Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Sigfrid no pudo impedir el responder airado:
—Cuando se toman decisiones que pueden costar vidas humanas, se ha de estar preparado para defenderlas. No se puede ir con margaritas en la mano mientras ellos usan cañones y se ha de estar dispuesto para la acción. Un buen jefe, y me habían dicho que tú lo eras, debe cuidar de sus hombres y estar dispuesto a socorrerles si caen, aun a riesgo de perder la vida.
August respondió sin perder la calma:
—Si supiera que entregándome yo iban a soltar a tu hermana no dudes que ya estaría en la puerta de Alexanderplatz, pero sé que eso no iba a conducir a ningún sitio.
—Lo siento, Newman, tus argumentos son una falacia y no me sirven. Antes de ordenar ciertas cosas tienes que cubrir retiradas y evaluar las posibles pérdidas. Solamente así sabrás si vale la pena la estrategia que diseñes.
—¡Yo no ordené que se hiciera como se ha hecho!
—¡Y yo solamente sé que mi hermana está en las mazmorras de la Gestapo llevada sin duda por el ímpetu de su carácter, que tú como superior suyo debías conocer!
Vortinguer intervino.
—No agravemos las cosas discutiendo lo ocurrido. Lo que debemos hacer es intentar averiguar dónde la han llevado y cuántos días la pueden retener.
—A mí me interesa más que me informéis de quién es el responsable de la sección IV de Alexanderplatz y en qué juzgado paran los incomunicados cuando pasan las noventa y seis horas de detención. Si conozco estos datos intentaré mover mis hilos. Si no puedo hacer otra cosa, quiero asistir al juicio.
—El juez que preside el tribunal de disidentes es un magistrado con fama de fanático, Roland Fresler es su nombre. El que manda en la sección IV, te lo puedo decir porque me he enterado —respondió Newman—, es el coronel Ernst Kappel, que anteriormente estuvo destinado al Estado Mayor de Von Rusted, creo que era su suegro.
Sigfrid se quedó lívido.
—¿Qué te ocurre, Sigfrid? —indagó Vortinguer.
Cuando pudo hablar, Sigfrid respondió.
—La prensa nada dijo por el escándalo que ello representaba. Es el hombre cuyo amante era el bailarín que murió en el atentado del Berlin Zimmer, ése fue el motivo por el que su mujer le pidió el divorcio y es por lo que dejó el Estado Mayor de Von Rusted. Sabe que el apellido de Manfred es Pardenvolk. Si consiguen hacer hablar a Hanna y descubren que es su gemela, está perdida.
—Si habla Hanna, todos estaremos perdidos. Pero le dará fuerza para resistir el saber que su única probabilidad es mantener a pie y a caballo que ella es Renata Shenke —observó August.
—¿Qué pensáis hacer?
—Yo, esperar. Dejar de dar clases sería acusarme a mí mismo. Tengo en casa una cápsula de cianuro. Si vienen a por mí que Dios me perdone.
—Nadie conoce el domicilio de nadie. Tú eres un profesor universitario y es evidente que pueden dar contigo, pero a mí nadie me conoce y voy a desaparecer del escenario durante unos días hasta que se aclaren las cosas. De cualquier manera, siempre voy armado —apostilló Vortinguer palpando el bolsillo posterior de su pantalón—. Y te juro que no me iré solo. Tengo ocho posibilidades contando que la última bala la guardaré para mí.
Los tres se miraron en silencio.
—Hemos de ver en el juicio de qué la acusan. Si habla y nos cogen, correremos todos su misma suerte. Si es fuerte y aguanta, solamente la pueden acusar de lanzar panfletos y no creo que por una cosa así estos animales condenen a muerte a nadie, menos a una muchacha tan joven y hermosa. No olvidéis que estos cafres tienen muy en cuenta la opinión pública y la presencia de Hanna en el banquillo despertará simpatías. El juez no será insensible a este hecho —razonó August.
—A estos animales, como tú los llamas, no les hacen falta demasiados motivos para matar. Están llenos de odio a los de mi raza. Hanna lo sabe. Deberá ser fuerte, es su única probabilidad.
—Y el hecho de que no puedan probar que fue ella la que los lanzó —apostilló Newman.
Manfred fue ingresado el siguiente martes por la mañana en la clínica del doctor Wemberg, en el número 197 de Wertherstrasse. La ambulancia se detuvo frente a la reja del pequeño jardín y tras abrir la puerta trasera dos enfermeros se hicieron cargo de una momia, que era Manfred totalmente vendado, rostro y manos, que puesto en una camilla ingresó en el centro. Apenas introducido en el interior, sin demora alguna, fue llevado a la antesala del quirófano donde el doctor Wemberg lo recibió, acompañado de un hombrecillo menudo, de calva incipiente y gruesas gafas, que, en cuanto le retiraron los vendajes, lo saludó, inclinando la cabeza, afable y tranquilizador. Manfred miró en derredor y al fondo de la sala pudo observar a su hermano y a Klaus Knut que, vestidos con sendas batas azules, habían ejercido de camilleros.
El viejo doctor le saludó e hizo las presentaciones.
—Hay que ver cómo pasa el tiempo. Va a hacer dos años, si mis cálculos no fallan, que nos conocimos.
—Así es, doctor, y ¡cuántas cosas han ocurrido en este tiempo!
—Voy a presentarle a su cirujano.
El doctor Wemberg hizo un ligero gesto con la mano y el hombrecillo de las gruesas gafas se aproximó a la camilla.
—El doctor Leon Rosemberg, cualificado cirujano plástico del hospital general de Viena. Ha tenido usted la fortuna de hallarlo en Berlín, pero por pocos días, su especialidad, hoy por hoy, está muy solicitada.
El doctor le tendió la mano y dándole una palmadita en el hombro exclamó:
—Me agradaría que fueran otras las circunstancias y otros los motivos de nuestro mutuo conocimiento, pero, qué le vamos a hacer, así son las cosas.
—De cualquier manera, es un placer conocerle —respondió Manfred.
La voz de Sigfrid sonó al fondo:
—Vayamos al grano, doctor, y si no le importa querríamos saber detalles de la intervención. —Al ver la mirada inquisidora que el cirujano dirigía a su colega, aclaró—: Soy su hermano.
—Acérquese, por favor.
Sigfrid y Klaus se aproximaron a la camilla y el doctor, tras tomar de una mesilla metálica las fotografías del rostro de Manfred de frente y de perfil, alfiletereadas por un sinfín de rayas y puntos que las cruzaban en todas direcciones, comenzó a explicarse:
—No se trata de corregir un defecto ni arreglar un desperfecto ocasionado por un accidente. En esta ocasión hemos de intentar que su hermano sea otra persona, salvando naturalmente la estética. Es decir, no se trata de hacer un adefesio de un guapo muchacho, pero sí de conseguir que ni sus más allegados lo reconozcan.
—Comprendo, para esto hemos requerido de sus conocimientos y acudido a sus manos.
El pequeño doctor prosiguió su soliloquio como si nadie le hubiera interrumpido, dirigiéndose ahora a Manfred.
—En esta ocasión, dadas las peculiares condiciones que le acompañan, he obrado al revés de lo que acostumbro hacer. Sin ver al paciente he trabajado únicamente sobre fotografías y he diseñado una cara aprovechando la ventaja de su fisonomía para crear un nuevo rostro que, apoyado en su estructura facial, nada tenga que ver con el anterior. ¿Comprende lo que le explico?
—Lo voy captando, doctor.
—Debo decirle que esto no tiene marcha atrás y que una vez tomada la decisión, si el resultado no le complaciera, podría operarlo de nuevo pero jamás recuperaría el aspecto anterior.
—Entiendo perfectamente lo que me dice, pero ahora escúcheme, doctor: me tiene absolutamente sin cuidado el resultado de la operación y cómo quede mi cara. Lo único que pretendo es que nadie me reconozca y que pueda tener la certeza de que ni mi madre, si se cruzara conmigo por la calle, supiera que soy su hijo.
—Entiendo que lo que usted se juega es la vida, y la vida vale más que un rostro más o menos agraciado. No sé si el que le voy a fabricar le va a agradar. Lo que sí le garantizo es que va a ser usted otra persona.
—Pues de eso se trata.
Hubo un silencio que volvió a romper el pequeño cirujano.
—Quiero comentarle las líneas maestras de la intervención y en qué me he basado para diseñar su nuevo rostro.
Entonces el médico procedió, colocando los negativos de las fotos ampliados sobre una superficie iluminada, a explicar, con pelos y señales, cuáles iban a ser las líneas de la intervención.
—Hemos de suavizar los rasgos latinos de su rostro sin por ello perder su carácter, hemos de dar más volumen a su boca y para ello deberé retocar sus labios, puedo así mismo achinar sus ojos, y lo más importante en estos casos, voy a fabricarle una nueva nariz.
—Haga lo que deba hacer y hágalo pronto —afirmó Manfred.
Ahora fue Karl el que intervino:
—Y el postoperatorio, ¿cuánto tiempo durará?
—Es difícil concretar y esperemos que no tengamos ninguna infección, pero podemos hablar de unos treinta o cuarenta días, eso ya depende de la encarnadura del paciente. Hay resultados notables al respecto y situaciones que por una nimiedad se retrasan.
—Cuanto antes comience, doctor, antes acabaremos. Algo quiero pediros. —Manfred se dirigía a su hermano y a Knut. Éstos le miraron interrogantes—. Quiero que hasta que esté en condiciones de salir a la calle nadie venga a verme ni a hacerme compañía.
—¿Y eso?
—Tengo mis razones.
—Entonces no hay más que hablar. ¿Quieres que nos vayamos ya?
—Eso quiero. Nadie más que los que intervengan en ella deben estar en la operación.
—Usted tiene la palabra, doctor.
El doctor Rosemberg cruzó una inteligente mirada con Wemberg y éste respondió:
—Vamos a preparar unos análisis y unas pruebas en el preoperatorio. Si quieren quedarse, hasta las cuatro o cinco de la tarde no empezaremos. Ahora van a subirle a su habitación.
—¿Quieres que nos quedemos?
—No te lo tomes mal, hermano, pero prefiero estar solo.
—Entonces Karl y yo nos vamos. ¿Algo en especial para alguien?
—Dale un beso a Hanna de mi parte y dile que cuando esté listo, antes de irme, la veré.
A Sigfrid se le hizo un nudo en la garganta y no supo qué contestar. Luego de una pausa que no pasó desapercibida a Karl, respondió preguntando:
—Entonces, doctor Wemberg, ¿cuándo cree usted que debemos...
El galeno le interrumpió:
—Estaremos en contacto, ya sabe el modo de hacerlo. Si no hay novedad llámeme dentro de un mes.
El negro vehículo frenó bruscamente en el patio central del complejo de Alexanderplatz y Hanna intuyó que había llegado a la estación término de su corta existencia.
La forma de actuar de la Gestapo y los métodos que empleaba con todos los enemigos del Régimen, máxime si se negaban a colaborar, eran de sobra conocidos. Dependía de a qué lugar llevaran al detenido para saber si iba a vivir o si iba a morir. En primer lugar, quedaban incomunicados por un período que iba de las setenta y dos a las noventa y cuatro horas. Luego, tras el correspondiente interrogatorio, el preso, o lo que quedara de él, era entregado a un tribunal especial constituido para judíos, disidentes y para los que llamaban elementos antisociales que, presidido por un juez venal y fanático, el magistrado Roland Fresler, protagonizaba una especie de parodia de juicio que acababa de dos maneras: o Natelbeck o Prinz Alberthstrasse. Del primer centro se salía hacia el patíbulo y del segundo, hacia uno de los campos de exterminio.
Hanna, maldiciendo su imprudencia pero con el ánimo entero, se apeó del vehículo y se dispuso a seguir a sus captores que, colocados a uno y otro lado, la dirigieron al interior del lúgubre e impresionante edificio. Caminó pasillos, subió y bajó escaleras y finalmente la condujeron a un semisótano en el que había algo parecido a un registro de ingresos. Un mostrador, varios hombres uniformados, máquinas de escribir, cajas con almohadillas entintadas para registrar huellas digitales, armarios archivadores, y un largo etcétera. Lo más aterrador, la cola de gentes que en su misma situación, aguardaban acobardadas a que les hicieran la correspondiente ficha, vigiladas por cuatro guardias de la Gestapo armados hasta los dientes.
Uno de sus captores le retiró el grillete de su muñeca izquierda y, conduciéndola a un banco sin respaldo que estaba arrimado a una de las paredes, la obligó a sentarse, esposándola a la pata del mismo. Luego, en el mostrador, depositó la maldita bolsa causante de su detención y habló con uno de los hombres que estaban al cargo de la recepción de presos y que, a un costado del mostrador, se dedicaba a la recepción de nuevos nombres.
—Aquí te dejo este regalo, Gunter. Me imagino que os dará trabajo. Es una de los integrantes de la Rosa Blanca. El jefe tenía mucho interés en cazar a alguno de esos intelectuales que no son otra cosa que revolucionarios de salón. Ya sabes, «por el hilo se saca el ovillo».
—Ya los conozco, en Munich han caído cuatro esta semana. Se dedican a lanzar panfletos y a enviar cartas, pero hacen daño porque desorientan con sus mentiras al buen pueblo alemán. El juez Fresler le dará lo suyo. Si de mí dependiera, los colgaba a todos de la horca, por subversivos. A veces hace más daño la palabra escrita que las bombas.
—Fírmame la entrega y que te vaya bien.
El del mostrador, en tanto firmaba el recibo que exhibía el otro, añadió:
—Si sale de ésta se le habrán quitado las ganas de escribir papelitos y se dedicará a follar, como toda buena ciudadana, para parir hijos para el Reich. Aquí la entrenaremos. Al principio protestan pero después a todas les gusta.
Una carcajada adornó las últimas palabras del hombre y al marcharse el guardia exclamó mirándola:
—Para ésta no faltarán voluntarios, ya sabes, me tienes a tus órdenes. Todo sea por mejorar la raza.
Hanna, que se sabía observada, no les quiso dar el gustazo de mostrar miedo, aunque por dentro temblaba como una hoja sacudida por el viento. Apoyó la cabeza en la pared y se dedicó a observar las piernas de la gente que pasaba por delante del ventanuco del semisótano que se abría a nivel de la calle; luego cerró los ojos. Pensó en Eric, en sus padres y hermanos y tomó una decisión. Por su culpa no detendrían ni a Newman ni a nadie de sus amigos. ¿Por qué había hecho un punto y aparte con August? No lo sabía, pero en aquel trágico momento no quiso pararse a analizarlo.
Pasó un tiempo en el que nadie pareció acordarse de ella. La cola avanzaba. Luego el hombre del mostrador llamó por el interfono y comparecieron dos guardias que la desamarraron del banco y la acompañaron para que el otro tomara sus huellas dactilares, obligándola a humedecer el índice en la almohadilla entintada y rotarlo luego sobre un cartón. Tras este menester, le pusieron delante dos hojas que habían rellenado con los datos que figuraban en su documentación de la universidad y la hicieron estampar su firma debajo de las mismas. Después, siempre entre dos guardias, la condujeron al centro de fotografías y el encargado, luego de colocarla ante una pared blanca en la que constaban varias medidas, la fotografió de frente y de perfil. La mente de Hanna iba desbocada. Hasta el momento, la documentación que le había proporcionado tío Frederick a instancia de su padre, antes de partir de Viena, había funcionado perfectamente. Su situación era desesperada pero empeoraría, sin duda, si descubrían que Renata Shenke Hausser no existía, que su verdadero nombre era Hanna Pardenvolk, huida a Austria, regresada a Alemania e inscrita en la universidad con identidad falsa; y si además la asociaban al terrorista que había colocado la bomba en el Berlin Zimmer, entonces moriría igualmente, pero antes le harían lamentar el haber nacido. Todo estaba en manos de Dios. Poco importaba que quien hiciera el milagro fuera Jehová, Jesús o su Santa Madre. Hanna comenzó a rezar.