Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Hanna, por su parte, al poco de su llegada se pudo matricular en la universidad, con su estrenada identidad. Primero como oyente, en las clases de filología germánica que se impartían para ciudadanos alemanes, condición que reguló posteriormente, cuando pudo acceder a ello, dado a que en marzo de aquel año el ejército alemán había invadido Austria, con el consentimiento y la alegría de sus habitantes, y por lo tanto los súbditos del vecino país habían adquirido todos los derechos inherentes a su nueva ciudadanía.
La que la introdujo en el núcleo de estudiantes en el que ella se desenvolvía como pez en el agua, fue Helga, que así mismo estaba matriculada en la facultad de Derecho, pero únicamente a título de tapadera, ya que el cursar una disciplina académica era una excusa para poder llevar a cabo una labor de proselitismo y, de esta manera, atacar al partido nazi en su raíz ya que la juventud intelectual era un campo de cultivo excelente para la subversión y el inconformismo.
El ruido de la llave anunció a Sigfrid que su hermana regresaba. Llegó arrebolada y arreglada su ya no tan corta melena de una forma nueva. Apenas entrada le espetó:
—¿Sabes a quién he visto esta mañana?
Sigfrid la miró ceñudo por encima del periódico y la interrogó con el gesto.
—A tía Anelisse.
La sorpresa se instaló en el rostro de su hermano.
—Me lo podías haber dicho antes. Cuando comuniqué a los tíos que estabas a punto de regresar me dijeron que sería maravilloso volver a verte, yo les respondí que era peligroso y que era mejor, por el momento, andarse con cuidado, que llegado la ocasión les facilitaría el encuentro; y ahora tú me dices que has visto a la tía esta mañana.
—Ha sido la casualidad, ya que como sabes, hasta ahora, únicamente había hablado por teléfono tres veces con ellos, pero vernos, no nos habíamos visto, te lo aseguro, ha sido una coincidencia y sin el sexto sentido que he ido desarrollando desde que he regresado, a lo mejor hubiera metido la pata.
—Cuéntame. —Sigfrid dobló el periódico.
—Estaba harta de mi pelo, desde mi vuelta no había ido a la peluquería y quería sorprender a Eric. Helga me había recomendado un salón de belleza donde no existía la menor posibilidad de que me reconociera alguien, y no caí que estaba en el barrio donde había nacido tía Anelisse. El caso es que esta mañana acudí para que me adecentaran, ya que no hay nada más horrible que una melena que ha crecido salvaje y sin ningún cuidado, quería hacerme un flequillo y cambiar de
look
así que me dije: «Hoy que no tengo clase, voy a dedicar la mañana a adecentarme.» Dicho y hecho, fui a la parada del 27 y me dirigí a Fontane Promenade, que está junto al sacramental de Friedr Werder Kirchgein. Cuando me bajé del autobús vi a una persona que me miraba fijamente desde el otro lado de la acera; al principio no la reconocí pero al poco me di cuenta de que era tía Anelisse. Ella, por lo visto, sí supo al instante que era yo y se dispuso a atravesar la calzada para darme alcance. Al ver que yo la rehuía, adecuó su paso al mío y esperó a ver lo que hacía; entonces me refugié en un pequeño salón bar y me puse al final de la barra, vigilando que no hubiera alguna presencia incómoda, pero únicamente había dos mujeres, una comprando y la otra vendiendo, que hablaban de sus niños. Así que vi que la tía miraba a uno y a otro lado y se acercaba a mí, disimulando, sin duda advertida por mi comportamiento, como si nos hubiéramos visto la tarde anterior.
Anelisse había acudido aquella mañana a colocar unas flores en la tumba de sus padres que estaban enterrados en el cementerio protestante de Friedr Werder Kirchgein; luego de rezar sus oraciones decidió dar un paseo por Garnisonplatz hacia Urbanstrasse, recorriendo sus antiguos barrios.
La mansión de los Pardenvolk, en la que en la actualidad vivía, estaba alejada de allí, pero aquella mañana, al salir del camposanto, le apeteció dar una vuelta por el paisaje que la había visto nacer. Circunvaló Friedrich Kaiser demorando su presencia en los cristales de aquellos escaparates en los que de niña había pegado su naricilla curiosa. Súbitamente el corazón le dio un vuelco, ya que a pesar del tiempo transcurrido y de la lejanía, los gestos y la forma de moverse eran inconfundibles: en la parada del 27 descendía del autobús, sin duda alguna, Hanna Pardenvolk. A la memoria le vinieron de inmediato todas las recomendaciones que una y mil veces le había dictado Stephan, ratificadas por Sigfrid antes de su partida de la casa. A mayor abundamiento, aquel día había amanecido con un clima político enrarecido por los luctuosos sucesos del día anterior en París. En un momento dado observó que sin duda Hanna la había reconocido y aligerando el paso comenzaba a caminar en sentido contrario. Anelisse no estaba dispuesta a perder aquella ocasión, y sin descuidar sus precauciones se dispuso a seguirla manteniendo una prudente distancia. La muchacha, tras una breve mirada indicativa, se introdujo en un salón de té que en tiempos ella había frecuentado con su madre; pero intuyó que había cambiado de propietario, como tantos negocios en Berlín, al observar que el rótulo de la puerta era otro, ya no figuraba el de «PASTELERÍA ROSENGARD» sino que ahora se llamaba «SALONES BAVIERA». Hanna desapareció en su interior y Anelisse, haciendo como que examinaba el escaparate, observó a través de los cristales la actuación de la muchacha. En la barra del establecimiento, que por lo visto en la actualidad era una mezcla de bar y charcutería, se veía a una rolliza mujer que, vestida con una impoluta bata blanca, despachaba productos del cerdo a una clienta tan voluminosa como ella; nadie más se veía en el interior. Anelisse se decidió a entrar, empujó la puerta de madera repujada, más conforme con la actividad del antiguo establecimiento, y se dirigió hacia el fondo, donde una contenida Hanna la esperaba sonriente.
Las dos mujeres se miraron intensamente, luego como dos amigas que han quedado para hablar de sus cosas, se dirigieron, sin llamar la atención, a una de las mesas que se ubicaba en el rincón más alejado del establecimiento. Cuando estuvieron seguras de que nadie reparaba en ellas, se tomaron de las manos y permanecieron unos segundos gozando en silencio de la intensidad del momento y dejando que fueran sus ojos los que hablaran por ellas. Después se sentaron y comenzaron a hablar atropellada y, sin embargo, quedamente.
—¡Qué maravillosa casualidad, Hanna! ¡Pensé que este día no iba a llegar jamás!
Hanna tomaba las manos de Anelisse a través de la mesa, con un ansia que reflejaba los sentimientos que la embargaban en aquel instante.
—No me llames Hanna, tía, mi nombre ahora es Renata, Renata Shenke.
—¿Pero cómo...?
—Es muy largo de explicar, si quería regresar tenía que hacerlo con otra identidad, como Hanna Pardenvolk estaba condenada por prófuga. Pero dejemos esto, no me cabe en la cabeza que seamos las mismas que hace casi tres años, cuando no podía imaginar que para abrazarte tendría que obrar con tanto disimulo y hacer tantas maniobras.
Anelisse se comía con la mirada a su sobrina postiza.
—Nosotras somos las mismas, Hanna, el que ha cambiado es este país. Pero cuéntame, ¿qué sabes de tus padres?, desde que salieron de Viena no hemos recibido ninguna carta.
—Fíjate, ¡pobre papá!, tanto oponerse a que yo regresara para no caer en los peligros del nazismo y ahora resulta que Austria se ha entregado, como una ramera, a Alemania y quien manda allí es esta bestia de Adolf Eichman
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. Por lo que ha escrito a Manfred parece ser que han podido refugiarse en Budapest, ya que los húngaros, por el momento, no parecen dispuestos a entregarse a Hitler.
En aquel momento acudió la gruesa dependienta, provista de un bloc y un lápiz dispuesta a tomar nota de sus consumiciones. Ambas suspendieron sus confidencias y pidieron sendos cafés. En tanto regresaba la mujer y en previsión de posibles indiscreciones, mantuvieron una conversación intrascendente sobre las actividades que desarrollaba Hanna en Viena, la vida artística de la capital austríaca y sus clases de violín. La mujer regresó junto a ellas y depositó los cafés sobre la mesa, retirándose a continuación.
—Y ¿cómo os desenvolvisteis económicamente?
—No hubo problemas, papá pudo sacar, ocultos en el cordón del sombrero tirolés, una cantidad grande de brillantes purísimos que Herr Hupman fue colocando en el Centro del Diamante en Amsterdam. Además, éste lo introdujo en la comunidad judía de joyeros, y ya sabes que en estos ambientes se mueve como pez en el agua. Es una auténtica pena que «el cabo»
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haya anexionado Austria, ya que los papás, dejando a un lado la pena de no tener a los chicos, por lo demás, se habían adecuado perfectamente, iban a la ópera y al ballet; allí la vida cultural y artística era floreciente. Eso sí, el nuevo apellido de la familia es Broster.
—Ya lo sabía, las cartas que se cruzan con nosotros ya llevan en el remite este nombre. Pero cuéntame, ¿cómo os arregláis aquí los tres?
—No tenemos problemas al respecto, nuestro padre antes de la partida dejó todo arreglado con su notario, Peter Spigel, y mis hermanos son los que tratan con él. Pero cuéntame tú, ¿cómo está el tío Stephan?
—Ya sabes cuál es su vida, del quirófano a casa y de casa al quirófano. Desde que salvó la vida al hijo segundo de Heydrich, la cantidad de clientela nazi se ha duplicado o triplicado y, aunque los jerarcas del partido no le gustan, he de reconocer que ha corrido la voz y nadie se atreve a molestarnos al respecto de vivir en vuestra antigua casa o cualquier otra circunstancia. Lo malo es que ahora Heydrich no da un paso sin que Stephan esté cerca e imagino que pronto tendremos que irnos con su familia a donde lo destinen.
—¿Y qué es de Herman y de la chicas?
—Todos siguen con nosotros, algo más viejos y desencantados por el rumbo que han tomado las cosas, pero ahí están. El único ufano y feliz por lo que está ocurriendo es el portero; el día que Heydrich vino a casa a tomar café casi le da un síncope. Desde ese día nos respeta más que nunca y se ha hartado de decir a quien quiere oírle que somos más nacionalsindicalistas que Hitler.
—¿Ese indeseable estuvo en nuestra casa?
—Así son las cosas, hija, Stephan se vio obligado a corresponder. Es demasiada la influencia y la protección que ejerce sobre nosotros e indirectamente sobre vuestros bienes, no olvides que es el jefe de la policía de seguridad del país. De no ser por él y con las nuevas leyes no estoy segura de que hubiéramos podido conservar vuestras propiedades, a pesar de que en el tiempo que tu padre dispuso las cosas no se cometió ninguna ilegalidad y lo que se hizo se podía hacer.
Luego hablaron de sus hermanos, de los fines de semana que los tíos se iban al campo a ver a la madre de Anelisse y finalmente del triste suceso acaecido el día anterior en París. Un judío de diecisiete años había comprado una pistola y había asesinado al tercer secretario de la embajada alemana, Ernest von Rath, en venganza a la postura del gobierno alemán, que había expulsado a los judíos polacos. Entre ellos, al padre del chico, Herschel Grünspan, sastre en Hannover, que vagaba, como alma en pena, junto a veinte mil compatriotas más, sin casi poder comer, entre ambos países, ya que el suyo de origen no lo readmitía. La noche del 8 del noviembre, al ser informado, el Führer había abandonado la cena de la conmemoración de la fundación del Partido en el Feldherrnhalle, en duelo por lo que llamó «ofensa imperecedera a todo el pueblo alemán» y que el ministro de Propaganda, el lisiado Goebels, se apresuró a magnificar en el discurso de cierre, instigando a todos los buenos alemanes a vengar aquella afrenta en el cuerpo social de los judíos, ya que oficialmente el gobierno nada podía hacer, aparte, claro estaba, de juzgar y castigar al culpable
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—Ahora lo entiendo, cuando venía en el autobús he visto a jóvenes de las Juventudes Hitlerianas y a grupos de camisas pardas montando algaradas en las esquinas y cortando el paso a los transeúntes pidiendo documentaciones.
—Más te he de decir, Hanna, parece ser que la sinagoga de Fasanestrasse, esta mañana, estaba en llamas y cuando los bomberos han acudido a apagar el fuego la Gestapo no les ha permitido aproximarse.
—¡Pero esto es un horror, tía Anelisse!
—Son los tiempos terribles que nos ha tocado vivir, nada podemos hacer.
—¡Yo sí, tía! Bien sabe Dios que aunque mi padre es judío yo soy católica y me he educado entre ambas religiones. Aunque en casa, por respeto a él, mamá nos hacía seguir los rituales de la religión judía. Y aunque en conciencia yo no me siento como tal y por tanto no me debería sentir lastimada en sentido religioso, sí me afecta como ser humano. No puedo ni con la prepotencia ni con el fanatismo, y estos bestias representan lo uno y lo otro, es decir, lo peor del género humano.
Luego siguieron charlando de muchas cosas y Hanna le habló de su amor que estaba a punto de incorporarse a la Kriegmarine en la base de submarinos de Kiel, en calidad de oficial de transmisiones. De su actividad en la universidad y de las luchas en la misma entre los estudiantes de uno y otro bando, aunque más del setenta y cinco por ciento eran nazis.
—¡Ten mucho cuidado, Hanna, esta gente no se anda con chiquitas!
Transcurrieron dos horas sin casi darse cuenta y finalmente ambas mujeres decidieron separarse, no sin antes acordar que, pesara a quien pesara, se reencontrarían por lo menos una vez al mes y se tendrían al corriente de cualquier circunstancia que les concerniera, acordando una clave telefónica para ello. Luego abandonaron la charcutería por separado. Las banderas nazis ondeando al viento, portadas por hordas de exaltados, invadían las calles. El clima era irrespirable.
El ruido del llavín en la cerradura hizo que los dos hermanos dirigieran sus miradas a la puerta aguardando la entrada de Manfred, que era sin duda el que, en aquel instante, pugnaba por entrar en el estudio. Su aspecto les ratificó la certeza de que algo gravísimo se estaba cociendo, venía con un gorro de lana —de los que usaba para ir a la montaña—, hundido hasta las cejas, una cazadora de piel forrada con el cuello levantado, pantalones ajustados y calzado ligero para poder correr, rápida y silenciosamente. Pero sobre todo lo que indicaba el grado de preocupación que le embargaba era la expresión de su mirada, huidiza y vigilante. Se desprendió del gorro lanzándolo sobre el sofá y, cerrando la puerta sin casi saludar a sus hermanos, les espetó: