Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—Ésa es mi queja, esa actitud es la que hace creer a las gentes que los desmanes quedan impunes y animan a los desfachatados a atacarnos de nuevo.
La voz de Rubén era calmada pero tensa.
—¡No me entendéis o no queréis entenderme! A los de vuestra raza les encanta argumentar y perder el tiempo en estériles y vanos razonamientos. ¡Emplead vuestros argumentos con los vuestros, no conmigo! Las circunstancias me sobrepasan y ningún hombre puede detener la lava de un volcán, si no os allanáis a lo que os he propuesto y no os convertís dando ejemplo a vuestra comunidad o no partís de Sevilla, me veo incapaz de garantizaros el futuro, y lo que os ocurra a vos y a vuestro pueblo será de vuestra única y exclusiva responsabilidad.
Rubén sintió que en aquel instante la sangre abandonaba sus mejillas helándose en sus venas, y se oyó a sí mismo responder.
—Reverencia, mi raza tiene la piel de la espalda curtida a latigazos desde hace siglos, no creo que los verdugazos que puedan recibir unos pocos alteren el curso de la historia de mi pueblo.
El prelado se levantó del sillón y, yéndose al rincón de la biblioteca, tiró de un grueso cordón, a lo lejos sonó una campanilla y al punto se abrió la puerta y apareció el secretario que anteriormente había introducido a Rubén.
—Acompañaréis al rabino, que debe marchar.
Rubén se puso en pie.
—Os repito por última vez que de vos depende todo, quedo desde este instante exonerado de cualquier desgracia que acontezca. Y jamás digáis que no os previne o que no lo intenté por todos los medios.
—Agradezco, ilustrísima, vuestros desvelos, pero no queráis cargar sobre mis humildes hombros cuestiones que están debatidas hace mucho y en círculos totalmente ajenos a mi modesta persona y sobre todo mucho más altos. Toda consecuencia nace de una acción definida, el hecho de que un pobre rabí se niegue a convertirse a vuestra religión o a marcharse de una ciudad en la que tiene derecho a habitar porque así lo dictan las leyes del rey, no debería desencadenar nada en absoluto; si así es, atribuídselo a la intolerancia y al fanatismo de muchos de los vuestros, no a mí.
—Podéis retiraros, id con vuestro Dios.
—Quedad con el vuestro.
Cuando Rubén llegó a su casa vio aterrorizado cómo la enjabelgada tapia que circunvalaba el jardín se mostraba llena de pintadas obscenas y amenazantes que aludían a él y a los suyos y su ánimo desfalleció.
La explanada del templo estaba llena a rebosar, acogía a una variopinta multitud que dos horas antes del comienzo del sermón ya se afanaba, en las cercanías de la gran puerta, para intentar ocupar luego un lugar destacado y a ser posible cercano al barroco pulpito desde donde el arcediano Ferrán Martínez iba a derramar su arrebatada y elocuente dialéctica sobre la muchedumbre de sevillanos que, conocedores de los argumentos que acostumbraba a esgrimir habitualmente el predicador, se refocilaba en ellos, ya que el que más y el que menos disfrutaba al escuchar pestes y maldiciones sobre aquella raza maldita a la que, desde su más tierna infancia, habían enseñado a odiar a causa de los latrocinios y abusos que con ellos cometían algunos de sus miembros más desaprensivos en detrimento de aquellos otros cuya conducta era irreprochable.
Rodrigo Barroso y su compadre Aquilino Felgueroso, que se le había arrejuntado meses después de salir de la trena al recibir recado que le llegó a través de un comerciante amigo del primero por el cual supo que el bachiller estaba vivo, y guardando el secreto porque así se lo ordenaba el mensaje de su compinche, habían oído el sermón del arcediano en repetidas ocasiones. Su verbo cálido había inflamado el odio, ya de por sí al rojo vivo, que desde siempre habían profesado a cuanto oliera a judío, amén que atribuían su, para ellos injusto, castigo a la influencia que aquellos réprobos y detestados esbirros, representados por la familia de los Abranavel, habían alcanzado en la Corte de Toledo y cerca del anterior monarca. La primera vez que coincidieron con el arcediano fue en Talavera, en las fiestas del patrón, y Barroso comunicó a su compadre, luego de escuchar el sermón, que había hallado a su ideólogo y que jamás había oído exponer a nadie con tanta claridad y acierto las cosas que él pensaba pero que su parvo verbo le impedía en ocasiones explicar. A partir de ese momento se dedicaron a seguir sus pasos y se constituyeron en los más entusiastas seguidores y, por ende, propagadores de su doctrina. En tanto iban bajando hacia el sur, no perdían ocasión, donde hubiera reunión de cristianos, de fomentar el resentimiento y la intolerancia hacia los semitas usando los más diversos argumentos y las teorías y calumnias más torticeras y adulteradas. La cumbre de su dicha la alcanzaron en Sevilla, ya que una casual coyuntura les llevó a saber que el nuevo y afamado rabino de la aljama de la Puerta de las Perlas era Rubén Ben Amía, que años atrás había desposado a la única hija de dom Isaac Abranavel, a cuya muerte asociaban su castigo; entonces, el motivo de su odio tuvo ya un protagonista. En cuanto el bachiller supo de tal circunstancia demandó sin dilación audiencia al nuevo obispo Servando Núñez Batoca para presentarse a él y ofrecer sus servicios para cualquier misión que requiriera de alguien experto y discreto en perjudicar judíos; y ante la demanda de éste de informes que avalaran tal pretensión, le sugirió que se pusiera en contacto con su antiguo y dilecto protector, don Alejandro Tenorio y Henríquez, epíscopo de Toledo, cosa que por lo visto ya había hecho ya que un clérigo del cabildo se había presentado aquella misma mañana en el figón donde alojaban sus huesos para comunicarle que su ilustrísima tendría el placer de recibirlo al día siguiente en su palacio a las diez en punto de la mañana.
Las puertas del templo de la Trinidad, que anteriormente había sido mezquita, se abrieron de par en par y la ingente multitud se puso lentamente en marcha ya que la angostura de la entrada debía canalizar hacia el interior aquella riada humana que casi a dentelladas pugnaba por un lugar junto al Sol. Los mendigos y falsos lisiados que habían pretendido obtener aquella tarde pingües beneficios apelando a la caridad de tan devotos cristianos, fueron arrollados sin contemplaciones y los reniegos e imprecaciones llenaron el aire en tanto que algunos despabilados «aliviadores de lo ajeno» del afamado patio del Compás, reputada escuela de tunantes sevillanos, sin tener en cuenta que era mayo, intentaban por todos los medios hacer su agosto.
El bachiller y su compadre, arrimados al muro y una vez entrados en la iglesia, fueron avanzando, apartando bruscamente a cuantas personas obstaculizaran su progresión, en cuanto al segundo, menos fanático y más mundano que el primero, no desaprovechaba ocasión, caso que se le pusiera a tiro, de pellizcar algunas que otras posaderas de alguna garrida moza que, descuidada, hubiera rebajado la guarda de la defensa de su castidad, ya que en tan santo lugar se suponía que los hombres iban a escuchar un sermón y a rezar y no precisamente a magrear las carnes de alguna confiada devota. Los «id a tocar a la barragana de vuestra madre, tío cochino», murmurados a media voz se mezclaban con los «¿por qué no os vais a fornicar al infierno?, ¡súcubo de Satanás!». De esta forma llegaron a los aledaños del púlpito, y cuanto vieron que el lugar que ocupaban al pie del mismo era de los más deseados por el público cejaron en su empeño de buscar otro mejor. La iglesia estaba atestada, excepto la colegiata, a la que era imposible acceder ya que estaba cerrada a cal y canto por temor a que la turba perjudicara la preciosa sillería que la adornaba. Se podía afirmar que todo el resto estaba ocupado en su totalidad, inclusive en el coro la gente se arracimaba, intentando asomar la cabeza por encima de la balaustrada. Si se exceptuaba en el presbiterio, donde los principales de la ciudad gozaban de una más espaciada ubicación, se podía decir con propiedad que en el resto del templo no cabía un alma.
La luz de los hachones y de las lámparas centrales proyectaba sobre los muros fantasmagóricas sombras que, expectantes, aguardaban inquietas a que el predicador ocupara su lugar. Precedido por dos acólitos que le abrían paso desde la sacristía, apareció el arcediano que, vistiendo sobre su hábito marrón una sobrepelliz blanca con adornos de encaje de amplias mangas, se dirigió a la base de la escalerilla que ascendía hasta el pulpito, en tanto que a su paso la multitud se iba abriendo respetuosa como las aguas del mar Rojo lo hicieron para que pasaran los israelitas perseguidos por las tropas del faraón. Con paso mesurado y solemne, subió los ocho escalones que le conducían hasta la elevada y cubierta plataforma, y cuando su rostro se asomó por encima de la trabajada baranda de madera un murmullo contenido y sordo se fue levantando entre los asistentes. El aspecto del hombre era impactante, flaco casi enteco, las mangas del sobrepelliz parecían flotar, cual si fueran alas de un gran pájaro, alrededor de él cuando al hacer la genuflexión se agarró a la balaustrada y separó los brazos del cuerpo; la faz, pálida y cadavérica; el cabello, ralo y escaso; las manos, huesudas y los dedos largos cual afiladas garras; el aspecto del conjunto imponía un respeto reverencial. Un silencio curioso sobrevoló la multitud, roto únicamente por el llanto de un niño al que su madre se apresuró a callar tapándole la boca con el pico del mantón.
Entonces el predicador volvió su rostro hacia el presbiterio y comenzó.
—Dignísimas autoridades civiles, militares y eclesiásticas, amados míos en Cristo. —Ahora hincó de nuevo su rodilla en el suelo de la plataforma y dirigió su mirada al sagrario—. Con tu permiso, soberano Señor sacramentado.
Una pausa larga y silente abarcó el espacio de las tres naves y miles de ojos parecieron quedar prendidos en el embrujo de su mayestática figura. La voz que salió de aquel pecho era otra y mucho más grave de la que había iniciado la salutación.
—¡¿Habéis comido últimamente hermanos?! —¿Qué era lo que decía aquel hombre? Ahora sí que no había un alma que no atendiera, aquel arranque había captado en un instante la atención de todos los presentes—. ¡¿Habéis comido el pan de la divina palabra?! O por el contrario estáis ayunos de ella... ¡No! Y es por ello por lo que estáis hoy aquí hambrientos del verbo que alimentará vuestro espíritu, tan necesitado de ello como lo está vuestro cuerpo terrenal, que no puede subsistir si no cuidamos de él y le damos todos los días su alimento. He venido hoy para proveeros de tan elemental manjar del que a veces, y sin ningún derecho, se os priva; y se hace de un modo sutil, de manera que el cuerpo social que sois todos morirá un día de inanición espiritual porque día a día, y buscando su interés personal, quienes debieran cuidar de atenderos no lo hacen, anteponiendo mejor su propio beneficio al bien común que es lo que debieran procurar... Sí, hijos míos, triste es decirlo, pero hoy día en Sevilla y en casi toda España vale más un mal judío que un buen cristiano. Y ¿sabéis por qué? Yo os lo diré: porque a la corona le rinden más servicios estos perros que las buenas gentes. —El tono iba in crescendo—. He dicho «perros» y lo he dicho a conciencia, estos perros que olisquean las basuras, no se integran en el cuerpo social, viven aparte porque así lo determinan las leyes al ver cómo ellos jamás se quisieron mezclar con los demás, renunciando a sus prácticas heréticas, y de esta forma se protegen unos a otros, acaparan los buenos negocios y dejan que los trabajos más duros los realicéis vosotros. Pero eso no es todo, hermanos, cuando un campesino, trabajando de sol a sol y luchando a brazo partido con las inclemencias del tiempo, ha recogido su trigo viene entonces el judío y se lleva el fruto de su trabajo con el inexcusable pretexto de que lo hace en nombre del rey. Es por ello que vale más para el monarca ese cuervo que un simple súbdito; pero aún hay más, lo peor es que grava el impuesto con un interés superior al que corresponde y que ese rédito va a parar a sus arcas, de modo que el labrador debe pignorar la cosecha del siguiente año para poder comprar semilla y de esta manera al cabo de un tiempo, al no poder pagar los intereses, pierde el campo y deja a su familia en la miseria. Todo esto os lo digo de pasada pues no es éste el foro para hablar de estos temas pero sé y me consta que además del espíritu debéis atender a vuestros cuerpos que, al ser templos del Espíritu Santo, sí son de mi competencia, ya que un cuerpo debilitado no sostiene a un espíritu libre y sin esa capacidad de discernimiento no podréis tomar las decisiones que un buen cristiano debe tomar en momentos de crisis.
La calva del predicador transpiraba copiosamente y durante una pausa, buscada hábilmente para que las buenas gentes fueran digiriendo sus palabras, extrajo del hondo bolsillo de su sotana un pañuelo y enjugó las gotas de sudor ostensiblemente, a fin de que el público viera y captara la calidad de su esfuerzo y prosiguió.
—¿Qué hombre bien nacido permitiría que los asesinos de su padre no solamente moraran sino que medraran a su costa y a su lado? Yo os lo diré... ¡Nadie! Quien tal hiciera sería un mal nacido y no merecería sino el desprecio de sus vecinos. Pues bien, vosotros permitís que a vuestra costa y a vuestro lado vivan gentes que nada es que hubieran matado a vuestro padre, no... vosotros convivís y dais de comer a quienes mataron a Jesús y Jesús no es únicamente vuestro padre, Jesús lo es todo, vuestro padre, vuestro hermano y vuestro Dios, y vosotros con vuestra actitud tibia, pasiva y desmedrada lo volvéis a crucificar una y mil veces cada día. ¿Cuándo pensáis desagraviarlo?, ¿qué es lo que aguardáis? ¿Tal vez una nueva señal del cielo? ¿Una voz que os diga que la hora es llegada? Pues bien, esta voz es la mía y ya ha llegado. Sobre la conciencia de cada uno caiga su desidia y la falta de una acción que nos salve de esa plaga inmunda. En los Evangelios está todo aquello que nos orienta en cualquier momento y situación de nuestra vida. ¿Qué es lo que dice el Señor a Judas cuando éste lo besa antes de entregarlo? La voz de Jesús se alza dolorida y dice aquellas palabras que aún resuenan en los oídos de los buenos cristianos: «Lo que tengas que hacer hazlo pronto.» Yo os digo, ¡mejor os conmino, os exhorto, os requiero, os exijo!, que lo que tengáis que hacer lo hagáis pronto, el día de la ira de Dios está cerca y vosotros habéis de ser su instrumento.
Y de esta manera siguió su discurso el arcediano encendiendo los ánimos de las buenas gentes a las que su habilidad incitaba diestramente apelando a su obligación de cristianos contra aquellos que se llevaban el pan de sus hijos. Al salir del templo, el bachiller tenía algo en la mirada que obligó a su compinche a interrogarlo.