Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—¿A qué hora queréis que me presente?
—Hacedlo al mediodía, así me daréis tiempo y ésa es la hora que dom Sólomon sale a comer.
—Si me dais este nombre, el que estará siempre en deuda con vos seré yo.
A la hora convenida entraba por la puerta de la banca de dom Sólomon un Simón transido por la emoción y superado por las circunstancias. Seis se quedó fuera guardando las cabalgaduras ya cargadas, ya que si la gestión que iba a hacer Simón aquella mañana llegaba a buen fin tenía intención de partir de inmediato para Sevilla. Nada más entrar le abordó uno de los empleados.
—¿En qué os puedo servir?
—Me espera Matías Obrador, uno de los contables.
—Tened la bondad de aguardar un instante.
Desapareció el hombre por una de las puertas del fondo de la gran sala circular y Simón entretuvo su espera observando el trajín de un día común y viendo el atareado ir y venir de las gentes que necesitaban de los servicios de la banca. Por su porte y vestimenta podía clasificarlos. Se veían comerciantes, viajeros, rentistas, funcionarios, almojarifes, cada cual a su avío despachando en las sucesivas mesas que equidistantes estaban instaladas alrededor y en todo el perímetro de la banca. Súbitamente vio aparecer por la misma puerta por la que anteriormente había desaparecido el empleado, y seguido por éste, a su amigo, invadido su rostro por una gran sonrisa. Al acercarse le hizo un significado gesto con las cejas que Simón captó al punto, dándole a entender que no era conveniente que comenzaran a hablar delante de persona alguna.
—Bienvenido a esta vuestra casa, querido amigo.
—Bienhallado Matías, tal como os dije me interesaría cambiar un pagaré que traigo de una de las bancas semitas de Toledo.
—Para eso estamos, tendré mucho placer en atenderos. ¿Si sois tan amable de seguirme?
Matías indicó el camino a su salvador y éste, recogiendo el vuelo de su capote de viaje, se adelantó hacia la puerta por la que había comparecido su amigo. Entraron en un oscuro pasillo y sin poder contenerse, Simón se dio media vuelta e indagó.
—¿Habéis conseguido algo?
—Me ha costado lo mío pero creo que os podré ayudar.
El pequeño despacho de Matías estaba ubicado al final del pasillo y a él se llegaron. Tras entrar ambos, el contable cerró la puerta y como justificándose aclaró:
—Las paredes tienen oídos y lo que hago por vos podría costarme el empleo, pero más hicisteis vos por mí el otro día; por favor, sentaos.
El lugar era un cuchitril, alumbrado por la claridad que a través de las gruesas rejas que protegían un ventanuco entraba en la estancia, en la que apenas cabían una mesita, llena por cierto de carpetas y protocolos, un anaquel ocupado por archivos, legajos, un perchero en el que Simón colgó su capote, la silla de Matías y un escabel en un rincón que el anfitrión colocó frente a la mesa para que su amigo pudiera sentarse. Así lo hizo Simón y sin dar tiempo a que el otro hiciera lo propio, indagó:
—¿Habéis descubierto algo? Perdonadme pero estoy sobre ascuas.
Matías tomó un archivo del anaquel y tras colocarlo sobre la mesa ocupó su silloncito.
—Han sido una concatenación de casualidades pero Elohim está con vos.
—Hablad, por caridad.
—En primer lugar, dom Sólomon está de viaje, de manera que he podido introducirme en su despacho y buscar entre sus papeles, cosa que, de haber estado él, hubiera sido del todo imposible. Luego me consta que tiene por costumbre guardar en un poderoso arcón, reforzado por flejes de hierro y cerrado con un candado cuya llave siempre está en una cadena que pende de su cuello, los documentos que considera secretos, que en estos tiempos y en negocios de banca son muchos.
—Ahorradme el trasiego, ¡os lo suplico!
—Ya llego, ahora es cuando la diosa fortuna se ha puesto de vuestro lado. Veréis que, por lo visto y durante mi ausencia motivada por lo que vos mejor que nadie conocéis, le llegó una orden de Sevilla disponiendo cambiar en títulos de viaje una cifra de importancia y la firma que reclamaba tal servicio era la del personaje que aquí estuvo cambiando los pagarés que os dije hace ya seis años o más, de forma que dom Sólomon extrajo del cofre de seguridad el protocolo perteneciente al tal Rubén Ben Amía y lo dejó, luego de cumplir el mandato, sobre el anaquel, esperando sin duda la llegada de la confirmación del «recibí» para guardarlo de nuevo. Y da la casualidad que en el lomo de ese archivo figuraba mi letra, cosa que hizo lo reconociera de inmediato.
–¿Y?
—Que la persona que buscáis vive en Sevilla, su nombre es Rubén Labrat Ben Batalla. Y aquí hay una nota al margen y la letra es la de dom Sólomon, es raro que no me encargara a mí la adenda, intuyo que debe de querer guardar el secreto de dónde vive, pero aquí dice que la quinta se llama El Esplendor, está en el barrio del Arenal junto al Guadalquivir y él ejerce el rabinato en la sinagoga que llaman de Bab El Chuar o de las Perlas.
Simón transpiraba copiosamente.
—Adonai os ha puesto en mi camino, pase el tiempo que pase siempre seré vuestro deudor.
Fue una confirmación definitiva. De nuevo el ominoso correo fue una piedra lanzada sobre la tapia que rodeaba el hermoso jardín de la quinta del Guadalquivir. En aquella ocasión estaba Rubén en casa y raudo ganó la puerta saliendo al exterior por ver de descubrir quién era el que enviaba aquellos amenazadores y anónimos mensajes. Rubén ya se había rendido en su empeño de mantener blanco el encalado muro, pues las ominosas y amenazantes letras negras rebosantes de vesania y abominación que auguraban desgracias y voceaban insultos para él y para los suyos, aparecían una y otra vez. Las gentes iban y venían a sus negocios. Miró Rubén a uno y otro lado y viendo que nadie parecía especialmente dedicado a aquel triste menester, regresó de nuevo al interior, desenvolviendo la piedra que había servido de vehículo para que la misiva tuviera peso suficiente para volar por los aires y saltar el muro. Se llegó luego hasta la mesa del jardín y con un palo que encontró en el suelo procedió a alisar el pergamino a fin de poder leerlo mejor.
Parece ser que no hacen mella en vos los consejos que os vamos dando. El tiempo y la paciencia se acaban y si no marcháis de inmediato de Sevilla nos obligareis a tomar medidas que redundarán en perjuicio de vuestra familia. La obstinación y la porfía pueden ser terquedad o farisaica postura para que vean las gentes sencillas cuán bueno y fiel es su rabino. Vuestro orgullo os perderá y hará que recordéis por siempre la Pasión de Nuestro Señor.
¡No os volveremos a avisar!
Un amigo
En el instante en que Rubén había terminado la lectura, Esther llegaba hasta él, de manera que fue imposible evitar que no viera el arrugado papiro en las manos de su esposo.
—¿Me permitís? —dijo alargando su mano en demanda del escrito.
Rubén no tuvo fuerza moral para negarse y se lo entregó. Ella leyó con avidez las amenazadoras líneas y cuando terminó de hacerlo alzó sus ojos interrogantes hacia su esposo.
—Por enésima vez, ¿qué es lo que pensáis hacer?
—Lo hemos hablado mil veces, Esther, y eso son alharacas de fanfarrones, corremos el mismo peligro que corren todos nuestros hermanos.
—A nuestros hermanos, que yo sepa, no les envían anónimos.
—Porque estos desalmados saben que si consiguen que el miedo anide en nuestros corazones y por ende nos obligue a marchar de Sevilla, tendrán el camino expedito para sus fechorías, ya que muchos de los más pusilánimes seguirían nuestro ejemplo y la aljama quedaría vacía, entonces se apoderarán de nuestras casas y si este ejemplo cundiera en el resto del país y ocurriera lo que pretenden que ocurra aquí en Sevilla, habríamos iniciado otra travesía de cuarenta años por el desierto.
—Me asombráis, esposo mío. ¿A tanto llega vuestra soberbia que entendéis que el comportamiento de todos los judíos de España depende de que un humilde rabí decida cambiar de residencia, que no de religión, con su familia?
—Parece mentira que aún no me conozcáis bien. Sé que poco importo y que nada soy, pero así mismo sé que el más incipiente de los fuegos, si se aventa a modo, puede quemar cantidades de arbolado y su consecuencia ser fatal para muchos. Recordad el incendio que organizó involuntariamente el año pasado Gedeón quemando unos abrojos, lo que costó apagarlo y que de no haber vivido a orillas del Guadalquivir, a estas horas, quizás esta casa no estaría aquí.
—Si esta vuestra decisión es firme, Rubén, quiero el divorcio. Yo no pienso que sea tema baladí una cuestión que atenta contra la salud de mi familia, y si vos no queréis salvaros debo velar porque nuestros hijos tengan la posibilidad de vivir.
—Pero, Esther, ¿habéis pensado bien lo que estáis diciendo?
—Lo vengo pensando hace muchos días.
—Pero, Esther, sed razonable, ¿qué es lo que pretendéis?
—Salvar la vida de los míos, sobre los que tengo responsabilidad, si vos no queréis atender a razones y os place el papel de mártir, es cosa vuestra, pienso que sois ya mayorcito para ello, pero no esperaré mano sobre mano a que mis hijos corran peligro.
—¿Pero no entendéis que con esta actitud timorata y pobre de espíritu lo único que conseguiréis será perjudicar a la comunidad?
—¡Me importa un higo! Ellos no son mis hijos y cada uno puede hacer de su capa un sayo, ¿quién soy yo para impedir que cada cual haga aquello que crea más oportuno? —El tono incontrolado de Esther sorprendió a su marido, ya que jamás durante aquellos años se había dirigido a él en tal tesitura.
—El pánico os turba y hace que flaquee vuestro buen juicio.
—¡Por lo visto también le flaqueó a mi padre, que Yahvé haya acogido en su seno, la noche en que se quemó la aljama de las Tiendas! Ya no soy una púber de quince años y, gracias al Altísimo, tengo criterio para distinguir lo que es cerrazón y petulancia de lo que es auténtica prudencia y temor de Dios. Maimón, el demonio del orgullo, os ha poseído y hace que entre vuestra familia y los fieles de vuestra sinagoga, escojáis a estos últimos, pero no me queráis hacer partícipe de vuestros dislates, mis únicos fieles son mis hijos. ¿¡Es que no tenéis memoria!? La
raha min
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se acabará para los soberbios, Rubén. No lo dudéis.
—Amo a mis hijos y a vos con todo mi corazón pero mi conciencia me impide faltar al pacto que hice con Yahvé.
—Entonces lo siento, esposo mío, pero mi decisión está tomada.
—Decidme pues lo que pensáis hacer.
—Primeramente iremos a ver al gran rabino Mair Alquadex
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para regular nuestro divorcio y anular nuestra Ketubá, luego deseo que vayáis a Córdoba para que en la banca de dom Sólomon tramitéis los convenientes documentos a fin de que recupere parte de lo que mi padre me dejó en herencia, creo que es de justicia que el día de mañana pertenezca a nuestros hijos, y finalmente industriaréis los medios necesarios para que pueda dirigirme junto a mi madre a Jerusalén. Después, cuando acabe esta locura, si es que todavía os interesa vuestra familia, podéis acudir a nuestro encuentro e intentar recuperarla.
—Entonces, ¿para qué queréis el divorcio?
—Si algo os ocurriera quiero ser libre.
—Si algo me ocurre seréis viuda.
—Quiero mi libertad para cuando me ponga en camino, no quiero depender de vuestro permiso toda la vida por si os da la vena de permanecer siempre en esta maldita ciudad para poder cuidar de un montón de ovejas hasta el día que vayan al matadero; y si sucediera lo que habéis dicho vos, que no yo, no quiero tampoco estar en manos de vuestra familia ya que a mí no me queda nadie aparte de mi madrastra, que al no ser mi madre, como mujer, no tiene sobre mí ascendiente alguno.
Al cabo de unas semanas, la casa del río se cerraba y los Labrat Ben Batalla se trasladaban a vivir a la calle Archeros.
La huida de Manfred fue una epopeya y finalmente su evasión se debió a una inesperada y afortunada coyuntura. La condesa Ballestrem
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, de soltera Lapi Solf, era hija de Wilheim Solf, ex embajador en Japón, y reunía, los sábados, en los salones de su casa o en los de su madre, según conviniera, a un grupo de intelectuales antinazis para discutir maneras de ayudar a judíos y a enemigos políticos del Régimen.
Sigfrid había conocido, en una conferencia sobre diamantes industriales a la que acudió por indicación de su amigo el
Haupt sturmführer
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Hans Brunnel, a un catedrático de física, que había sido agregado cultural en la embajada de Japón, en la época que el embajador de Alemania era el padre de Lapi, mucho antes de que Hitler alcanzara el poder, y con el que intimó rápidamente. El hombre, que renegaba de todo aquel mundo de fanáticos, cierta noche, en el bar del Adlon, ante una botella de Petit Caporal, su coñac preferido y del que, estimulado por Sigfrid, abusó en demasía, se sinceró al respecto de su trabajo, y éste, atendiendo a su estado etílico y pensando que a lo mejor allí había un filón interesante, le acompañó a su casa, ayudándole a subir la escalera del chalecito y asistido por su criado, lo metió en la cama.
Al día siguiente el caballero compareció por los salones del hotel para agradecer su gesto y para ponerse incondicionalmente a su disposición.
Una relación especial se estableció entre los dos hombres y, al cabo de unos meses, el profesor le confesó que su bisabuelo materno era judío y temía que, en una de las purgas que periódicamente se realizaban en la universidad, fuera depurado y excluido de la misma y de esta forma perder su carrera, o peor, ser internado en uno de los campos de los que
sottovoce,
se hablaba en Berlín. Si algo le ponía a cubierto de tal eventualidad era su condición de científico investigador integrado en el equipo de Wernher von Braun en el programa que éste dirigía y que trataba de descubrir las posibilidades del agua pesada, en Penemunde, Noruega, para la propulsión de cohetes
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, pues era difícil encontrar quien lo sustituyera en tan delicado cometido.
Sigfrid tomó buena nota de todo ello y tras las comprobaciones pertinentes, que se llevaron a cabo a instancias suyas, llegó a la conclusión de que la historia era cierta y que se podía sacar partido de la especialidad del científico.