Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Eric llevaba navegando a sus órdenes más de un año y su puesto en la nave era el de oficial de trasmisiones.
Aquel atardecer estaba esperanzado. Había sabido, luego de ajustar los diales de su Enigma y combinar mediante el código de claves las tres ruedecillas que dotaban al teclado de la máquina de valores diferentes de los que indicaban las superficies de sus pulsadores, que se dirigían a un punto de encuentro que solamente conocería el comandante a través de los datos que él le suministrara. Allí se encontrarían con otros U. BOOT y con su nave nodriza. Hacía seis meses que había zarpado de Kiel y rodeando Dinamarca, atravesando los estrechos de Escagerrat y Kategat, se habían internado en el mar del Norte. Allí, tras encontrarse con tres submarinos más, habían iniciado la cacería hundiendo más de cuarenta y tres naves, doce de ellas de guerra y las otras, mercantes, pertenecientes a convoyes que suministraban provisiones y auxilio a Gran Bretaña. Eric no se acostumbraba a aquella pérdida de vidas humanas, aunque comprendía que de ello dependía el futuro de Alemania y, pese al peligro y a las condiciones extremas en las que transcurría su existencia, de no ser por la ausencia de noticias de Hanna y la angustia de estar lejos de los suyos, aquel ambiente de camaradería le era mucho más grato que el que se respiraba en Berlín en los últimos tiempos. El compañerismo, la intensa actividad y la responsabilidad de su trabajo, le compensaban de las penurias y precariedades de la vida a bordo. Su acomodación a aquel medio no fue fácil y creía que a ciertas cosas no se adaptaría jamás.
La primera vez que, tras lanzar dos torpedos que fallaron por defectuosos, tuvieron que sumergirse rápidamente acosados por tres destructores ingleses que les lanzaron un sinfín de cargas de profundidad durante más de una hora y media, no se le olvidaría ni aunque pasaran cien años. El comandante ordenó inmersión rápida y luego de sentir cómo el submarino temblaba de arriba abajo a cada explosión, como un animal herido, decidió acostar la nave en el fondo del lecho marino, al límite de la resistencia del tubo interior
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, guardando un silencio ominoso y absoluto a fin de que los hidrófonos enemigos no los detectaran, aguantando estoicamente las acometidas de las cargas que sacudían la nave abriendo pequeñas vías de agua que atendían los hombres especializados en tal misión, esperando que la siguiente explosión fuera la definitiva. El recuerdo de aquella terrible experiencia todavía atormentaba sus escasos sueños. Todos los hombres que en aquellos instantes no eran necesarios, estaban acostados en sus estrechísimas literas, porque estaba probado que un hombre inactivo consumía menos oxígeno; las planchas de las cuadernas y los montantes de los compartimientos estancos crujían, las juntas de los tubos rezumaban agua y algún que otro tornillo saltaba súbitamente y su impacto contra el metal era como el disparo de una Luger
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. Las luces innecesarias estaban totalmente apagadas y las órdenes del comandante se trasmitían de boca en boca para no usar los tubos acústicos interiores. Cuando ya pareció que los destructores se alejaban, y tras aguardar un tiempo de seguridad, la voz de Schuhart chirrió por la metálica megafonía galvanizando a toda la tripulación:
—¡A los puestos de inmersión!
La dotación de guardia del puente se agrupó bajo la escotilla inferior en la sala de control en tanto se ponían los impermeables por encima de los uniformes de cuero mientras que, nerviosamente, jugueteaban con los binoculares, a la vez que un suspiro de alivio recorría la nave. El ingeniero jefe ocupó su puesto detrás de los operadores de los hidroplanos desde donde podría corregir el balanceo y vigilar los dos indicadores de profundidad y el indicador fino, el Papenberg semejante a un termómetro grande que marcaba la profundidad hasta diez metros y se usaba para el mantenimiento de la misma durante la observación del periscopio.
La voz del Sabio resonó de nuevo.
—¡Suelten lastre!
Lentamente la nave se despegó del fangoso lecho y comenzó a subir desde el fondo.
—¡Suban al máximo hidroplanos de proa, hidroplanos de popa arriba, cinco!
El U. 285 se sacudió y gimió. La aguja indicadora del medidor de profundidad tembló. Los motores eléctricos comenzaron a zumbar a medida que la nave se deslizaba lentamente hacia arriba. En la sala de control reinaba un silencio total. El Sabio tenía la mirada clavada en las sondas de profundidad, cuyas agujas giraban en el sentido contrario a las del reloj.
—Ascendiendo a cincuenta metros.
A veinticinco metros, Schuhart ordenó una exploración hidrofónica. El operador no pudo captar ningún sonido a doscientos metros.
—¡Arriba periscopio!
Cuando la lente del prisma emergió en la superficie, el comandante se colocó la vieja gorra con la visera hacia atrás para que no le incomodara en la operación y echó un rápido vistazo alrededor. Todo estaba despejado y no se veía rastro alguno de destructores.
—¡Preparados para emerger!
La orden resonó como un alivio en los oídos de la tripulación.
—¡Vamos, arriba! —indicó el jefe, en tanto ascendía por la escalera de metal que salía de la sala de control a través de la escotilla inferior a la torreta.
—¡Llenen todos los tanques de lastre!
El cabo de mar abrió las válvulas principales del panel de llenado. El aire comprimido entró siseando en los tanques y en el acto la nave comenzó a hacerse más ligera.
—¡En la superficie!
La ansiada orden había llegado y el U. 285 ya oscilaba con el movimiento del mar. El ruido de las olas golpeando la piel de acero del submarino se podía oír por encima del estrépito de la sala de control.
La voz del comandante resonó de nuevo.
—¡Igualen presión abriendo escotilla superior!... ¡Ahora!
El aire fresco y frío entró en el interior de la nave cuando el comandante subió por la escalera de la torrecilla por la escotilla superior hacia el puente. La guardia, entre la que se encontraba Eric, subió tras él.
—¡Establezcan máxima flotabilidad con los diesel! ¡Y preparen los motores principales! —rugió Schuhart a través del tubo acústico del audífono de la torreta.
El submarino de nuevo se había convertido en una nave de guerra de superficie, sacudiéndose violentamente cuando el comandante exigió al jefe de máquinas una velocidad de quince nudos y los diesel se embragaron, convirtiendo su rítmico palpitar en un rugido.
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Mientras el morro de la nave hendía el oleaje del mar del Norte, rociones de espuma azotaron el rostro de Eric, indicándole que la pesadilla había terminado por el momento; y entre las brumas de la noche y la incipiente luz de la aurora boreal se le apareció la carita de Hanna. El U. 285 viró hacia el oeste y se dirigió al encuentro de su nave nodriza.
El encuentro fue dos días después, a las 15.35. A su llegada, otros dos «lobos grises» tenían sus mangueras empalmadas a la «vaca lechera» y la oleaginosa sangre ya circulaba por las venas de caucho, de la una a los otros, proporcionándoles la autonomía vital para seguir con su misión de combate o regresar a la patria.
Schuhart se abarloó a estribor de uno de los submarinos y tras el protocolario saludo de los comandantes, comenzó la farragosa tarea del aprovisionamiento. Todos los hombres útiles estaban en las respectivas cubiertas, el día era bueno para aquellas latitudes, y las chanzas y los vituperios iban de una a otra tripulación relatándose hazañas exageradas y porfiando por ver quién había llevado a cabo más capturas. Las neumáticas hacían innumerables viajes llevando y trayendo infinidad de provisiones, y hasta lujos de los que hacía meses no disfrutaban. Eric mandaba una de las lanchas y con él iba un subteniente destinado a los cabrestantes que colocaban los torpedos en sus respectivas cureñas y que al ser de su edad, originario de la región del Rhur y gran aficionado a la esgrima, al igual que él, se había convertido en su mejor amigo a bordo. Su nombre era Oliver Winkler y en los aprovisionamientos le habían asignado el rol de cartero del submarino y responsable de la distribución del correo. Ni que decir tiene que en tales circunstancias su ascendencia sobre todos alcanzaba su grado máximo, pues lo que más ansiaban aquellos hombres eran noticias de los suyos.
La gran saca ya estaba a bordo del U. 285 y, tras la entrega protocolaria de la documentación destinada a Schuhart, éste autorizó el reparto del correo. En aquellas circunstancias, a bordo se organizaba un extraño rito. Los hombres que tenían asignadas tareas, en caso de tener correspondencia, eran sustituidos por otros menos afortunados que carecían de ella. Un silencio se formaba en el interior de la nave, y cada uno procuraba refugiarse en su litera para poder gozar intensamente de aquel cordón umbilical que, a través de los mares, les unía a sus seres queridos. La esposa, la novia, los padres, los hermanos o los amigos. Cuando terminaban de leer, el silencio continuaba por un rato y cada cual rememoraba el escrito, se alegraba de las buenas noticias y se entristecía con las que le comunicaban sucesos luctuosos que cobraban un significado especial debido a la lejanía y al hecho irremediable de no poder hacer nada. Muertes de seres queridos, en casa o en los frentes de combate, desastres familiares, y pérdidas irreparables. Al instante se notaba por los rostros y actitudes de la tripulación si las nuevas habían sido gratas o sombrías.
Eric se refugió en su pequeñísimo espacio y se dispuso a leer con fruición las cartas que le había entregado Oliver Winkler. La letra del sobre de una de ellas era de una máquina de escribir y la otra mostraba la picuda caligrafía de su madre. En algunos submarinos, hasta que el oficial encargado no leía la correspondencia, ésta no llegaba a la tripulación; pero no era ésta la actitud de Schuhart al respecto, que, sintiéndose únicamente marino y por cierto nada afecto al Régimen, no ponía trabas a que sus hombres tuvieran la presencia de los suyos, hecha papel y membretes, en sus manos lo más rápidamente posible y sin ningún tipo de censura. La base actual del U. 285 era Niel y por ende desde allí salían las sacas destinadas a las «vacas» que abastecían a los submarinos cuya zona de combate era el Atlántico norte.
Eric rasgó el sobre de su madre y, recostado en su litera, comenzó a leer.
Essen, 30 de mayo, 1942
Queridísimo hijo:
No sé cuándo te llegará esta carta ni siquiera si te llegará, pero el mero hecho de escribirte me acerca a ti e imagino que en cualquier momento se puede abrir la puerta de mi salita y tu cabeza va a asomar por ella.
En primer lugar decirte que no te apartas de mi pensamiento ni un instante y que en mis rezos siempre estás presente. Sin ti esta casa está vacía y ni siquiera las voces y las risas de los hijos de tu hermana Ingrid consiguen disipar mi zozobra. Los niños están aquí, pues su marido ha sido destinado a las fábricas de Wuppertal y su cargo de ingeniero químico ha adquirido una importancia capital para el Reich, pues parece ser que se está investigando la fabricación de un gas para la eliminación de plagas en el campo que es de suma importancia, ya que como sabes a nuestro país le es dificultoso obtener del extranjero ciertos productos, aunque sean de primera necesidad, y la industria de guerra es muy exigente. El producto se llama, según me dice tu hermana, Ziklon B
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y la próxima semana saldrá listo para ser aplicado.No quiero agobiarte con mis penas pero créeme que me es necesario conversar contigo pues me paso los días sola ya que apenas veo a tu padre. Se pasa el día entre Berlín y las visitas a las fábricas de la región. Ya sabes que toda la producción pasa por sus manos. Cuando vuelve a casa habla de Göering, Doenitz, Goebels, Speer y Ribentrop como si fueran de la familia. Se pasa semanas enteras viajando. Su cargo de Inspector Jefe de Producción le obliga mucho. Dice el doctor Goebels que el esfuerzo que debemos realizar todos para acabar cuanto antes con esta maldita guerra debe ser solidario e intenso, pues el enemigo está en el exterior y en el interior. También nuestro Führer en sus discursos nos asegura que el cáncer de la nueva Alemania jamás volverán a ser los judíos. Me imagino que cuando te llegue esta carta estarás al corriente de las cosas que están ocurriendo, pero como me es imposible saber dónde estás e ignoro cuándo tocarás puerto, paso a comentarte los últimos acontecimientos.
Un atentado horrible, llevado a cabo el 27 de este mes, ha puesto en peligro la vida de Reinhard Heydrich, protector de Checoslovaquia. El Führer está muy afectado. Lo han operado de urgencia pero parece ser que está muy grave. Imagino que habrá represalias pero ya sabemos que de cara al exterior la culpa será del buen pueblo alemán. Los terroristas son del pueblo de Lidicce y la policía está investigando
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.Es injusto que el pueblo sufra y que Europa no sea consciente del servicio que está rindiendo Alemania a los demás países civilizados, ya que el auténtico peligro viene, en el exterior, de Rusia, el comunismo es la bestia negra que, si el Führer no lo impide, devorará a la humanidad, y en el interior de los malditos judíos que, pese a las medidas tomadas, parecen una hidra de siete cabezas a la que jamás se consigue aplastar, porque se reproducen como las ratas de alcantarilla y son imposibles de erradicar.
Fíjate si tengo razón en mis apreciaciones, que el papa Pío XII, cuando era nuncio en Alemania como cardenal Eugenio Pacelli, recomendó a los católicos que votaran a Adolf Hitler como canciller
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. Todos sabemos que la Iglesia católica no acostumbra dar un paso de tal envergadura si no está segura de lo que hace. Créeme, hijo, si te aseguro que el gran peligro del mundo civilizado son las hordas de Stalin y esa lacra del mundo que son los semitas.Tu hermana no me lo dice, pero intuyo que vuelve a estar en estado de buena esperanza. Es una buena alemana y sigue las consignas del Partido, de manera que su finalidad es tener un mínimo de cuatro hijos, con lo cual ya puede aspirar a recibir la Cruz de Oro de la Madre Alemana
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. Las feministas no comprenden que el lugar de la mujer alemana es el hogar y que su misión es traer hijos al mundo para mayor honra de la patria. Si nos hubieran permitido seguir con la paz que gozamos durante los siete primeros años del mandato del Führer, las muchachas alemanas se hubieran dedicado a ser mujeres de su casa, no quitando el trabajo a los hombres en las fábricas, ocupándose de sus hijos y cuidando a sus maridos; quiero remarcar que el estado alemán premió con créditos blandos de hasta mil marcos a todas aquellas muchachas que formaron una familia y tuvieron hijos
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, pero esta maldita guerra ha conseguido que todo lo hecho al respecto se haya desmoronado y ahora, dado que los hombres están en los frentes de combate, han tenido que ocupar de nuevo puestos en las cadenas de montaje de las industrias de guerra.Cuando todo termine con la victoria indiscutible de las fuerzas del Eje, nacerá una Europa libre gerenciada por el Reich que durará mil años. Cada día que pasa me siento más alemana y estoy más orgullosa de ti. Si fuera hombre serviría en el puesto avanzado en el que te encuentras y en la vanguardia de nuestras fuerzas. Cumple con tu deber, hijo mío, y no olvides nunca que Deutschland uber alies
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.Recibe todo el amor de tu madre y en cuanto te sea posible escríbeme. Estoy ansiosa de abrazarte en cuanto tengas unos días de permiso.
Tu madre que te recuerda todos los días,
Jutta