Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Cargó en un hombro la bolsa amarilla y en el otro la cincha de sus libros y se dirigió sin prisas hacia el quinto piso. La gente pasaba por su lado indiferente, sin oír los latidos del acelerado galope de su corazón. Llegó al quinto piso sin incidentes y, luego de dejar sus libros junto al banco, destinado a las visitas, ubicado frente al rectorado, procedió a retirar las cintas que sujetaban las octavillas.
Cuando todo estuvo preparado aguardó tensa a que el gran reloj diera las horas.
Las campanadas comenzaron a sonar, imaginó que cada uno de sus compañeros cumpliría con lo previsto y ella no iba a ser menos. A la segunda campanada tomó la bolsa por las asas y se acercó a la barandilla. La tentación pudo más que la prudencia y asomó ligeramente la cabeza para ver la panorámica de estudiantes que se movían en aquel momento por el
hall.
Desde allí parecían talmente una legión de hormigas tanteándose con las antenas a fin de reconocerse y luego seguir cada una a lo suyo. Lo suyo en aquel momento era repartir dos mil octavillas, en el mínimo tiempo posible, para que un gran número de estudiantes se concienciara y colaborara con la Rosa Blanca. Hanna hizo una profunda aspiración, pensó en los miles de judíos deportados, pensó en sus padres, en sus hermanos, en Eric, pero sobre todo en Helga, a todos ellos debía lo que iba a hacer. August Newman estaría orgulloso de ella. El tiempo se acababa. Las campanadas avanzaban inexorables. Tomó dos huevos en cada mano y los lanzó al espacio por encima de la barandilla. El impacto quedó ahogado por los gritos y el tumulto que se formó al instante. A continuación, sin dar tiempo a que nadie reaccionara, volcó la bolsa amarilla por el inmenso hueco de la escalera central. Las octavillas fueron desapareciendo de su vista como una bandada de pequeñas golondrinas blancas y negras, que ganaran su libertad. La tentación de nuevo volvió a ser demasiado poderosa y a hurtadillas se asomó, de nuevo, para ver el alboroto que se había organizado abajo. La cosa no podía haber ido mejor. Las corrientes de aire ascendentes habían desviado alguno de aquellos folletos, que habían ido a parar a los pavimentos de los pisos inferiores sin llegar a caer al fondo, de modo que estudiantes asistentes de todas las clases recogían de los suelos los demoledores y subversivos panfletos. Hanna se dispuso a huir por la escalera secundaria.
A Hans Fedelman, el vicerrector, nazi convencido, la batahola le sorprendió en su oficina preparando una conferencia que el Partido le había ordenado pronunciar al día siguiente en el paraninfo de Derecho. Alarmado por el barullo que llegaba de los pisos inferiores e imaginando que sería otra vez un altercado entre estudiantes, salió al rellano en el que se ubicaba su despacho y asomándose a la baranda vio el porqué de tal escándalo. Súbitamente un movimiento justamente enfrente del lugar donde se hallaba llamó su atención. Alguien se precipitaba hacia la galería por la que se descendía a los patios. No tuvo tiempo de reconocer a la persona, sin embargo algo en el suelo despertó su curiosidad. Una llamativa bolsa de deporte de color amarillo yacía abandonada. Circunvaló el gran rellano y se dirigió hacia el lugar. Se agachó a fin de observar el interior del macuto y entonces los vio. Amarrado con una cincha de cuero en el banco de las visitas del rector, se veía, olvidado, un paquete de libros. Tomó uno de ellos y en la primera página pudo leer el nombre de su propietaria escrito con buena letra gótica. Aquellos días, debido al asesinato de Heydrich, la sensibilidad de los gerifaltes del Partido estaba a flor de piel y su cerebro se puso a maquinar rápidamente. Se precipitó hacia el interior de su despacho y descolgando de su horquilla el auricular del interfono, que estaba sobre su mesa, tocó el botón correspondiente a la conserjería. La metálica voz del portero sonó en su oído.
—Martin, soy el doctor Fedelman, ¡cierre inmediatamente las puertas de la universidad y que no entre ni salga nadie!
—¿Quiere usted decir, nadie, nadie?
—Eso he dicho, ¿es que está usted sordo?
—No, Herr doctor, me refería a los profesores.
—¡Nadie es nadie!, ¿me ha entendido?
El doctor Fedelman, luego de colgar el interfono, levantó el negro auricular de su teléfono y marcó el número de la central de la Gestapo.
Vortinguer aguardaba junto a su DKW que dieran las diez para observar el efecto que causaba en los estudiantes que iban a salir el reparto de folletos. Luego pensaba dirigirse al bar donde acostumbraban reunirse para, mediante una serie de signos cabalísticos acordados con sus cómplices, dar cuenta del mayor o menor éxito de la misión.
Al momento observó que algo debía de haber ocurrido en el interior cuando vio a los conserjes precipitarse a la calle y disponerse a cerrar rápidamente las grandes rejas de hierro que cautelaban el acceso a la universidad. Un instante después, el corazón se le vino a la garganta cuando en la lejanía su oído distinguió el ronco ulular de las sirenas que caracterizaba a los coches de la Gestapo.
Tres automóviles negros se detuvieron en medio de un chirriar de frenos frente a las puertas del edificio y de cada uno de ellos saltaron cuatro hombres que se precipitaron al interior en tanto los conductores quedaban junto a los vehículos. Los guardias municipales habían acordonado la zona y obligaban a circular a los grupos de transeúntes que, curiosos, se habían estacionado para ver qué ocurría. Klaus, junto a su motocicleta, hizo como si estuviera mirando algo del carburador que alimentaba el cilindro de la derecha.
Pasaron quince minutos, veinte, media hora. La sangre huyó de su rostro. Por la puerta principal, esposada con las manos a la espalda, como una delincuente común, entre dos hombres de la Gestapo, apareció Hanna. Su gesto era orgulloso y su actitud arrogante.
En dos empellones, agachándole la cabeza, la introdujeron en el interior del primer coche. Al punto éste se puso en marcha y en medio de un aullar de sirenas arrancó violentamente.
Klaus saltó sobre su motocicleta, y dando una patada a la palanca, la puso en marcha, luego, sorteando el tráfico, se colocó a una prudente distancia del coche de la policía a fin de seguir tras él sin llamar la atención. Después de un zigzagueante recorrido que duró diez minutos, el fúnebre vehículo se detuvo ante el temido edificio en Alexanderplatz donde se alojaba la sección IV de la temida Gestapo.
Media hora después sonaba el teléfono en el pequeño apartamento de August Newman.
Una voz cubierta con un pañuelo dijo escueta y lacónica.
—Han cogido a Hanna, dentro de media hora donde siempre.
El 9 de octubre de 1390 murió, en Alcalá de Henares, el rey Juan I de una caída de caballo. Muchas fueron las voces que se alzaron en los corrillos, achacando la desgracia a su hermano bastardo el duque de Benavente, que jamás perdonó al rey que por cuestiones de Estado hubiera desposado a su prometida, ya que doña Beatriz de Portugal debía haber sido su esposa, y el noble jamás perdonó el agravio. Se decía que para ello contrató los servicios de un alquimista judío que preparó una droga que haría que cualquiera que montara aquel animal fuera derribado a la primera carrera, y eso fue lo que sucedió. Para desgracia del pueblo semita, subió al trono un niño de once años, Enrique III, cuya regencia la iba a ejercer un consejo de diecisiete miembros, el cual, debido a las interminables consultas, retrasaba al infinito la toma de decisiones y la firmeza de las mismas; esta circunstancia favorecía en mucho las actuaciones del arcediano y de todos aquellos que quisieran causar perjuicio al pueblo judío. Para más desgracia, el clan de los Guzmán fue alejado del poder, de modo que don Álvar Pérez de Guzmán, conde de Niebla, fue sustituido por su más enconado enemigo, que no era otro que don Pedro Ponce de León, señor de Marchena, de manera que además de perder a su valedor, los judíos caían en manos de uno de sus más implacables perseguidores
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Simón, a la mañana siguiente de haber acudido a la sinagoga de las Perlas, encaminó sus pasos nada más levantarse hacia el barrio del Arenal, que se hallaba más allá de la muralla que rodeaba la ciudad. Preguntó a algunos de los viandantes que encontró en el trayecto y finalmente un aguador, que trasegaba una reata de mulas en cuyas alforjas de esparto cargaba unas tinajas de agua, le supo dar razón del lugar donde se ubicaba una quinta llamada El Esplendor, pero añadió algo que hizo disminuir el entusiasmo que la noticia había causado en Simón: «Parece que la alquería está deshabitada, hace unas semanas que no veo a nadie y eso que cada día paso por allí.» Tras dar las gracias al buen samaritano, Simón, seguido de Seis, se dirigió a la dirección indicada.
El corazón iba aumentando su ritmo a medida que se iba acercando al lugar señalado y cuando a lo lejos divisó la gran tapia que rodeaba una propiedad en cuyo centro se veía un cuadrado caserón cuyas ventanas estaban cerradas a cal y canto, su ánimo decayó de nuevo y pensó que Yahvé no estaba de su parte. Aquel amor que con tanto esmero había crecido en el vergel de su corazón era un amor prohibido y los cielos que hasta allí lo habían conducido lo habían hecho para desengañarlo. Ambos se fueron aproximando y cuando ya los detalles de la residencia estaban claros a su vista tuvo la certeza de que la propiedad estaba vacía.
A partir de la puerta de la entrada fue dando la vuelta siguiendo el perímetro de la tapia y se dio cuenta de que toda ella estaba pintarrajeada de inscripciones infamantes para los judíos, en especial para la familia de los Labrat Ben Batalla. Las frases de las leyendas le abrieron la mente. Los que allí moraban se habían trasladado temerosos de ser atacados en aquel solitario lugar. Parecía escrito que su encuentro con el motivo de su existencia no había llegado. Cuando alcanzó la esquina del sur, que era la más próxima al río, su corazón casi le da un vuelco. La torre de un palomar vacía y fuera de uso asomaba orgullosa por encima del muro.
—Mira, Domingo, desde allí partió el pichón que llegó a Toledo y que te hice enterrar junto al arriate en el jardín de la casa de mi padre.
—Está vacío.
Fue la lacónica respuesta del muchacho.
Simón, por mor de aproximarse a su amada, fue siguiendo la tapia para acercarse al palomar y poder observar mejor los detalles; entonces un pálpito le dijo que algo extraordinario había sucedido. En un palo que asomaba por el tejadillo de la construcción y que al principio no había podido observar debido a la situación del palomar, anudado a media asta, se divisaba claramente un pañuelo blanco que era, desde los lejanos tiempos de Toledo, la señal críptica de la que se valía Esther para indicarle que a la mañana siguiente se verían en el jardín de su casa. Su cerebro bullía, nadie sabía las claves de las que se valían los amantes para ponerse en contacto. Por otra parte, si aquella contraseña estaba allí quería decir que Esther sabía que él estaba en Sevilla y que lo había visto; sin embargo no se había acercado a él, ello quería decir que estaba acompañada o que el momento y lugar, por los motivos que fueren, no eran los oportunos. Su cabeza era un taller de deducciones. Seis, con aquel su instinto especial que le hacía a veces prever y otras intuir lo que estaba ocurriendo o lo que estaba a punto de acontecer, interrumpió sus cavilaciones, afirmando más que preguntando:
—Os han dejado un mensaje.
Cuando Esther se despertó, la cabeza le bullía confusa y alterada, a medias por la pócima suministrada y también por los sucesos del día anterior. Muy temprano la puerta de su dormitorio se abrió y en el quicio apareció el perfil de Rubén, que se detuvo un instante observando si todavía dormía o ya había despertado. Ella restó quieta y con los ojos entornados pues no quería hablar con nadie en tanto no hubiera aclarado sus ideas.
La puerta se cerró de nuevo y oyó sus pasos que comenzaban a bajar la escalera. Desde la cocina subía el alegre pajareo de la charla de Benjamín, que rogaba a Gedeón le permitiera salir al jardín para ver si en la trampa que había colocado había caído algún pajarillo, y la ronca voz del viejo servidor que le indicaba que hasta que no acabara el desayuno no se iba a mover de la mesa. Sara zascandileaba en el cuarto de su hija y los balbuceos de la pequeña, todavía inconexos y vacilantes, llegaban hasta ella nítidos y canoros.
Antes de hacer sonar la campanilla que descansaba en el velador de su costado, se dispuso a aclarar sus ideas. La visión del rostro de Simón alumbrado por la luz cenital de la lámpara del techo de la sinagoga no admitía duda alguna, era sin duda el amado perfil, aunque más maduro, que de tantas veces evocado durante aquellos años había hecho que le doliera el alma. Cuando lo vio a través de uno de los rombos de la celosía creyó que deliraba y, agarrándose a la barandilla, tuvo tiempo de asegurarse, en tanto los demás entonaban los cantos de última hora, de que sin duda alguna era él. Volvía a recordar el instante y la imagen retornaba una y otra vez, nítida y presente, recreando el segundo mágico. Entonces, en el momento en que él se levantó sobre las puntas de sus pies para mejor observar al oficiante y la luz iluminó un nuevo ángulo de su cara, tuvo la certeza. ¡Simón estaba vivo y había acudido a Sevilla! Un río de incertidumbres fluyó por su cabeza y su mente intentó desbrozar las posibilidades de que su presencia se debiera a que de alguna manera se había enterado de dónde moraba y venía a buscarla, o bien la casualidad del destino había guiado sus pasos hasta ella. Los milagros existían y el primero era que estuviera vivo.
Su cabeza comenzó a maquinar. La aljama alojaba más de cinco mil almas y apenas hacía unos días que, en secreto, se había trasladado a la calle de Archeros. Muy pocas personas conocían su nueva dirección, por tanto, si intentaba ponerse en contacto con ella lo haría acudiendo, ya que el lugar era el que sin duda le indicarían, a la quinta del Guadalquivir. Ella no iba a poder salir durante todo el día debido a su debilidad, ya que si lo hiciera resultaría, más que anómalo, absurdo. Tenía que industriar un medio para indicarle que conocía su llegada y que lo iba a ver al día siguiente. Si ella era el motivo de su venida, con seguridad acudiría en un momento u otro a la alquería del río y si no era ella la causa, porque ignorara su presencia o el tiempo hubiera mitigado su recuerdo, entonces el paso de los días le indicaría que su más hermoso sueño de juventud había muerto. Súbitamente en su cerebro se hizo la luz. Desde que habían abandonado la quinta, acudía Gedeón allí periódicamente, por ver si alguna de las palomas que había intercambiado con gentes de otras comarcas de Al Andalus regresaba a su casa, para rellenar los comederos y bebederos de las aves y así mismo dejar la comida para el perro de Benjamín que, al no caber en la nueva casa, había quedado de vigilante. De vez en cuando, todas estas tareas las realizaba ella en persona pasando el día en El Esplendor, arreglando sus rosales y expurgando de insectos los arriates de flores del jardín. Enviaría al anciano mayordomo y le encargaría que colocara, a mitad del asta del palomar, un pañuelo blanco que indicara a Simón, al igual que allá en los lejanos tiempos del comienzo de su relación en Toledo, que acudiera al día siguiente, entonces porque su padre hubiera salido y tuvieran la posibilidad de pasar unos instantes juntos escondidos junto a la pequeña sinagoga familiar, y ahora porque supiera que conocía su llegada a Sevilla y lo citaba, al igual que en aquel lejano tiempo. El pañuelo luciría varios días y ella acudiría cada mañana durante una semana, esperando que Simón acudiera al reclamo. Si tal no ocurría entendería que la casualidad lo había traído a Sevilla y que sin duda habría seguido viaje sin buscarla. Entonces, luego de establecer las cláusulas de su divorcio, partiría hacia Jerusalén.