Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Los caballos habían bebido y pastaban tranquilos la hierba del borde del río, sujetas sus bridas por Seis que, prudente, se había retirado un tanto, para que su amo pudiera leer con tranquilidad aquella epístola que al parecer tanto le había impresionado, ya que aquélla era la quinta o sexta vez que lo hacía. Simón volvió la misiva a su faltriquera e indicó al muchacho que acercara las cabalgaduras pues iban a partir. Este dejó suelta la brida de la suya y entregó la del corcel a su amo y, en tanto Simón la tomaba, sujetó el estribo para facilitarle la monta. De un ágil brinco, Simón se instaló en la silla y aguardó que el otro hiciera lo propio, pero tuvo que esperar un instante ya que Domingo se entretuvo en recinchar su cabalgadura, pues entre el calor, que empezaba apretar, el largo camino y su peso, la tira de cuero y lona que pasaba bajo el vientre del caballo se había aflojado. Partieron al fin los dos hombres y se prepararon para hacer un largo camino.
Simón había dispuesto recorrer, una vez llegados a Andalucía, todos aquellos lugares que en su trayecto recorriera el cauce del Guadalquivir, comenzando por las poblaciones menores, donde era imposible que una pareja notable se hubiera instalado sin ser apercibida por el vecindario, y siguiendo por las dos grandes capitales donde parecía iba a ser mucho más dificultoso dar con Esther. Pensó que ambas posibilidades cabían en la cabeza de un hombre que se quisiera ocultar para pasar lo más desapercibido posible y él intentaba imaginar cómo debía de funcionar la mente de Rubén. La primera posibilidad tenía la ventaja de que, instalándose en cualquier almunia privada alejada del centro del pueblo, tan común en aquellos pagos, difícilmente sería molestado por extraños inoportunos que vinieran a indagar sobre la vida de gentes que vivían discretas y retiradas; sin embargo al ser menor el número de habitantes, más notoria sería la presencia de un nuevo foráneo, más aún si éste era notable e indudablemente rico. La otra posibilidad la fundamentaba Simón en que, a lo mejor, el marido de Esther no se resignaba a morar en un lugar donde la cultura no fuere cultivo de nadie y también, por qué no, pensar que a veces donde mejor se disimula uno es entre muchas personas y en una populosa urbe. Un árbol solitario destaca en la llanura, en cambio se enmascara bien en medio de un bosque. Y de esta guisa y con la mente ocupada por la carta de David y en el corazón el recuerdo de su amada, Simón se dispuso a bajar hasta Andalucía y a indagar por toda la cuenca del Guadalquivir sin orillar el menor indicio que pudiera conducirle hasta ella y dispuesto a buscar hasta debajo de las piedras si hiciera falta.
Durante ocho meses vagabundeó la extraña pareja por la campiña andaluza, indagando entre los lugareños y visitando pueblos y villorrios donde cupiera la menor posibilidad de que los Ben Amía Abranavel hubieran sentado sus reales. Todo fue inútil, tal parecía que se los hubiera tragado la tierra. Baeza, Montoro, Lora, Villa del Río, Sanlúcar y un sinfín de aldeas y lugares fueron inspeccionados a la hartura hasta que finalmente, el 15 de
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, Simón consideró que había llegado el momento de regresar a Córdoba, ciudad que, al igual que Sevilla, ya habían visitado dos veces sin ningún resultado, y a ella dirigieron sus pasos.
Antes de su partida, Zabulón había entregado a su hijo un tercio de la herencia que le correspondía, cifra por cierto nada despreciable, en la esperanza de que, como buen judío, algún día regresara por mor de percibir el resto, y de eso vivieron aquellos largos meses en los que la tarea que se había impuesto le impedía realizar trabajo fijo alguno; pero el montante dinerario se había ido agostando y había llegado el momento de realizar un cambiable bancario que portaba bien guardado en el bolsillo interior de su zamarra.
Llegaron a Córdoba, la Sultana, al mediodía y lo hizo Simón con el ánimo encogido y la desesperanza aferrada a su corazón como el remo a la mano del galeote. Una mezcla de desaliento e impotencia le asaltaba el espíritu y su cabeza iba forjando nuevos planes que pasaban desde regresar a Toledo a cuidar a sus padres o tomar la ruta de Santiago y marchar al encuentro de su amigo David.
Fuéronse adentrando en la ciudad y encaminaron sus pasos a la antigua alhóndiga
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en la que se habían hospedado la última vez, conocida como la del Caballo Rojo; allí descabalgaron y tras hacer Simón los tratos pertinentes con la mujer del posadero, dejó que Seisdedos alojara las cabalgaduras en una cuadra adyacente y, luego de tomar posesión de su piltrofa
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y dejar en ella sus pertenencias, se dirigieron al zoco, pues era día de mercado y Simón no cejaba jamás en el empeño que era el motivo y fin de su viaje, que no era otro que el de encontrar algún rastro de la huella que pudiera haber dejado la familia de los Ben Amía. El día había salido hermoso y soleado y el batiburrillo y animación de la plaza del mercado era la que siempre percibía Simón entre aquellas gentes del sur, mucho más proclives a la fiesta y a la chirinola que los sobrios castellanos. Los puestos se alineaban unos a continuación de otros, protegidos por unos ligeros toldillos de lona y, según costumbre muy apegada a la raíz de su pueblo e imitada por los demás comerciantes, agrupados por gremios según la peculiaridad de los productos que en ellos se expusieran. Los especieros, tejedores, carniceros, curtidores, abaceros, perfumistas, guarnicioneros, etcétera, habían preparado las paradas en las que exhibían sus artículos con dedicación y esmero. Y subidos, muchos de ellos, en unos altos taburetes pregonaban a voz en grito su mercancía intentando atraer al público deambulante. Los comerciantes se mezclaban, e indistintamente se podía ver a moriscos junto a cristianos y a éstos junto a orientales y beréberes. Sin embargo, todos aquellos que en sus vestiduras portaban el denigrante e inicuo estigma del círculo amarillo mercadeaban apartados. La mente de Simón le jugaba malas pasadas y no era la primera vez que ante la aparición de una estilizada silueta o una hermosa trenza en la lejanía se precipitaba hacia ella creyendo que había divisado a la dueña de sus pensamientos, apartando a diestro y siniestro gentes a manotazos; actitud que, más de una vez, le había originado algún que otro incidente. Domingo iba tras él apenas a dos pasos con la mirada alerta y la mano en el pomo de la daga, que siempre llevaba presta al cinto, por si algún insensato se acercaba a su amo con aviesas intenciones, cosa harto improbable si observaba, el imprudente que tal osara, la musculatura de los brazos que asomaban por las escotaduras del jubón y que pertenecían al «angelito» que seguía a aquel joven y que sin duda era su criado. Carretas de mano, gritos, empellones, zagales jugando a la guerra persiguiéndose entre los puestos armados con rústicas espadas de madera, charcos de orines, mugidos de animales encerrados en pequeñas corraleras valladas, mesillas de tahúres con el socio presto a engañar al menguado prójimo, vigilando a la vez la posible aparición del almotacén
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o, lo que era peor, del
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, que podía dar al traste con el negocio o suministrar a ambos compadres una buena tunda de bastonazos. Había también grupos de volantineros, relatores de cuentos, vendedores de mágicos ungüentos, sacamuelas y echadoras de cartas ante cuyas mesas guardaban cola un sinfín de mujeres, entre las que abundaban las mozas casaderas y, en fin, todas aquellas gentes que intentando mercar lo que elaboraban se disputaban fieramente la atención de los posibles compradores; y envolviéndolo todo el continuo griterío que siempre acompaña, cual telón de fondo, a toda multitud variopinta que se reúne ansiosa de hacer negocios. Luego de recorrido el recinto varias veces decidió Simón, a fin de levantar su alicaído ánimo, entrar en un figón de la calle de la Cebada, donde según le dijeron se expendía un vino de la mejor calidad. El tabuco estaba junto a una antigua casa de baños caída en desuso, pues indiscutiblemente los cristianos eran mucho menos proclives al agua que los mahometanos. Simón y Domingo se introdujeron en el lugar, que a aquella hora estaba atiborrado de una parroquia de comerciantes y tratantes de mulas que aspiraban a ajustar los precios de sus mercancías o bien celebrar los acuerdos obtenidos momentos antes en el zoco, e intentaron llegarse hasta donde una mesonera de buen ver escanciaba, mediante una abombada jarra, en los vasos de latón de los afortunados parroquianos que habían podido alcanzar un lugar junto a los tablones que hacían las veces de mostrador ubicados al fondo del garito, el dorado u oscuro líquido, según fuera el gusto del solicitante, que manaba de las primitivas espitas de madera de unos viejísimos toneles de roble. Seis abría la marcha y Simón iba pegado a su espalda; de vez en cuando alguien se revolvía molesto al ser interrumpido en sus tratos o en su celebrada charla, pero al ver el tamaño del motivador de su quebranto volvía el rostro hacia otro lado y se acomodaba como si tal cosa, no fuere a ser que se ganara la malquerencia de «aquella montaña de carne» y que el gigante reparara en él. De esta manera fueron ganando terreno hasta llegar a la conjunción de los tablones con la pared y allí se acodaron. Apenas la garrida moza colocó ante ellos sus respectivos cuartillos cuando repararon en un joven que parecía tener problemas con tres coimas
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que discutían con él la propiedad de unos maravedíes que había depositado sobre el mostrador en pago de su consumición. Hubo insultos, retos, agravios y las consiguientes maldiciones, nadie daba testimonio de la razón de uno o de otros y ante el juramento de uno de ellos de que aquel dinero pertenecía a su compadre, el joven dio fin a la discusión mostrando su repleta bolsa y, extrayendo de ella una dobla, pagó de nuevo, no sin hacer desprecio de aquellos malandrines que ya cuando se marchaba lo insultaron por lo bajo llamándole perro judío. Simón observó el incidente sin intervenir ya que la experiencia le dictaba que malo era meterse en camisas de once varas cuando nada le iba en el envite. Al cabo de muy poco tiempo, los malasines
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abandonaron rápidamente el tugurio, cosa que no pasó desapercibida a Simón, que sin saber bien el porqué, dejó sobre el mostrador dineros sobrados y, ante el guiño cómplice de la desenvuelta moza que se insinuó complaciente ante la gallarda presencia del muchacho, se fue abriendo paso hasta la salida. Ganaron la calle y cogieron camino hacia el albergue; no habrían caminado unas docenas de pasos cuando al pasar por delante de los cerrados baños pudieron oír gritos demandando auxilio. Detuvieron su caminar y Simón sintió la mirada de Seis clavada en su rostro. Por un momento imaginó que era él el que estaba en peligro y la gratitud que hubiera sentido si ante su demanda de auxilio alguien hubiera acudido en su socorro. No lo pensó dos veces y se precipitó hacia el interior de la abandonada construcción. Al principio la penumbra le impidió ver algo, pero en cuanto sus ojos se hicieron a la oscuridad, vislumbró al final de la sala, junto a lo que podía haber sido el gran aljibe, un bulto arrebujado que, intentando cubrir su cabeza con los antebrazos, se retorcía en el suelo en tanto tres sombras con sendos garrotes le estaban suministrando una monumental paliza. Simón sin saberlo supo que el bulto era el hombre que había provocado el incidente en la taberna y que los atacantes eran sus antagonistas. Se fue hacia ellos y suministró al más próximo un empellón que lo apartó al punto de su presa y que hizo que el otro se revolviera como un áspid para repeler el ataque, en tanto que sus compadres, desconcertados, suspendían el terrible reparto de estopa que estaban suministrando al infeliz y se revolvían furiosos, garrote en mano, hacia aquel osado que se atrevía a intervenir a mano limpia en negocio que no era de su incumbencia. Simón comenzó a recular buscando la protección de la pared y entonces todo ocurrió muy deprisa. Desde detrás surgió la inmensa mole de Domingo que se interpuso entre Simón y sus atacantes; éstos, al ver la catadura del coloso, vacilaron un instante, pero eran tres y no iban a soltar tan fácilmente su presa, de modo que tras cruzar una mirada de inteligencia se separaron algo para poder atacar cada uno de ellos por un flanco. Fue visto y no visto. Seis pegó un brinco e impulsado por los flejes de sus poderosas pantorrillas se abalanzó sobre el más cercano y, tomándolo por la cintura, lo levantó por encima de su cabeza y con un movimiento de balanceo lo estrelló de cabeza, cual si fuera la piedra de una catapulta, contra la base de la piscina; el individuo allí quedó con el cuello torcido cual si fuera una de las marionetas que en las ferias se golpeaban, manejados sus hilos por el titiritero ante el regocijo de una nutrida concurrencia de chiquillos. Simón había reaccionado y ya extraía de su cintura una daga para hacer frente a su agresor. El tercero en discordia, sin alcanzar el tamaño de Domingo, no era precisamente desmedrado y se dispuso, garrote en ristre, a atacarlo. El hombre midió malamente la fuerza del coloso y cuando descargaba sobre él el peso de su cachaba, vio aterrorizado cómo éste paraba con su antebrazo el vuelo de la tranca y tirando de ella lo desarmaba a la vez que tomando la gruesa madera con las dos manos la partía cual si fuera un mondadientes. El que enfrentaba a Simón vio la escena por el rabillo del ojo y tuvo bastante, dio media vuelta y, pies para que os quiero, salió como alma que lleva el diablo, renegando maldiciones, en busca de aventura más propicia. El otro se engalló y tirando de puñal se abalanzó sobre Seis; no era su día de suerte, éste lo sujetó por la muñeca y dio un violento tirón, la daga no se despegó de su mano, el que sí lo hizo fue su brazo del hombro, a causa de la tremebunda sacudida que le proporcionó el coloso. El hombre se miró el brazo inerte colgando a su lado, y lanzando al aire un chillido de bestia herida, se sujetó el brazo con la mano zurda y salió a la calle cojeando en franca retirada. Simón, que casi no había tenido tiempo de intervenir, miró a su amigo y pese a que conocía de sobras sus capacidades, le espetó tuteándolo:
—Eres increíble, Domingo, no dejas de sorprenderme cada día.
—Mi abuela dijo que me ocupara siempre de vos.
—De quien debemos ocuparnos es de este pobre —dijo Simón, señalando al bulto apaleado—. Y larguémonos pronto de aquí, no sea que vuelvan éstos con tropas de refresco o comparezca el
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al frente de los guardias del zoco y nos vayamos a meter en complicaciones.