Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Se inclinó Simón, luego de envainar su daga toledana, y descubrió el sangrante rostro del caído que en aquel mismo instante recobraba el conocimiento. Pese a la paliza recibida estaba lúcido y al instante intentó ponerse en pie sin conseguirlo. Luego miró al caído que yacía a un costado, completamente desballestado, y volvió el rostro hacia sus salvadores.
Habló con un hilo de voz apenas audible.
—No sé quiénes sois pero os debo la vida, de no haber acudido a mis llamadas, a estas horas estaría atravesando los siete círculos de la laguna Estigia en la barca de Caronte
{236}
.
—No es momento de cumplidos ni de presentaciones, si podéis caminar, mi amigo y yo os ayudaremos a poneros en pie. Si no podéis, él os tomará en brazos, pero sería mejor lo primero, no vaya a ser que llamemos innecesariamente la atención de los viandantes.
El hombre, renqueante, «apuntalado» entre Domingo y Simón, se dispuso a partir intentando pasar desapercibido, algo así como cuando alguien bebe en demasía y se apoya en sus amigos para poder regresar a su morada sin que su etílico estado sea asaz notorio. De esta guisa ganaron la calle y se perdieron entre la torrentera de gentes que, tras realizar en el zoco sus transacciones, regresaban a sus comunes avíos. El hombre vivía en el segundo piso de una casa ubicada en una travesía de la calle del Aceite y hasta ella condujo a sus providenciales salvadores. El portal era angosto y el aspecto exterior del edificio, modesto. A la llegada y a pesar de la ayuda recibida, el hombre sudaba copiosamente, estaba pálido como la muerte y respiraba con dificultad. Ante la pendiente de la escalera que se abría ante ellos Simón adelantó:
—Sin duda si no os ayudamos no vais a poder subir.
El individuo se resistía.
—Por hoy, ya os he agobiado en demasía, dejadme agarrar el pasamanos y lo intentaré yo solo.
—Permitid que ya que la hemos comenzado terminemos la buena obra iniciada.
El individuo no se hizo de rogar.
—Pues si no es abuso, vivo en el primero.
Los tres no pasaban por el hueco y Seis se adelantó.
—Si me permitís...
Tomó al otro en brazos sin el menor esfuerzo y, cual si fuera un infante, lo subió hasta la primera planta del edificio. Simón iba detrás llevando la capa y el morral del herido. Llegado que hubieron al descansillo, Domingo se hizo a un lado para permitir a Simón tirar del cordón de la campanilla. Un sonido lejano y cristalino llegó hasta sus oídos y al abrirse la puerta apareció en su quicio una mujer de más que mediana edad; el herido perdió de nuevo la conciencia. La matrona —que vestía una saya negra cubierta por una almejía
{237}
de amplias mangas y cubría su cabeza con una toca de vasta tela sujeta bajo su barbilla por una banda de tela más fina—, al ver el cuadro de los tres hombres en el rellano de su escalera, se llevó la mano a los labios y exhaló un ahogado grito al reconocer al herido que desmadejado iba en los brazos de Seis.
—¡Elohim sea alabado! ¿Qué es lo que ha sucedido?
—No es tiempo ahora, señora, ¿nos dejáis pasar?
La mujer se hizo a un lado rápidamente a la vez que se excusaba consternada.
—Pasad, por favor, pasad, ¿qué es lo que han hecho a mi hijo?
Fueron hasta el final de un pasillo y entraron en una amplia estancia que, intuyó Simón, era la principal de la casa. La mujer los seguía atribulada; Domingo depositó su carga en un sofá que se veía al lado de un escabel y de una rueca en donde sin duda la mujer estaba ovillando una madeja. La luz entraba por una ventana que se abría en el muro del fondo y por la que entraban los ruidos y olores de la calle. El hombre yacía desmayado. La mujer salió hacia el pasillo espiritada mientras, desde la estancia, Simón la oyó nombrar a alguien.
—¡Constanza, Constanza! Deja lo que estés haciendo, trae al comedor una jofaina con agua caliente y trapos y bájate a buscar al doctor Pedro Frías y dile que unos hombres han traído a Matías muy malherido.
Simón oyó en el interior de la vivienda voces jóvenes, ruidos inconcretos de diversas actividades y a la vez sonido de refajos y vuelos de sayas que regresaban por el pasillo. Entonces, en el comedor, entró una joven mucama portando una gran palangana rebosante de agua recién sacada del fuego y sujetándola, a fin de no abrasarse, con los bordes del delantal que cubría sus sayas. La mujer iba tras ella demudada la color de su rostro. Simón y Seis, uno desde cada lado del diván, sin nada decir, habían comenzado a desnudar al herido; éste gemía inconsciente en cada ocasión que se le forzaba a una postura a fin de irle sacando la ropa. Cuando Simón intentó porfiar con la manga izquierda del jubón, un grito agudo de dolor se escapó de los labios del herido. La mujer intervino.
—Mejor que vuesas mercedes esperen a que venga el galeno, Constanza no ha de tardar, vive aquí al lado y es amigo de la familia.
—Lo que digáis, señora.
Replicó Simón indicando a Domingo que recostara al herido en el improvisado lecho. A la vista del lado del cuerpo que habían desnudado aparecieron las huellas de la terrible paliza recibida y al verlas la mujer indagó horrorizada el cómo, cuándo y dónde había sido el incidente. Simón pasó a relatarle lo poco que sabían y no supo responder a la pregunta de quiénes habían sido los asaltantes y mucho menos si su ataque se había debido a la inquina o a la malquerencia que éstos pudieran profesar al agredido.
—Nosotros oímos los gritos y nos limitamos a acudir en su ayuda como creo hubieran hecho, «cualesquiera que fueran sus credos», hombres de buena fe.
Ante la frase anterior añadida, la mujer afirmó más que indagó:
—Vuesas mercedes son hebreos.
—Yo sí, mi compañero no, pero tales minucias a él ni le importan ni le influyen, creo que es de gentes bien nacidas auxiliar a un ser humano en apuros y eso es lo que hemos hecho.
El herido había comenzado a temblar y a murmurar cosas inconexas e ininteligibles; y cuando la anciana lo iba a cubrir se escucharon los pasos acompañados de la criada que regresaba con el galeno.
Apareció en la entrada de la estancia un hombre de elevada estatura y noble porte vestido a la moda de los médicos judíos. Hopalanda oscura de amplias mangas, ceñida su cintura por una faja, sandalias árabes y cubierta su cabeza con un picudo sombrero, envuelto en su base por una amplia banda a modo de turbante que dejó sobre la mesa junto a un maletín que portaba en su mano diestra. Saludó brevemente a la mujer, y luego, en tanto examinaba al herido preguntó lo que había ocurrido, y a la vez que Simón le iba dando respuestas, palpaba con tiento el maltrecho cuerpo. El examen fue metódico y prolijo y en cuanto se hizo cargo de la diversidad y gravedad de las lesiones abrió su maletín y, extrayendo de él varias clases de instrumentos, tablillas, y frascos, comenzó a curar las heridas en orden de su importancia. Un silencio crispado se había abatido sobre los presentes en tanto el médico iba cumpliendo con su delicada tarea. La mucama iba y venía desde la cocina trayendo en cada viaje una jofaina de agua caliente y llevándose otra ocupada por un líquido sanguinolento y trapos usados. Lo más complejo de la operación fue el entablillado del maltrecho brazo izquierdo, tarea que realizó el galeno ayudado por Simón y por Seis, que colaboró inmovilizando al inquieto y gimiente paciente que desvanecido no dejaba de agitarse.
Cuando todo terminó y luego de suministrar un fuerte somnífero al herido, el doctor procedió a impartir órdenes al respecto de lo que se debía hacer para mejor proveer al cuidado del enfermo, y entonces sí que Simón tuvo que explicar de punta a cabo la cronología y la gravedad de los hechos. El médico apostilló:
—Imprudencias de juventud, aunque nada hay ordenado al respecto de que los judíos no podamos acudir a las ferias siempre que cumplamos con las ordenanzas establecidas por orden del rey, y vigiladas por el almotacén, es una ligereza frecuentar a la salida del zoco los figones y posadas a las que acuden los rumies, más aún portando el amarillo círculo infamante en el hombro derecho que nos distingue y humilla.
Simón interrumpió.
—La imprudencia es mostrar ante una pandilla de malasines una bolsa repleta de doblas.
—Eso también influye, la envidia, hermana de la malquerencia y del rencor, es la reina y señora en estos tiempos, y el ser envidiados es el sino que acompaña a nuestro pueblo. —Luego, en tanto recogía sus cosas, se dirigió a la mujer que, sentada al costado del enfermo, le acariciaba la frente con ternura—. Cuidad, Isabel, de que no le suba la fiebre; si le notáis muy caliente suministradle la pócima que os he indicado y si al cabo de un buen rato persiste, enviadme a buscar.
La mujer se alzó.
—Siempre estaré en deuda con vos.
—Me limito a hacer mi trabajo.
—Decidme qué os debo.
—Nada por el momento, aún debo proseguir, cuando todo acabe tiempo habrá para que arreglemos cuentas. —Entonces, volviéndose hacia ambos hombres, indagó—: ¿A quién tengo el honor?
—Mi nombre es Simón y a mi criado lo llaman Seis, aunque su nombre es Domingo.
—Mote extraño a fe mía y, ¿se puede saber a qué se debe?
—Muéstrale tu mano al doctor —ordenó Simón a Seis.
Éste extendió su anómala mano ante la atenta mirada del médico.
—He visto manchas color vino, peculiaridades en la morfología de muchos recién nacidos, pero jamás vi algo parecido, mejor que no la mostréis a menudo en según qué círculos, los cristianos tienen raras teorías al respecto.
—Su abuela lo sabía bien, es por ello que me lo encomendó cuando era apenas un adolescente.
—Bien, tengo que irme, espero volver a veros.
—Será difícil, estamos a punto de partir de nuevo.
En aquel instante la mujer se asomó por la puerta del pasillo.
—No será sin que me deis la oportunidad de intentar retribuir lo que habéis hecho por mi hijo; en cuanto mejore tendré mucho gusto en compartir con vuesas mercedes el pan y la sal.
El galeno interrumpió:
—Lo siento, Isabel, pero debo partir, no temáis por Matías, se pondrá bien.
—¡Constanza! —llamó—. Acompaña al doctor.
—No hace falta, Isabel, conozco el camino.
Partió el galeno hacia la escalera que conducía al portal y quedaron junto al herido la mujer y sus huéspedes.
—Os espero sin falta el martes, nuestra comida es humilde pero será un honor compartirla con tan generosos samaritanos.
—El honor nos lo hacéis a nosotros, el martes al mediodía estaremos aquí.
Simón dirigió una rápida mirada al herido que descansaba plácidamente a efectos del hipnótico y, brindando una gentil reverencia a la mujer, abandonó la estancia seguido a poca distancia por Seis.
Las reuniones eran cuidadosamente planificadas, los temas a tratar, concretos y los conjurados, de toda confianza. La cabeza pensante era August Newman, el enlace con Múnich, Vortinguer y la encargada de la búsqueda de nuevos elementos, Hanna.
Aquella tarde la reunión era en el Duisbgr Cafe, dado que las condiciones del local para poder hablar sin interrupciones ni escuchas eran excelentes. Los tres conjurados fueron llegando, tomando todas las precauciones posibles, pues la búsqueda de disidentes y desviacionistas en el Berlín de 1942 era exhaustiva. Cuando Hanna llegó, Vortinguer ya estaba en el pequeño compartimiento tomando un
orange-crusch.
Al principio, deslumbrada como venía de la luz de la calle, no lo vio; luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz eléctrica, lo divisó en el segundo cubículo comenzando por la izquierda. Una breve mirada a uno y a otro lado la convenció de que nadie conocido había en las proximidades. Hanna se dirigió a la barra y encargó una bebida para abreviar los trámites e impedir que el mozo tuviera que acudir dos veces al camarote. Abrió la encristalada puerta y, tras saludar a Vortinguer, se sentó frente a él.
—¿No ha venido August?
—Me ha llamado antes de salir de casa para decirme que tal vez se retrase; parece ser que esta mañana ha habido problemas en su curso. El catedrático no está y ha tenido que dar dos clases. No le ha dado tiempo ni de comer.
El camarero llegó con un café irlandés y a la vez que lo dejaba sobre la mesa, la puerta rotatoria del Duisbgr comenzó a girar y apareció por uno de sus segmentos la figura alta y enjuta de Newman, empujando la dorada barra, con su sempiterna pipa colgada de la comisura de su boca, como parte adyacente a su persona, sacudiéndose el agua que bajaba por la falsa pieza sobrepuesta de su trinchera. Apenas los divisó, atravesó rápidamente el espacio que los separaba y cruzándose con el mozo le encargó lo mismo que estaba tomando Hanna.
Se sentó junto a la muchacha y comenzó excusándose.
—Siento el retraso, me ha sido imposible acudir antes. —Luego, dirigiéndose a Vortinguer para que diera fe de ello, añadió—: Conste que he hablado con Klaus para que no os angustiarais por mí.
El camarero regresó con el pedido y, dejándolo sobre la mesa, se retiró.
—Cuenta, Klaus, ¿cómo te ha ido por Múnich el fin de semana?
—Muchas novedades e indicaciones para aunar criterios. Aquella gente se la está jugando y en mi opinión está descuidando algo las precauciones; pienso, tal vez deformado por mi oficio, que el enemigo está por todas partes y que cualquier exceso de confianza puede ser fatal, hemos de seguir con nuestros planes pero sin bajar la guardia.
—¿Cuáles son las directrices y cómo hay que hacerlo? —interrogó Hanna.
—Las cosas están cambiando en el frente de Rusia y hay mucho alemán de buena fe que ya no comulga con ruedas de molino. La táctica se llevará a cabo en tres vías. En primer lugar cartas anónimas que contengan las octavillas que se acuerden, se repartirán por los buzones de los ferrocarriles y serán las mismas que han repartido ellos, de esta manera la gente que se mueva por Alemania verá que, por donde vaya, las consignas son las mismas y creerá que somos mucho más fuertes y numerosos de lo que lo somos en realidad. Las direcciones se extraerán al azar de la guía telefónica. En segundo, y esta decisión me parece peligrosa, se entregarán en mano a personas de confianza. Pienso que el encontrarlas, en la zona de Berlín, es tarea de Hanna, a fin de que cada una las reparta, a su vez, en los ámbitos en los que se mueve. Repito, a mí particularmente esta consigna me parece muy arriesgada, y en tercer lugar todos los escritos finalizarán con la misma frase: «Apoyad el movimiento de resistencia: copiad y distribuid este volante, contribuid a montar esta cadena.»