Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Eric dobló la carta y anonadado comenzó a descifrar los mensajes que en ella subyacían ocultos.
Hanna había desaparecido y Sigfrid ignoraba su paradero. La noticia, conociendo Eric lo que significaba algo así en la Alemania nazi, no dejaba lugar a dudas. A su novia la habían detenido e imaginó el motivo. En segundo lugar, Manfred había huido disimulado en un cargo de un organismo internacional. No le decía ni adónde ni cómo pero sí que ya no estaba en Berlín. Finalmente, lo más importante. El 12 de noviembre, era el 12 del 11 y añadiendo dos ceros indicaba que la radio de onda corta que trasmitiría noticias para él se encontraba en una frecuencia entre mil doscientos y cien kilociclos. La banda 2- 5-18.08 y el código de letras MA, equivalían a la fecha del 2 de mayo de 1808 y la ciudad de Madrid. Intuyó que su amigo había buscado un hecho histórico que conviniera al mensaje que quería trasmitir y que coincidiera en números y letras con el mismo. Por lo tanto en la frecuencia y en la banda indicadas de la onda corta alguien saltaría al éter cada cuatro horas durante seis meses y al nombrarle las cuatro de la madrugada le quería indicar que intentara, si podía, estar a la escucha en los múltiplos de cuatro. A las 8,12, 16,20 y a las 24. Muy mal le tendría que ir para que, en los ratos que no tuviera guardia, no pudiera sintonizar, alguna vez, la frecuencia indicada, con el potentísimo receptor de onda corta de la nave.
El
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luego de haber cargado combustible y con los depósitos a tope, recibió la orden de volver a casa, hundiendo a su regreso cuantas toneladas pudiera de convoyes enemigos que escoltados por buques de guerra eran el auténtico cordón umbilical que mantenía a Inglaterra aún viva.
Eric, siempre que sus obligaciones a bordo se lo permitían, y fuera de servicio, se colocaba los cascos de sonido auxiliares y se dedicaba, a las horas señaladas, y si la circunstancia era propicia, a estar a la escucha en la frecuencia y en la banda indicadas. A tal efecto le perjudicaba la simpatía que le profesaba el comandante ya que, en cuanto navegaban en superficie, lo hacía subir a la torreta a departir con él.
El submarino aquella mañana navegaba cerca de las Orcadas, con un viento frontal fuerza cinco nudos, que hacía que al haber marejada, frecuentes rociones de espuma barrieran la proa de la nave, cuando sin duda cazó al amigo escocés.
Eric, con el dial de sintonía fina, ajustó la emisora y con el corazón encogido se dispuso a escuchar. Los mensajes eran enviados al éter periódicamente, sin esperar respuesta, por una emisora controlada por el MI6
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, dependiente del almirantazgo, y los textos que se difundían iban destinados a marinos embarcados en naves enemigas para minar su moral y ponerlos en contra del Régimen. Eric extrapoló el aviso a él destinado de entre otros textos, que concernían a navegantes incluidos en las dotaciones de otros barcos. Cuando su mente asimiló el mismo, la sangre se le heló en las venas hasta el punto que su compañero, que en aquellos instantes estaba al cargo de la guardia controlando el código del Enigma, lo miró con extrañeza.
—¿Qué ocurre, teniente?
—Nada... una música que me recuerda tiempos más felices. Con ella me declaré a mi novia.
—Cambie de emisora, estando tan lejos la nostalgia es mala compañera.
Eric casi ni oyó la recomendación de su subalterno.
La voz en el éter, repetía el texto.
«Para ti, amigo marinero, si es que puedes escuchar mi voz amiga. La muchacha que se fue luego de los Juegos Olímpicos a Viena, que tiene un pariente cojo y que regresó con otro nombre, ha sido condenada, luego de ser presionada en el cuartel de la Gestapo, a trabajos forzados en un campo. Ya puedes imaginar cuál será su final. Desde el lugar que ocupes, boicotea al régimen criminal de Hitler que ha ahogado con leyes inicuas la libertad de Alemania. Colabora en la medida que esté en tu mano a derribar la dictadura. Cada cuatro horas repetiremos el mensaje durante tres meses. ¡Buena suerte!»
La voz se apagó, pero Eric no necesitaba oír nada más. Continuó a la escucha un cierto tiempo, más por cubrir las apariencias que por otra cosa, y luego se retiró a su litera, a rumiar los pasos que debería dar al llegar a la base.
—Si hay algo me avisas, me voy un rato a «la cueva».
—Descuide, mi teniente.
La locomotora del tren de la ignominia entró en Flossemburg, en medio del crepúsculo, llevando en su interior su carga cotidiana de miseria y muerte, en tanto que el cielo protestaba de tanto horror, llorando un aguacero de millones de lágrimas lanzadas por una multitud de seres humanos que en otras épocas y circunstancias habían sufrido las persecuciones y atrocidades del único ser de la creación que mata simplemente por crueldad y fanatismo: el hombre.
Detuvo su caminar en medio de un chirriar de metales y de nubes de humo y de vapor que salían de su caldera, en tanto que los ladridos de los perros, sujetos por las traillas a sus amos, y los zigzagueantes rayos de las linternas, rasgaban las entretelas de la noche. Las puertas de los vagones de transporte de ganado se abrieron vomitando de sus entrañas una vaharada de orines, excrementos y miseria acumulados en su interior tras siete días con sus noches de ininterrumpido viaje.
Entre aquel ejército de desheredados del mundo estaba Hanna. Una Hanna desconocida y arruinada físicamente, con diez kilos de menos, a la que únicamente mantenía en pie la fuerza de su espíritu y el inquebrantable tesón que alimentaba la esperanza de volver a ver a Eric.
En cuanto abrieron desde el exterior la corredera y el aguacero mojó el rostro de los que estaban en la primera fila, los demás se precipitaron al exterior como una manada de búfalos que, muertos de sed y ante la proximidad del agua, iniciaran una estampida. La altura del vagón era considerable pero al caer unos sobre otros el montón fue creciendo hasta el punto que los últimos lo hicieron sin tener que saltar, pasando únicamente sobre los caídos, que habían formado una alfombra humana sobre el barro del campo. Al haber estado tantos días hacinados, muchos de ellos en pie, haciéndose encima sus necesidades, las piernas se negaban a obedecer las órdenes que trasmitían sus cerebros, hasta el punto que aquella masa se tornó insensible a los latigazos que con sus rebenques les propinaban sus captores, incomodados en su descanso por aquel tren que llegaba a deshoras de la noche al haberse tenido que desviar a causa del descarrilamiento de un vagón de un convoy anterior que había bloqueado la línea.
Hanna, que como todo equipaje había subido al tren con la muda que le habían dado en la cárcel, daba su brazo a una mujer de más edad que se aferraba con una mano a un hatillo y al estuche de un pequeño violín, como lo haría un náufrago a un tablón, mientras que con la otra se agarraba a ella, pues al saltar parecía haberse lesionado un tobillo. Ya en tierra, volvió la vista atrás y pudo observar que, al irse los soportes humanos que los apuntalaban, una serie de personas yacían inertes en el suelo del vagón, sin duda muertas desde hacía varios días.
Las imprecaciones de los guardias unidas a los ladridos de los mastines consiguieron que los restos de aquella humanidad doliente y miserable, arrastrando viejas maletas y bultos de ropa atados con cordeles, fueran formando colas, separados los hombres de las mujeres, a la orden de una voz que salía por unos grandes altavoces en forma de pera, ubicados en las torretas de centinela que marcaban las esquinas de las altas alambradas.
Aquella masa hambrienta se puso en marcha a los acordes de una música wagneriana y fue conducida hasta unos barracones tras cuyas cerradas ventanas se veían los rostros desnutridos y curiosos de otros miserables que habían recorrido anteriormente los mismos caminos. El hambre atenazaba los estómagos de aquellos desgraciados, privándoles de la cualidad del discernimiento, y se miraban unos a otros como perros desconfiados a la espera de un hueso. En todo el trayecto, únicamente cuatro veces en sendas paradas sus guardianes habían echado por las aberturas, que se ubicaban junto al tejadillo de los vagones, una especie de bazofia que un can hubiera despreciado y que con las manos extendidas fue disputada fieramente por aquella turba de desventurados.
Hanna, famélica y derrengada, tiraba de la mujer impidiendo que fuera al suelo. Los que iban quedando por el camino eran cargados en unos carretones que, conducidos por guardianes checos subsidiarios de los alemanes, desaparecían de la vista de los demás llevados a unos edificios del fondo de cuyas altas chimeneas brotaba un hollín pegajoso y gris, que impregnaba, junto al agua de la lluvia, las ropas de todos los que transitaban por el embarrado y lúgubre lugar.
Finalmente llegaron a las puertas de un barracón y un grupo indeterminado de mujeres fue obligado a dejar la fila y a entrar allí dentro. Cuando la última ingresó en el interior, una matrona de las SS cerró la puerta y ordenó que todas las presentes se amontonaran en el pasillo que recorría la nave y que transitaba entre dos filas de literas superpuestas.
—Como podéis ver, ha llegado otra remesa de presas acusadas de obstruir el camino de la gran nación alemana que auspiciada por el Führer dominará Europa y el mundo entero. Sus culpas, como vosotras lo haréis a partir de mañana cuando os hayan despiojado, las purgan trabajando en la mina de granito que motiva este campo
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. Hasta nueva orden, en casi todas las literas descansarán por turnos dos personas, de manera que nunca estarán desocupadas. Cuando al amanecer partáis hacia la mina, otro grupo ocupará vuestros sitios, así que os sugiero me entreguéis cuantas pertenencias hayáis traído que tengan algún valor, pues de esta forma evitaréis que a alguna ligera de dedos se le ocurra, durante vuestra ausencia, vaciaros los alijos, pues como sois un hatajo de ladronas, la que venga se encargará de limpiar la maleta de la que marche al trabajo.
»No quiero desórdenes nocturnos y a la que me obligue a levantarme e interrumpa mi descanso, le puedo asegurar que tendrá una ración del jarabe que tan bien conocen las veteranas y que hará que tenga un recuerdo imborrable de mí.
Este último párrafo lo subrayó moviendo en el aire violentamente el bastón que llevaba en la diestra y golpeándose con él la palma de la otra mano.
Aquella bestia dio media vuelta y partió. Antes de salir se volvió de nuevo y espetó al atribulado auditorio:
—Mañana, mejor dicho, dentro de un rato, sonará la sirena, tenéis cuatro horas, aprovechadlas.
Cuando partió la guardiana, las mujeres comenzaron a interrogar a las recién llegadas demandando noticias, queriendo saber de dónde venían, quiénes eran y si conocían a Zutano o a Mengano y qué estaba pasando en Alemania. La solidaridad se hizo patente entre aquellas desgraciadas y, con algunas excepciones, se dispusieron a alojar y a orientar a las nuevas. Las literas superpuestas eran ocupadas, tal como anunció la celadora, por dos reclusas que al irse a trabajar, dejaban su sitio a otras dos, de manera que en el barracón se amontonaban, en veinticuatro horas, más de ochocientas mujeres que con sus miserias hacían el ambiente irrespirable de miasmas, orines y sudor. Hanna dejó a su compañera en una de las literas bajas y se sentó en el suelo a su lado sin aliento y sin casi ganas de sobrevivir. Pese a las recomendaciones de las veteranas, era inevitable que el rumor de las conversaciones, aunque intentaran hablar a media voz, formara un continuo murmullo. Las reclusas vestían unas batas a rayas negras y blancas de una sarga barata y calzaban lo que podían. Las más afortunadas, zuecos atravesados por dos gruesas tiras de cuero en la suela que las resguardaban algo de la humedad y del barro.
Hanna, con la espalda apoyada a la pared del barracón, respiraba agitada, oyendo únicamente los atenuados lamentos de la mujer a la que sin duda había salvado la vida, cuando una voz amable se dirigió a ella.
—¿Cómo te llamas?
Alzó la mirada y sus ojos vieron a una muchacha de mirada bondadosa que en tiempos debió de ser gruesa y cuya bata caía desmadejada e inmensa.
—Renata Shenke —dijo, no queriendo aventurarse a dar a una desconocida su verdadero nombre.
—Si quieres, en mi litera y en mi turno hay sitio.
—Gracias. —A Hanna se le humedecieron los ojos al comprobar que la caridad, en tan tremendas circunstancias, aún florecía entre los seres humanos, pero ni ánimos tuvo para repreguntar.
La otra se adelantó.
—Mi nombre es Hilda y soy de Maguncia. ¿De dónde eres tú?
—De Viena, vine a estudiar a Berlín.
—No voy a preguntarte por qué te han traído aquí, no vale la pena. ¿Quieres chocolate?
La muchacha, ante la incrédula mirada de Hanna, echó mano al bolsillo de su bata y extrajo de él una pastilla de cacao, entregándosela.
—¿Por qué haces esto? —dijo alargando su mano.
La otra, encogiéndose de hombros, respondió:
—Hoy te hace más falta que a mí.
Un llanto convulso la atacó. Era el primer gesto amigo que alguien tenía con ella desde su apresamiento y cuando estaba a punto de perder la fe en los seres humanos. La otra tocó su cabello amablemente.
—No llores —dijo—. El día que llegué también alguien fue amable conmigo.
Hanna ya se iba a llevar ansiosamente la chocolatina a la boca cuando el gemido de su compañera le recordó que alguien sufría, en aquel momento, más que ella.
Dirigió su mirada al bulto yaciente y dijo a Hilda:
—Dáselo a ella.
—Cómetela tú. Ya buscaré otra.
Hanna se alzó del suelo e, inclinándose hacia la mujer que había arrastrado hasta allí, le acercó la pastilla a la boca. La mujer, al olor del chocolate, abrió los ojos y dirigió su mirada hacia Hanna.
—Gracias, hija mía —le dijo, soltando por primera vez el estuche del violín y sacando la mano del rebujo de ropas que la atenazaban para tomar lo que le ofrecía—. Tenía una hija de tu edad que, como tú, siempre pensaba en los demás antes que en ella misma. Hoy ya te debo la vida dos veces. —La mujer se llevó la chocolatina a la boca y comenzó a masticarla—. De cualquier manera no te esfuerces por mí. Mañana no podré levantarme, tengo el tobillo roto.
Su ángel de la guardia intervino de nuevo y, dirigiéndose a la mujer, dijo:
—¿Me dejas ver?
El tobillo de la otra estaba hinchado y tras una mirada crítica partió a buscar ayuda. Al rato compareció con otra. A Hanna todas las caras le parecían iguales.