La Saga de los Malditos (63 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—¿Qué de nuevo habéis captado en esta ocasión en el discurso de este hombre que hace que vuestra mirada tenga esta peculiar expresión?

—La Biblia dice algo al respecto de que hay que devolver «Ojo por ojo y diente por diente», y no estoy dispuesto a cargar sobre mis hombros una nueva crucifixión del Señor.

—¿Y?

—Pues que una crucifixión se compensa con otra crucifixión.

—No os comprendo.

—«Hay tiempo para hablar y tiempo para callar, y el tiempo de hablar aún no ha llegado.»

—¿Se os ha pegado el lenguaje evangélico del predicador?, no entiendo lo que queréis decir.

—Tomadlo así si así os place. No es momento todavía, cuando llegue el día ya os lo aclararé.

Despedidas

A principio de los cuarenta el ejército alemán triunfaba en todos lo frentes y la marea de la represión judía crecía imparable. En enero se instalaban en Oswiecim (Polonia) los primeros barracones de lo que luego habría de ser el campo de exterminio de Auschwitz. En febrero se hacía la primera deportación de judíos alemanes a la Polonia ocupada. En abril los nazis ocuparon Dinamarca y Noruega, clausurando el gueto de Lodz con doscientos treinta mil judíos dentro, y en mayo invadieron Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo.

El clima en Berlín era de euforia total. Los teatros, cines y cabarés registraban unos llenazos impresionantes. Desde las diez de la mañana, la gente se arremolinaba en las taquillas y las colas de la primera sesión de la tarde en el Haus Vaterland y en el Wintergarten daban la vuelta a la manzana. Para conseguir una entrada para el espectáculo del Plaza,
Fuerza por la alegría,
debía sacarse con más de un mes de antelación. Todo el mundo comentaba el arte de la bailarina americana Myriam Verne, el sentimiento de exactitud en las actuaciones de las hermanas Hópner o el donaire de la húngara Rosa Barsony. De cualquier manera, la opereta continuaba siendo la reina en los gustos artísticos de los alemanes, y el Admiralpalast y el Metropoltheater estaban permanentemente llenos. Sin embargo, dicho clima no era el mismo para todo el mundo. La presión que ejercía la Gestapo a fin de cazar a los responsables del atentado del Berlin Zimmer, aunque discreta y soterrada, no cejaba y se hacía insostenible, de modo que Manfred y Karl Knut se veían abocados a huir urgentemente de la capital so pena de caer en manos de aquellos verdugos.

En aquellos meses, el aspecto de Manfred había cambiado y no sólo exteriormente. El pelo crecido, la barba recortada y las largas patillas subrayaban una mirada taciturna y un rictus en su boca que delataban una amargura interior desaforada. De aquel alegre muchacho de los días de la anteguerra no quedaba nada y, en aquel sótano, nadie le volvió a ver sonreír. Únicamente parecía despertar de su letargo cuando en su presencia se forjaban planes de huida para Karl y para él, o de venganza, que tuvieran que ver con los causantes de su desgracia.

Sigfrid luchaba por dotarle de nueva documentación pero su salida del escondrijo entrañaba grandes dificultades, ya que un muchacho de su edad sin el uniforme de alguno de los cuerpos del ejército o de la policía, era en aquel Berlín del cuarenta y uno una rara avis. Además, el asunto de Manfred, cuyo rostro había salido en los periódicos, todavía entrañaba más peligro, y caso de ser detenido el final estaba cantado.

El plan inicial estaba someramente bosquejado, aunque Sigfrid estaba disconforme con él. Pretendían sacarlo de noche de la ciudad, caminando fuera de las rutas principales, para, en diferentes etapas, llegar a Austria y pasar a Italia por los Alpes. Para todo ello era preciso armar una red de expertos guías y de seguros refugios que cubrieran las diferentes etapas, y que el Partido debería poner a su disposición, lo cual, si pretendían puentear a Bukoski, como era el caso, era harto complicado. Luego estaba el tema de Karl. La intención era que así mismo saliera de Berlín, pues tarde o temprano comenzarían a buscarlo; pero si conseguir papeles y ayudas para uno era complicado, para dos todavía lo era más. Caso de conseguirlo, se integraría en las filas de la activísima célula comunista de Roma, en tanto que Manfred se dirigiría al núcleo semita de la Ciudad Eterna, ya que la persecución judía en Roma, al estar dominada por
el fascio,
no tenía, por el momento, la intensidad ni la virulencia de la de la capital de Alemania.

Eric, a través de Hanna, estaba al corriente de cuanto acontecía, y de todas maneras se citaba periódicamente con Sigfrid, que le daba el parte de ciertas cosas, no todas, sobre los avatares que seguía la vida de su hermano, sin nada decir sobre dónde se hallaba escondido ni de los planes futuros que se pretendían seguir para sacarlo de Berlín. Lo que jamás hacían era verse los tres en un lugar público, a fin de que nadie pudiera asociar a Hanna con él.

La muerte de Helga fue como un mazazo brutal para todos, pero, aparte de Manfred, a quien más afectó fue a Hanna, que en aquel instante tomó conciencia de que todo aquello no era un juego de estudiantes, que la parca había mostrado su descarnado rostro y que podían morir otros muchos.

Llegó la hora de la despedida de Eric, que debía incorporarse a la base de submarinos ubicada en Kiel en el plazo de cuarenta y ocho horas. Por la tarde se entrevistó con Sigfrid en la terraza del Adlon. Cada uno sentía un profundo afecto y un sincero respeto por el otro. Su amistad de tantos años se imponía al color de las ideas políticas, aunque las circunstancias hacían que éstas estuvieran cada vez más próximas, pues los acontecimientos habían arrinconado las convicciones de Eric y la venda, que en muchas ocasiones le había impedido ver hechos brutales, que justificaba como el parto que iba a alumbrar el nacimiento de la gran Alemania, había caído de sus ojos. Ambos habían madurado por encima de sus respectivas edades y de aquellos muchachos idealistas y de creencias irrebatibles, aunque opuestas, de la época de la Olimpiada, poco quedaba. Luego de pedir algo para beber y ya cuando se quedaron solos comenzaron su discurso.

—¿Cómo está Manfred?, me gustaría verlo antes de irme.

—No puede ser, Eric, ya sabes que no depende de mí, he de obedecer órdenes y todo lo que represente un riesgo que haga peligrar la seguridad de otras personas, escapa a mis posibilidades.

—Lo entiendo, trasmítele de mi parte todo lo que lamento la muerte de Helga y dile que siempre estaré con él, añádele que cada vez comprendo más cosas que antes me sonaban a elucubraciones suyas, y que ha resultado que el que antes se dio cuenta de lo que iba a pasar fue él.

—No te hagas mala sangre, yo me tuve que caer del caballo, como Pablo de Tarso, para darme cuenta de que mi rodilla no era lo más importante del mundo, y si alguien sabe que lo que digo es cierto, ése eres tú; pero todo esto, ahora, ya no conduce a nada, hablemos del futuro. Me has dicho que te vas de Berlín mañana por la tarde, ¿es definitivo? Y si es así, ¿cuánto tiempo vas a estar fuera?

—Todo se ha precipitado, Sigfrid. La mierda de esta guerra a la que nos vemos arrastrados por este loco ha cambiado todas las cosas. Antes lo normal era hacer prácticas en el barco que te tocara durante un período de seis meses, ahora nada más te puedo decir que mi misión a bordo es la de oficial de radio y trasmisiones, y que mi barco, finalmente, es el
U. BOOT. 285
con base en Kiel, un submarino de novatos, aunque se comenta que en cuanto se estabilice la cuestión francesa la marina alemana establecerá una base en Saint Nazaire y nos integrarán a submarinos de combate.

—Pero ¿no sabes si regresarás a Berlín unos días o ya te vas definitivamente?

—Lo que te he dicho es todo lo que sé, lo demás son meras conjeturas.

—¿Te das cuenta de lo que está pasando? Hace unos años todos sabíamos, más o menos, lo que podrían ser nuestras vidas, ahora un viento fatal se ha abatido sobre nuestro mundo y valores que parecían inamovibles se han desmoronado como un castillo de naipes por obra y gracia de este iluminado.

—Tienes razón y reconozco que me ha costado verlo, pero él pasará y Alemania seguirá su camino, y aunque no pueda estar de acuerdo en la política que se ha llevado hasta ahora en lo interno y sobre todo en la cuestión judía, en la que me siento profundamente implicado, mi honor me exige defender a mi patria ante cualquier agresión externa. Y me guste o no, a Hitler lo eligió el pueblo alemán democráticamente y por ahora el éxito de los ejércitos alemanes es incuestionable.

Ambos amigos quedaron en silencio unos segundos.

—¿Qué sabes de tus padres?

—¿No te ha dicho Hanna que ha llegado una carta desde Budapest?

—No he podido hablar con ella desde el viernes, antes de mi marcha he tenido demasiadas cosas que resolver, hoy iré a dormir al estudio, quedamos que la última noche la pasaríamos juntos. ¡Cómo me hubiera gustado poderme casar con tu hermana a la antigua usanza, rodeados de nuestras familias y felices! Pero hasta en la persona que elige tu corazón se ha metido el partido nazi. Si ahora nos casáramos correríamos ambos un gran peligro, espero que cuando todo esto acabe podremos regularizar nuestra situación, en caso contrario me iré de Alemania.

Sigfrid, que había sacado la carta de sus padres del bolsillo interior de su cazadora, comentó al entregársela:

—Si mi madre supiera que Hanna y tú os acostáis sin estar casados le da un síncope.

—Si la mía supiera que mi novia es medio judía le daría otro. Pero ¿crees acaso que a mí me agrada estar con la mujer que amo como si estuviera haciendo algo malo y escondido como un proscrito? Son las malditas circunstancias y estas teorías absurdas de la superioridad de la raza aria que ha querido implantar el del bigote, imagino que por el complejo de inferioridad que le debe atenazar sólo con mirarse al espejo.

—Se dice que tiene sangre judía.

—No sé si es cierto, pero de lo que no hay duda es de que su sobrina Geli Raubal se pegó un tiro con su pistola cuando ese cerdo, que estaba encabronado con ella, que por cierto era menor de edad, se enteró que tonteaba con su chófer
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.

—Y ese pájaro es el que dicta las normas morales de Alemania.

Otra vez quedaron en silencio y luego Sigfrid se arrancó de nuevo.

—Volviendo al desmayo de mi madre, para mí es como si Hanna y tú os hubierais casado. Que tu mejor amigo se convierta en tu cuñado es lo mejor que le puede ocurrir a uno, porque de alguna forma te escogí y no he corrido el riesgo de emparentar con un imbécil, cosa bastante frecuente y que ocurre en las mejores familias cuando los padres intervienen en la elección de sus futuros yernos. Ahora quiero dejar claro algo: si algún día os hartáis de aguantaros no pienso tomar partido por ninguno de los dos; y ya le he dicho a Hanna que, pase lo que pase, seguiré siendo tu amigo, y a ti te digo que ella siempre será mi hermana.

Eric no pudo dejar de sonreír ante la proclamación de amistad de Sigfrid.

—¿Me dejas leer la carta de tus padres?

—Sí claro, ten en cuenta que es anterior a todo lo de Manfred y desde entonces no hemos tenido noticias de ellos.

Sigfrid tendió la carta a su amigo y éste, tras mirar el matasellos y las señas y comprobar que iba dirigida a Manfred, la sacó del sobre y se puso a leer.

Querido señor Sikorski:

Deseo que al recibir la presente todos ustedes estén bien como lo estamos nosotros.

Paso a relatarle una serie de cosas que creo debe saber al respecto de los sucesos acaecidos desde que se fue a Berlín la estudiante que le recomendé, Renata Shenke, y que me consta por las cartas que me ha ido enviando que está bien atendida y que la han ayudado en todo lo que ha ido necesitando.

Coincidiendo con su partida, como bien sabe, Alemania y Austria unieron sus destinos, y en esas fechas decidieron mis superiores enviarme a Budapest —no sé si definitivamente, esto nunca se puede afirmar con rotundidad ya que las circunstancias son cambiantes—, en donde puedo seguir ejerciendo mi profesión gracias a las ayudas que mi gremio aporta a todos aquellos mutualistas que están en mis circunstancias. El traslado lo realicé de igual manera que la última vez pero sin mayores problemas, ya que en esta ocasión no estaba cerrada la salida para nadie que tuviera la documentación pertinente en regla, y éste era mi caso. Mi esposa y yo mismo nos hemos adecuado bien a la vida de esta hermosa capital, aunque debo decir que ella ha encajado mucho peor el cambio ya que, al no tener aquí a sus seres más queridos, se pasa los días añorada y urgiéndome a que haga algo al respecto, pero tal como están las cosas poco puedo hacer por el momento. Al no tener todavía una dirección fija le ruego me escriba a Budapest al apartado de correos N° 285213 a mi nombre: Hans Broster Shuman. Cuando lo haga procure relatarme cuantas cosas pueda de todos los amigos comunes, porque al estar lejos todo cobra una dimensión diferente y sobre todo servirá para que mi esposa recobre dentro de lo posible la paz tan anhelada.

Reciba la muestra de mi consideración más distinguida.

Hans Broster

Cuando Eric le devolvió la carta, Sigfrid comentó:

—Como puedes ver, es anterior a todos los sucesos y desde entonces, imagino que porque han visto en la prensa la fotografía de Manfred, no han vuelto a escribir.

—Qué lástima me da la gente de la edad de tus padres, arrancados de su mundo y sin capacidad de acoplarse a todo lo que está viniendo, familias desgajadas y formas de vida extinguidas, a saber cuándo nos podremos reunir todos otra vez, como en los viejos tiempos.

—Cuándo, y si meramente podremos. Personalmente creo que este cataclismo arrasará Europa y nada volverá a ser como antes.

—Todo es prematuro y aventurado pero, cambiando de tema, quiero decirte algo. En cuanto tome posesión de mi cargo a bordo me enteraré de la fecha de embarque y veré las maneras de contactar con vosotros. Tal como están las cosas, no soy capaz de estar desconectado durante meses.

—Imagino que «vosotros» quiere decir más bien Hanna.

—Principalmente, pero os quiero a todos y todos me preocupáis. Hablando de otra cosa, ¿qué tal funciona la radio que montamos?

—Perfectamente, aunque, siguiendo tus consejos, mis mensajes nocturnos son muy cortos y espaciados. Ni que decirte tengo que siempre entro en la casa de madrugada. Ahora está completamente abandonada, ya sabes que los Hempel marcharon a Checoslovaquia porque Heydrich los reclamó. Desde que tío Stefan salvó a su hija, lo lleva a cualquier destino donde vaya con su familia, si no su mujer se niega a seguirle. Por otra parte, y siguiendo la rutina de precauciones que me he impuesto, siempre me acompaña un camarada que se ocupa de la vigilancia, es un tipo fantástico, y los tiene bien puestos. Como ya te vas de Berlín voy a cometer un desliz, se llama Karl Knut. Si algún día te debes poner en contacto conmigo y no estoy localizable por lo que sea, voy a darte su número de teléfono, su dirección y una clave, él me encontrará.

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