de alguno de sus profetas.

—Ninguno de nuestros profetas se atribuyó la filiación de Dios e intentó cambiar el mundo.

—Llegamos otra vez al callejón sin salida al que llegamos la otra vez. Hasta ahora os he hablado como a un colega en religión, ahora os voy a hablar como hombre que está metido en las decisiones de la alta política.

—Os escucho.

—Ved que en cualquier circunstancia y época existen fanáticos, y tanto mi persona como la del alguacil mayor don Alvar Pérez de Guzmán, intentamos por todos los medios enfriar los ánimos. Es por ello que os he querido convencer de la conveniencia de convertiros. Tal como os dije, ocuparíais un cargo preeminente, más importante del que ahora ostentáis, y vuestro ejemplo, sin duda, arrastraría a la nueva Fe a muchos correligionarios vuestros que se notarían justificados en su decisión y confortados en sus conciencias al seguir el ejemplo de su rabino. Eso haría que la simiente de ese fanático arcediano, Ferrán Martínez, quedara estéril. De no hacerlo de esta manera, temo por vos y por los vuestros.

—¡Adonai sea loado! ¿Qué puedo hacer, pobre de mí, si no es dar ejemplo a los míos? ¿Pensáis que a mi pueblo le place crear tensiones? Toda la aljama a la que pertenezco y que me honra con su confianza no hace otra cosa que dedicarse a sus quehaceres y trabajos, no veo el porqué de esta inquina y de esta malevolencia, os consta al igual que a mí que hemos vivido en paz muchos años, sobre todo cuando estos reinos estaban bajo el poder de los califas.

—La religión del islam es posterior a las nuestras y no ha tenido influencia ni roce alguno con la de vuestro pueblo, y, por qué no decirlo, no se dedicó jamás a cobrar los impuestos de sus súbditos.

—Alcanzamos, y os consta, puestos de favor e influencia tanto dentro del califato como posteriormente en los reinos cristianos. El buen rey Enrique nos protegió hasta su muerte, y nuestro actual monarca el rey Juan I siempre ha estado a nuestro lado. Fijaos que el doctor Ben Grescas ha sido el médico de las dos reinas, tanto de doña Leonor de Aragón como posteriormente de doña Beatriz de Portugal, ambas nos protegieron. Y cuando se desencadenó contra mi pueblo una persecución como fueron los sucesos de Toledo de hace seis años o los desmanes cometidos aquí en Sevilla el último marzo, os consta que el alguacil mayor don Alvar Pérez de Guzmán acudió acompañado de los alcaldes Rui Pérez Esquivel y Fernando Arias de Cuadros, al frente de gentes de la nobleza, a proteger la aljama, y los culpables fueron condenados a azotes.

El tono de su excelencia reverendísima cambió súbitamente.

—¡Sabéis perfectamente que el castigo hubo de ser levantado por la presión ejercida por el pueblo amotinado!

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