Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
El murmullo menguante anunció que el celebrante se aproximaba y Simón se aprestó a estirar el cuello para mejor ver al que suponía esposo de Esther. En cuanto el hombre, revestido para la ceremonia, entró en el círculo de luz reconoció al punto el noble rostro de un joven de la aljama de las Tiendas que todos los días, allá en Toledo, pasaba junto al almacén de su padre, siempre cargado de libros y de manuscritos, camino de la
yeshivá,
aunque desde luego mucho más maduro, con una barba mucho más crecida en la que se veían hilos de plata y una expresión en la mirada circunspecta y preocupada. Un sentimiento ambiguo embargó su espíritu; de una parte, el pensamiento de que aquel hombre era el dueño de Esther le removió la fibra más íntima de su entraña; sin embargo, de la otra intuyó, al ver la dignidad de su porte y la mesura de su gestualidad, que de no mediar entre ellos situación tan peculiar seguramente hubieran podido ser amigos.
El rabino subió el escaloncillo de la
bemá
y tras una inclinación de cabeza hacia el lugar donde se guardaba la Torá se dirigió a sus fieles con una voz cálida y profunda.
—Queridos hermanos —comenzó—, sed bienvenidos a la casa de Yahvé
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. —Aquí hizo una ostentosa pausa y un murmullo recorrió a los presentes como si una premonición luctuosa estuviera a punto de ser anunciada—. Quiero hoy aprovechar la ocasión de esta reunión para hablaros, antes de iniciar la oración de la noche, de asuntos muy delicados que afectan no solamente a aquellos de vosotros que moráis en esta aljama sino también a cualquier hermano que viva en Sevilla, y aún os diría más, en cualquier ciudad de las que florecen en los reinos cristianos de la península Ibérica. Me acongoja anunciaros que soy portador de malas nuevas y solamente tenéis dos opciones: matar al mensajero o atender a las admoniciones que debo haceros. Los tiempos son malos y la angustia y la confusión van a adueñarse de nuestros espíritus porque el tiempo de la tribulación va a llegar de nuevo, pero siendo como digo malos, os auguro que pueden todavía ser mucho peores. Tristemente, yo ya he vivido una situación pareja y los síntomas de entonces no eran, ni con mucho, tan alarmantes como los que ahora percibo.
»E1 pasado mes de
adar
tuvimos un anticipo de lo que puede venir y os consta que, pese a los esfuerzos del alguacil mayor, don Álvar Pérez de Guzmán, y de los alcaldes de la ciudad, la furia desatada del pueblo amotinado contra nosotros por este individuo al que no me atrevo a nombrar en la casa de Jehová, destrozó varios comercios y allanó más de diez de las casas de la aljama. Pues pese a todo ello, os digo que el día de la desolación y de la ira aún no ha llegado. —Una nueva pausa, que sirvió para que la congoja se apoderara de los espíritus allí reunidos, se transformó en un tenso y expectante silencio que hacía que el crepitar de las velas fuera un fuerte sonido. Luego la voz de Rubén se hizo sentir de nuevo—. Hermanos, debo deciros que habrá entre vosotros algunos que, aterrorizados por los sucesos, apostatarán de su religión, no los juzguéis con acritud porque el miedo es como el lobo y acosa a las almas de manera que las circunstancias no son las mismas para todos. Otros venderán sus negocios y partirán al destierro, si tal hacen y queréis comprarlos, no abuséis de tal situación y dadles un justiprecio; y los que os quedéis permaneced unidos a fin de ayudaros porque el tiempo del crujir de dientes está cerca. —Aquí hizo otra pausa—. He sido presionado para que reniegue de mi religión y me convierta al cristianismo, no he cedido, pero quien tal haga y no sea rabí no debe ser juzgado; mi conciencia me dicta que mi sitio está entre vosotros; si los pastores renuncian a sus tareas, ¿qué será de las ovejas?; añadiría a la apostasía, a mi modo de ver, una falta de escándalo puesto que algunos de vosotros me consideraríais un renegado y no sin razón. Por tanto, empeño mi palabra, desde aquí y ahora, que pase lo que pase, yo estaré con vosotros hasta el final. He sido amenazado en aquello que más atribula y aflige a un hombre, que es la seguridad de su familia; lo he meditado muy bien y soy consciente de a lo que me expongo y a lo que comprometo a los míos, tampoco por ahí ha flaqueado mi espíritu ni mi sentido del deber; se me exige que abandone la dirección de esta sinagoga y marche de Sevilla, no conseguirán que mi ánimo flaquee. Podrán quizá matarme pero vuestro rabí sabrá morir con dignidad; pretendo presentarme ante Elohim con la cabeza alta y habiendo cumplido con mi deber hasta el sacrificio máximo, que es renunciar a lo que más quiero y tal vez perder hasta la vida, pero nada ni nadie hará que os abandone. —La cara del rabí se había transfigurado y una palidez cerúlea cercana a la muerte invadía su semblante.
»Ahora, en vez del habitual Ma'arib
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, como excepción, vamos a entonar los cantos del Día de la Expiación, abrid vuestros libros por la página de los
amoraim
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y acompañadme en la plegaria.
La voz rotunda de Rubén rebotó vibrante en las paredes de la sinagoga.
—«Hemos trasgredido, Altísimo, hemos obrado mal, y por el pecado dentro del que hemos pecado suplicamos tu clemencia, no abandones a tu pueblo, Señor, en el día de la tribulación y de la tiniebla.»
El ruido de un cuerpo al caer hizo que todas las miradas convergieran en la galería de mujeres. Luego una voz.
—¡Un médico, un médico, por favor, se ha desmayado una mujer!
Hubo el consiguiente revuelo e inmediatamente salió de entre la multitud un galeno que acompañado por Rubén se dirigió a la disimulada escalera que hasta allí ascendía, en tanto que las gentes iban abandonando el sagrado recinto, practicando aquello a lo que tan propenso era el pueblo judío, que consistía en debatir todas las cuestiones, unos comentando consternados el sermón del rabí, otros argumentando que eran exagerados sus augurios y, finalmente, otros hablando del incidente de última hora e intentando ver desde abajo y a través de la celosía lo que había ocurrido en la galería de las mujeres.
Simón, al terminar la oración, fue saliendo en busca de Domingo, consciente de que la necesidad de encontrar a Esther se había transformado en una cuestión de vida o muerte.
La muerte del protector de Bohemia y Moravia produjo una convulsión en Berlín. Las honras fúnebres fueron las correspondientes a un jefe de Estado y el Führer, en su elegía, lo designó como «el más leal y fiel servidor del nacionalsocialismo, desde los primeros tiempos de Múnich»
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. A la Gestapo los dedos se les hacían huéspedes y veían enemigos por todas partes.
August Newman y Hanna se habían reunido en un café del barrio de Weding, en la periferia de Berlín, en el que vivían muchas familias obreras.
El sitio era tranquilo y estaba muy cerca de la vivienda de Newman, aunque Hanna lo ignoraba.
—Perdona que te haya hecho venir hasta aquí pero dentro de tres cuartos de hora tengo citado a Vortinguer en mi apartamento y no me daba tiempo de acudir hasta el centro.
—Está bien, no te preocupes.
Hanna miró en derredor. El café era uno de tantos y parecía el lugar de reunión de algún equipo de ciclismo debido al número de trofeos arrumbados que amarilleaban en las vitrinas y de carteles pegados en las paredes. En uno de los cuales se anunciaban la carrera de los Seis Días de Berlín. El Régimen aprovechaba cuantas ocasiones podía para dar una sensación de normalidad al pueblo. Se ubicaron al fondo junto a la puerta de los servicios, cautelando como de costumbre la entrada del local.
August abrió el diálogo y, al desgaire como quien toca un tema intrascendente para hacer tiempo, preguntó.
—¿Qué sabes de tu novio?
—Nada hace meses, y pese a que le he escrito varias veces, me temo que él tampoco sabe nada de mi vida, y no me refiero a la que no puedo explicar, sino a meras noticias de mi persona. Es todo tan complicado... piensa que debo enviar las cartas a Kiel o a Saint Nazaire, y desde ambos lugares ellos hacen por que los marinos reciban noticias en medio del mar. Si el correo de tierra va manga por hombro, imagínate qué ocurre con el de los submarinos. Es un milagro que de vez en cuando llegue una carta.
August se quedó un instante pensativo y tomando la petaca en las manos, tras pedir permiso a la muchacha con un breve «¿Puedo?», cargó la cazoleta de su pipa parsimoniosamente y tras apretar la mezcla con el atacador la encendió, dio una larga calada y lanzó al aire unos círculos de humo que se fueron desflecando a medida que se agrandaban. A Hanna le recordaron los aros olímpicos y su pensamiento fue mucho más lejos en el tiempo y le pareció que desde 1936 había transcurrido un siglo.
—¡Qué vieja soy! El año de la Olimpiada tenía diecisiete y ya tengo veintidós.
—¡Qué barbaridad! Eres realmente una anciana, Hanna.
—Pues te parecerá una tontería, pero creo que las circunstancias han obligado a nuestra generación a vivir muy deprisa.
August se puso serio.
—En esto te doy la razón. Es cierto que todos estamos haciendo cosas que jamás pensamos hacer y que nuestras vidas han sufrido unos batacazos que en circunstancias normales jamás hubieran experimentado, pero es lo que hay. No puedes apearte de este tren en marcha. Creo que por lo menos a mí, mi conciencia me reprocharía vivir sin intentar hacer algo, cuando tantos mueren sin haber cometido otro delito que haber nacido de un color u otro o en el seno de una u otra religión.
—A todos nos pasa lo mismo. Amamos Alemania y odiamos la injusticia. Estos son los motores que empujan nuestro idealismo.
Con un movimiento reflejo, el joven, tomando el atacador, acondicionó la brasa de la pipa.
—Hanna, tú eres judía y él es ario, en Nuremberg se promulgaron leyes que prohíben a un ario casarse con una judía o viceversa. Él está en un submarino defendiendo a estos animales. ¿Cómo se come este guiso?
La muchacha se sorprendió viendo el giro que tomaba su encuentro.
—Las leyes de Nuremberg de 1935 no me atañen. Entre los semitas, el linaje lo trasmite la mujer. Mi madre es de credo católico aunque por deferencia a mi padre, en mi casa siempre se respetaron las tradiciones judías, pero yo no soy judía. En cuanto a lo que me dices tocante a que está en un submarino defendiendo a estos animales, te diré que, en primer lugar no tuvo opción y en segundo, que defender a Alemania de la agresión de potencias extranjeras no es ningún delito. Estos animales, como tú los llamas y con razón, pasarán y Alemania pervivirá.
Hanna se había mosqueado.
—Te aprecio demasiado y te admiro todavía más para desengañarte al respecto de muchas cosas, pero lo que no haré por no disgustarte es ocultarte lo que pienso. Esta gente no mide, aunque al principio así quisieron hacérselo creer al buen pueblo alemán, entre judíos que no lo son por parte de uno de los cónyuges y judíos que lo son porque la madre lo es. Te admitiré que matizan entre judíos de primera y de segunda clase, pero al final todos irán a parar al mismo saco.
—Si insinúas que Eric no se casará conmigo porque soy judía te equivocas.
—Yo no he dicho tal cosa, pero si la guerra, que Eric está ayudando a ganar, acabara con la victoria de Hitler, no podríais vivir en Alemania.
—¡Pues viviríamos en el Congo!
—Lo siento, Hanna, ¡eres fantástica! Si algún día te hiciera falta un profesor idealista y algo chiflado para marchar al Congo porque algo en tus cálculos hubiera fallado, este imbécil que te ha hecho enfadar está en la cola —añadió con una media sonrisa adornando su expresión que confundió a la muchacha, que no supo si el otro hablaba en serio o en broma.
—Perdóname tú. Sé que lo que me dices es verdad, pero no quiero oírlo. Si te parece, vayamos a lo nuestro.
August limpió con el rascador la cazoleta de su pipa.
—Todos estamos nerviosos, pero tienes razón, vayamos a lo nuestro. Han llegado noticias de Múnich. Pasado mañana, miércoles, a las diez de la mañana y a la misma vez desde todas las universidades alemanas en las que esté constituida la Rosa Blanca, se han de repartir unas octavillas con este texto.
Diciendo esto último August, tras comprobar que nadie había alrededor, extrajo del bolsillo superior de su cazadora un papel doblado y se lo entregó a la muchacha.
Hanna leyó.
PUEBLO DE ALEMANIA. YA HA CAÍDO UNO DE LOS MÁS ENCARNIZADOS ENEMIGOS DEL PUEBLO JUDÍO. DIOS HACE JUSTICIA PERO NECESITA BRAZOS EJECUTORES QUE CUMPLAN SUS DESIGNIOS. SI TENÉIS OCASIÓN DE BOICOTEAR DE ALGUNA MANERA EL SISTEMA, ¡HACEDLO! DE ESTA FORMA ABREVIAREMOS LA GUERRA PACTANDO CON LAS POTENCIAS EXTRANJERAS. CUANTO MÁS LARGA SEA LA CONTIENDA, MÁS DIFÍCIL SERÁ CONVENIR UNA PAZ HONROSA.
POR ALEMANIA, ¡ACTÚA!, NO SEAS DE LOS QUE ÚNICAMENTE HABLAN.
LA ROSA BLANCA
—Esto es fuego —comentó Hanna—. ¿Cómo dices que hay que distribuirlo y quién nos proveerá de este material?
—El paquete estará en el sitio que se indicará oportunamente en cada facultad. Cada uno lo repartirá según le parezca buscando como siempre la mayor efectividad. Tú has de convocar a tu grupo y dar las órdenes pertinentes para que el material vaya a parar al mayor número de estudiantes posible. Si reparten ocho en cada facultad, hemos calculado que los objetivos se habrán cumplido.
—¿Lo sabe Vortinguer?
August tomó de las manos de la chica el manifiesto, encendió su mechero, y, sujetando el papel entre el pulgar y el índice, le prendió fuego. En tanto se convertía en pavesas voladoras, respondió:
—Él es el que ha traído la orden de Múnich y quien se está encargando de hacerlo en ciclostil. El miércoles lo tendrás en la facultad. La mujer de la limpieza, cuyo hijo murió en Kransibor, lo introducirá entre sus cosas en la universidad, a ellas nunca las registran; el sitio te lo dirá Vortinguer, que te esperará junto al estanque de lotos a la nueve. Haz lo que puedas pero no te arriesgues. Siempre sufro por ti.
A Esther, que había acudido a la sinagoga en compañía de Myriam, como tenía por costumbre, una hora antes para ayudar a su esposo a preparar el sagrado recinto y había accedido a él por la parte posterior, la trajeron entre Rubén y cinco hombres hasta la pequeña entrada del patio de la calle Archeros totalmente desvanecida. Seguían a la comitiva Myriam y Sara, que no cejaba en su empeño de emular a las plañideras que seguían los entierros, llevando las cosas de su niña, como aún la llamaba, en tanto explicaba al médico lo que ella hubiera hecho caso de haberse encontrado sola en aquel aprieto, de modo y manera que la enterada en las cosas de la salud parecía ser ella y no el galeno.