La Saga de los Malditos (73 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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El caso fue que pasado un tiempo, Franz Raubach, que así se llamaba el cátedro, le invitó a un té que daba una amiga suya, la condesa de Ballestrem, y al que acudían un reducido número de intelectuales que respiraban igual que él.

Al sábado siguiente, embutido en un terno impecable y luciendo en su rostro la mejor de sus sonrisas, Sigfrid fue presentado a la condesa y a sus amigos, como Herr Flagenheimer, delegado de la casa De Beer de Sudáfrica en Berlín.

En cuanto transcurrieron un par de horas, Sigfrid se hizo cargo del terreno que pisaba y pensó que había dado con un buen filón de posibles ayudas para todo judío que estuviera en la necesidad de salir de la capital de Alemania y así mismo para cualquier enemigo político del Régimen. Dado que las medidas adoptadas para la partida de su hermano no acababan de concretarse, ya fuera por la ineptitud de Bukoski, que finalmente avisado, no movía un dedo sin que se lo autorizaran desde arriba, o fuere porque el poder del Partido aquellos días estaba muy mermado, el caso era que su hermano permanecía amagado en el sótano del Goethe, cada día más desesperado y deprimido, de tal manera que Sigfrid decidió mover ficha por su cuenta. A las dos semanas insinuó a la condesa que le gustaría hablar con ella de un asunto privado que tenía para él la mayor importancia. Lapi Solf, mujer sensible a los encantos masculinos, que encontraba fascinante la sonrisa de aquel muchacho e inclusive su peculiar forma de caminar, lo condujo de inmediato y de la mano a la salita china que estaba ubicada junto al mirador del jardín. Allí lo obligó a sentarse en un «Tú y yo» y al instante, con un guiño cómplice, le invitó a explicarse.

—El caso es que no sé cómo comenzar.

—Mi querido Sigfrid, no quiera hacerme creer que una vieja dama lo aturde.

—Permítame disentir del adjetivo escogido, las damas no tienen otra edad que la de su inteligencia, ¡líbreme Dios de una jovencita inexperta atenta solamente al cuidado de su belleza y sin un atisbo de conversación inteligente!

—¡Adulador!

—Perdóneme, condesa, pero desde que he tenido la fortuna de pisar sus salones, encuentro insulsas y desleídas todas las reuniones de Berlín. En una palabra, poco interesantes.

—Eso es porque las gentes que acuden a mi casa tienen un nivel intelectual de primer orden, yo solamente soy una pobre anfitriona.

—Disiento, condesa. ¿No fue Francia quien puso de moda las tertulias? ¿Quién se acuerda ahora de los asistentes? Lo que ha quedado para la posteridad han sido los nombres de las que fueron sus almas. Madame de Sevigné, la Pompadour, madame Staël, madame de Recamier.

—Va usted a hacerme enrojecer, ¿cómo va a comparar mi humilde persona a estas mujeres que han ocupado un lugar en la historia?

—El tiempo es el que da y quita razones. Cuando todo esto haya pasado, su nombre, condesa, estará escrito en la historia de Alemania y caso de no ser así, en el corazón de muchas personas a las que ha ayudado a huir de este infierno, que al fin y a la postre es lo que cuenta.

Lapi Solf quedó un momento en silencio profundamente halagada por las palabras de aquel amable joven que la comparaba a tantas heroínas de su juventud.

—Vayamos a su problema, ¿qué es lo que me quería decir?

—Verá, Lapi, es algo complejo.

—Si hemos de ayudarle lo primero será conocer el acertijo.

—Cierto, el problema es el de siempre, alguien que ha de salir, pues peligra su vida, y por el momento parece imposible.

—Nada hay imposible si se destina a ello la voluntad y el tiempo necesarios.

—La voluntad no falla, lo que parece fallar son los medios, y el tiempo se echa encima.

—Pues, si el caso merece la pena, y una vida humana siempre la merece, hallaremos los medios necesarios y si no están a nuestro alcance buscaremos a quien los tenga al suyo. Pero no perdamos el tiempo, que siempre escasea, en disquisiciones inútiles y vayamos al grano.

Sigfrid en una hora explicó a la condesa Ballestrem todas la peripecias vividas por Manfred, el atentado del Berlin Zimmer, la muerte de Helga, y lo dificultoso que estaba resultando, por el momento, sacarlo de Berlín.

Cuando la aristócrata supo la auténtica personalidad de Sigfrid y que era su hermano el que se había jugado la vida, no precisamente pontificando en una tertulia sino actuando contra aquellas bestias, vengando la Noche de los Cristales Rotos, respondió:

—Por ahora, nuestro Círculo ha conseguido todo lo que se ha propuesto al respecto de ayudar a familias judías a escapar del terrible destino que esta gente les ha asignado, pero esta vez, con su hermano, vamos a sufrir una auténtica prueba de fuego, probando hasta dónde somos eficaces. Dígame exactamente cuáles son sus planes, no únicamente para intentar enfocar esa huida, sino también para ayudarlo una vez que haya llegado a su destino.

—Cuando recurro a usted es porque por ahora no hemos dado con la manera de hacerlo nosotros. Mi hermano pertenece al Partido Comunista y si bien al principio disputaron las calles a los nazis, desde que empezó la guerra los pocos que quedan han debido de esconderse y sus limitaciones son grandes. Lo que Manfred desea es marchar hacia Roma, allí aún son fuertes pues se han unido a los partisanos, y desde allí proseguir su guerra.

—¿Cuenta con alguien en Roma?

—El padre Robert Leiber, jesuita; su cargo oficial es profesor de Historia de la Iglesia en la pontificia Universidad Gregoriana, pero desde 1924 ha sido el íntimo colaborador en Múnich, Berlín y Roma del cardenal Eugenio Pacelli y ahora es uno de los principales consejeros de su santidad Pío XII. A excepción de sor Pascualina Lehnert, puedo decirle que nadie le es más próximo. En su juventud había montado a caballo, en Múnich, con un hermano de mi madre, tío Frederick.

—Esto está muy bien si se logra, pero personaje tan elevado me parece algo inaccesible. Desde luego la Iglesia es mucho mejor refugio, desde siempre, que un partido político y más perdurable. En el medioevo las gentes perseguidas se refugiaban en Sagrado y ni los reyes osaban entrar a buscarlos. De alguna forma, en pleno siglo XX, el invento aún funciona. A nadie le interesa enfrentarse a un club que tiene tantos socios repartidos por todo el mundo. Lo de «con la Iglesia hemos topado, Sancho» continúa vigente. Nadie quiere indisponerse con el Vaticano. Una encíclica
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puede ser un arma terrible. Ningún gobierno quiere tener al papa en contra. Pero prosiga.

—Hemos tenido varias reuniones y estamos en un callejón sin salida. La fotografía de Manfred salió en todos los periódicos, en cuanto pise la calle puede ser reconocido por alguien. Las medidas de seguridad desde la muerte de Reinhard Heydrich son totales y la edad es un hándicap notable ya que quien no es judío está movilizado.

—¿Me permite usted que haga un par de llamadas telefónicas?

—Faltaría más, condesa.

Lapi Solf abandonó la estancia seguida del airoso vuelo de su irregular y blanca falda. En tanto, Sigfrid extrajo de su petaca un cigarrillo rubio y encendiéndolo se recostó en el respaldo del «Tú y yo» y lanzó al aire una espesa bocanada de humo. En aquel instante no supo si obraba imprudentemente pero llegó a la conclusión de que, de no tomar aquella determinación, tarde o temprano la Gestapo daría con el escondrijo de Manfred y entonces todo habría acabado, además con un terrible final.

El tableteo de los tacones de la condesa sonó en la antesala del salón chino y el aumento de volumen denunció su proximidad. Cuando entró en la estancia su rostro, enmarcado por las ondas de su engominado pelo, anunciaba buenas nuevas.

—Creo que hemos dado con el principio del «hilo de Ariadna» —dijo la aristócrata sentándose de nuevo y envolviendo a Sigfrid en una vaharada de carísimo perfume al acomodar airosamente sobre los hombros su echarpe de plumas de marabú.

Sigfrid apagó el cigarrillo en un cenicero.

—Soy todo oídos, condesa.

—Si el problema, según parece, es el rostro de su hermano, vamos a cambiarlo.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que está oyendo. Un cirujano plástico de toda nuestra confianza pertenece al Círculo, lo intervendrá. Cuando la cara de Manfred, ¿ése es su nombre, verdad? —Sigfrid asintió—, sea otra, el problema de que alguien le identifique habrá desaparecido o por lo menos quedará reducido a la mínima expresión. El intervalo de tiempo que esté escondido cicatrizando de las señales del bisturí, que en estos casos, por la misma índole de la estética, son finísimas, lo emplearemos para hacerle nuevos documentos con los sellos que tenemos de varias embajadas y organizaciones. Cuando ya su rostro sea el de otro, le hayamos teñido el cabello y puesto o quitado gafas, según convenga, haremos nuevas fotografías. Un agregado consular o alguien perteneciente a ciertos organismos internacionales puede desplazarse por según qué rutas sin ser molestado. Esta vía ya la hemos utilizado otras veces. Dos problemas quedan por resolver: necesitamos un quirófano debidamente equipado y un buen falsificador de documentos. El material y el equipo para realizar el trabajo lo tenemos, pero nuestro hombre está llevando a cabo unos encargos en Hungría por cuenta del estado español; hasta dentro de tres meses más o menos no habrá finalizado y esto retrasaría nuestros planes.

—Me deja usted asombrado, condesa. Lo que ha resuelto con dos llamadas de teléfono a nosotros nos ha llevado meses y aún no lo habíamos logrado resolver. Por lo demás no se preocupe, creo que tengo solución para ambas cosas.

El cambio de rostro

Para llevar a cabo la intervención se escogió, como único lugar viable y clandestino, la pequeña clínica del doctor Wemberg, en el 197 de Wertherstrasse. La proximidad del Instituto Anatómicoforense hacía que el tráfico de ambulancias fuera tan frecuente en aquella zona que las sirenas pasaban desapercibidas.

Ambos hermanos decidieron ocultar el hecho a Bukoski y en todo caso decírselo cuando todo estuviera consumado. Las noticias que Sigfrid trajo al sótano de la cervecería de la plaza Goethe, por un lado llenaron de esperanza a Manfred, que consumía sus días como un lobo enjaulado rumiando venganzas contra aquellos que había matado a Helga y a su hijo nonato, y por otro le retrotrajeron al hermoso atardecer en el que por lo visto en la cabeza de su amada comenzó a germinar la idea de que él fuera el padre de su hijo.

Estaban ambos hermanos reunidos con Karl Knut en el estrecho escondrijo, rodeados de estanterías y de cajas, sentados en sendos taburetes y tomando unas jarras de cerveza que depositaban en un baúl que hacía las veces de mesa. Era la tercera vez que se reunían para concretar el tema.

El que se explicaba era Sigfrid.

—Son gentes de fiar, entre otras cosas porque tienen mucho que perder. El conde Ballestrem es un oficial distinguido de la Wermatch y las reuniones se llevan a cabo en su casa cuando él está en el frente. Cuando está en Berlín, entonces se hacen en casa de la madre de Frau Solf. Me he asegurado bien. Hasta ahora su labor ha sido impecable, han salvado cantidad de judíos y gentes desafectas al Régimen.

—Bueno, si tú avalas sus actuaciones, a mí todo me vale con tal de que me saquéis de aquí. Me estoy volviendo loco.

—Ten paciencia, Manfred, todos hacemos lo que podemos. Las cosas están terriblemente difíciles y la muerte de Heydrich ha acabado de complicarlas —apostilló Karl.

—Por cierto, ¿qué pasará ahora con los tíos? —indagó Manfred—. He leído que tío Stefan estuvo en la operación de la Bestia Rubia
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y que de no ser por la septicemia hubiera sobrevivido a la intervención.

—Lo que sé, lo sé, como tú, por los periódicos. Parece ser que la explosión de la bomba le perforó la pleura y le fracturó las costillas, pero la operación que llevó a cabo el doctor Dieck asistido por el doctor Hohlbaum y por tío Stefan, fue un éxito. Su mala suerte hizo que un fragmento de crin de caballo del relleno del asiento y del cuero de la tapicería del Mercedes, se le alojara en el bazo produciéndole la septicemia.

—Al respecto de lo que me preguntas, imagino que los tíos regresarán a Berlín en cuanto lo haga la viuda de Heydrich. No tiene sentido que permanezcan en Checoslovaquia.

—¡Pobres checos, las consecuencias serán terribles! —opinó Knut.

Hubo un silencio denso que rompió Sigfrid.

—Las consecuencias serán terribles para todos pero, además, a nosotros se nos han complicado las cosas. Menos mal que como tendrás que esconderte de nuevo hasta que las cicatrices hayan desaparecido, cuando salgas el temporal habrá remitido.

—Vamos a lo que nos incumbe, hermano.

—Ya he resuelto lo del quirófano. El cirujano plástico que te intervendrá es un fuera de serie y es judío, creo que con esto está todo dicho. El anestesista es el de la clínica de Wemberg, de toda confianza, pertenece al Partido, y el día elegido, el martes próximo. Las fotografías que te hicimos ya las tiene el cirujano y el tiempo de recuperación depende de tu encarnadura, pero creo que a finales del mes que viene podrás salir de Berlín.

—Y ¿mis papeles?

—Te los haré yo con los sellos que me proporcionará Frau Solf en el estudio de su hombre, que está en Hungría durante un tiempo arreglando documentos encargados por el gobierno de España.

—Y ¿la operativa?

—La condesa ha contactado con una tal Gertrud Luckner
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, protegida del obispo de Friburgo, Conrad Gróeber y delegada de Caritas en Berlín. Por lo visto esta mujer, que también ha ayudado a multitud de personas a huir de Alemania pero por otras vías, pilotará tu huida. Ahora está montando la red de ayuda para finales de julio. Para todos eres un caso muy especial. Todo se hará a través de Cáritas, el padre Robert Leiber, el amigo de tío Frederick, te espera en el Vaticano. Allí te contactará con quien convenga.

—¡Juro por la memoria de Helga que si salgo vivo de esta estos hijos de perra se acordarán de mí!

—Tiempo habrá para todo, Manfred, no olvides que la venganza es un plato que sabe mejor si se come frío —apuntó Karl.

—¿Cómo me sacaréis de aquí para ir a la clínica?

—Todo está calculado. Pasarás por el subterráneo al otro lado de la calle y al caer la tarde una ambulancia te trasladará, con toda la cara vendada como si te hubieras quemado. En la clínica de Wemberg hay tres habitaciones para urgencias, allí estarás seguro hasta que hayas cicatrizado.

—¿Sabe algo Hanna de todo esto?

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