La Saga de los Malditos (43 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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La noche fue creciendo y, cuando vio que a su lado Rubén dormía un inquieto sueño, se volvió angustiada y, alzando la lona de su ventanilla, miró por última vez a su ciudad, circunvalada por el Tajo, bella y engalanada de luces como una novia y envuelta en una áurea grana que presagiaba sangre. Luego el cansancio hizo presa en ella y se durmió.

La suelta de la rata

La voz del carcelero le precedió y antes que la gruesa figura compareciera en la poco convencional celda del bachiller éste ya sabía que su guardián estaba a punto de aparecer en el marco de su puerta. Cuando lo hizo pareció disminuir la luz de la mazmorra, tal era el volumen del individuo.

—¿Qué tal se ha descansado esta noche?

El Tuerto se puso en pie dejando su catre, que gruñó como gato al que hubieran pisado la cola.

—Lo cierto es que cada día voy mejor.

—Sois el preso más cuidado de cuantos pisaron las celdas del obispo, si es que a este acondicionado habitáculo se le puede llamar así.

—¿No creéis que, si es tal como decís, será por algún motivo especial?

—De ello no me cabe la menor duda, sois con toda seguridad, un «asunto» muy reservado para su ilustrísima. Es por ello que se me ha ordenado que os entregue estas ropas y que cuando os hayáis adecentado os conduzca a su presencia.

El hombre, introduciéndose en la estancia, entregó al bachiller un paquete de ropas que si bien usadas, tenían un aspecto decente; el Tuerto las inspeccionó con mirada crítica.

—Merezco mucho más, pero ya vendrán tiempos mejores.

Cuando el carcelero se retiró y Barroso quedó solo comenzó a desvestirse y procedió a quitarse la camisola y el viejo jubón; los costurones de la espalda habían adquirido un tono violáceo pero ya el dolor insoportable había remitido; ahora unas líneas cárdenas cruzaban su torso y le recordarían de por vida la afrenta, que por culpa de los Abranavel, había sufrido injustamente. Cuando estuvo cubierto únicamente por sus calzones de paño se dirigió al aguamanil y, tras rellenar de agua la jofaina con la jarra de estaño que se acomodaba entre sus tres patas y que servía para tal menester, tomó una pastilla de rústico jabón de sosa y, tras frotarlo con una áspera raíz, procedió, con decisión, a restregarse el pecho y los sobacos y luego de hacer unas enérgicas abluciones se secó con un rústico trapo que pendía de una anilla del artilugio. Después se quitó los calzones y sobre unas medias de lana se puso los que el carcelero le había proporcionado que, aunque usados, estaban en mejores condiciones que los suyos y se los ajustó a la pantorrilla mediante unas cintas. Después tomó de encima del catre una camisa de hilo y se la colocó sobre los entumecidos hombros pasando a continuación los brazos por las mangas y agradeciendo in mente al prelado la finura de la tela que apenas rozaba su maltrecha espalda. Finalmente, tras remetérsela por la cintura, se puso un juboncillo que la cubría, cual si fuera un chaleco de mesonero, y para completar su atuendo apartó a un lado sus viejas albarcas de esparto y calzó unos borceguíes de buen cuero que así mismo venían en el paquete. Cuando hubo finalizado su acicalamiento se pasó por la revuelta cabellera las manos humedecidas en agua colocándose el pelo de forma y modo que le cubriera la calva y se dispuso llamar al guardián.

—¡Ea! Ya estoy presto para lo que requiráis de mí, si su ilustrísima tiene ganas de verme, más tengo yo de verlo a él.

El cancerbero acudió a su reclamo y quedó asombrado por el cambio.

—¡Voto al chápiro verde! ¡Por Belcebú, que parecéis talmente un caballero! Si no fuera porque os he estado viendo cada día juraría que os han cambiado.

—No me han cambiado pero ¡juro por la entrepierna de mi padre!, que me van a cambiar de tal manera que nadie va a conocer, en el futuro, a Rodrigo Barroso.

—Espero que cuando estéis en vuestro paraíso particular os acordaréis del buen ladrón que he sido
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.

—En este asunto estáis en lo cierto, sois un ladrón, pero los hay peores.

Llegados a aquel punto el carcelero hizo una cómica reverencia inclinando su cerviz ante el bachiller y con un acento y unas maneras que querían ser las del chambelán cuando introducía en el salón del trono ante el rey a los nobles que lo visitaban, exclamó:

—¡Paso a su excelencia don Rodrigo Barroso, paniaguado del señor obispo y ex convicto de grandes expectativas! ¡Que Dios guarde muchos años!

Entonces el Tuerto, con paso grave e imbuido de su papel, traspasó la cancela de su mazmorra, cual si fuera uno de los encumbrados personajes que acostumbraban a visitar al de Trastámara, y haciéndose a un lado, esperó en el pasillo que el cancerbero lo precediera. De esta guisa fueron atravesando el corredor pasillo y en tanto iban pasando ante las rejas de las demás celdas se oían las chanzas y las recomendaciones de los otros cautivos que de esta manera daban suelta a su odio o a su estado de ánimo, dependiendo ello de cada caso o de cada peregrina situación.

Uno soltó:

—¿Qué ocurre, bachiller? ¡Malditos sean vuestros huesos! ¿Vais acaso a yantar hoy con su ilustrísima? ¡Invitadme a vuestra mesa!

—Eso es lo que vos quisierais, pedazo de sieso.

Otro:

—¿Adónde vais tan gentil y compuesto que parecéis una «Maritornes»
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?

—Para alejarme de vuestro maldito hedor a perro muerto, iría al mismísimo infierno.

Un tercero:

—¿Qué ocurre, engendro, acaso tenéis una cita con la barragana del obispo?

—¡No sabía que vuestra madre hubiera llegado a tan alto honor, maldito bujarrón
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! Y no me cisco
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en vuestro padre porque podría ser yo.

El Tuerto respondía con agudeza según fuera el color de la chanza pavoneándose de su condición de bachiller
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.

De esta manera y tras pasar el último de los hachones encendidos que iluminaba el final del pasadizo llegaron a la altura del cuerpo de guardia en el que tres armados esperaban la llegada del prisionero. Al verlo, el que parecía tener más autoridad se dispuso a aherrojarlo preparando para ello dos argollas, unidas mediante una corta cadena, con la que sujetar sus muñecas. La voz del carcelero interrumpió la operación.

—Yo de vos no lo haría, no va a ser necesario y a su excelencia no le va a agradar.

—¡Qué de particular tiene ése!, ¿es acaso pariente de su ilustrísima?

—Tal vez sea un amigo más útil que un pariente. De cualquier modo, si su excelencia pregunta, yo os lo he entregado sin hierros.

Un segundo armado intervino:

—Dejadlo tal cual, no vaya a ser que el traslado de éste nos acarree alguna molestia.

El bachiller se dirigió a su carcelero con sorna.

—Os lo repito, algún día estaréis conmigo en el paraíso.

—Bueno, basta de monsergas y vayamos a lo nuestro, este hombre debe ser conducido a la sede episcopal y no sé yo el porqué, ni quién es el que desea verlo, a mí, como si el limosnero lo quiere para encabezar la tropa de lisiados y desgraciados que atiende todos los días. —Entonces se dirigió a Barroso—: ¿Me habéis comprendido? Pues andando que luego se hace tarde. Y no se os ocurra correr, que más corren las flechas de mi ballesta.

Dos de los guardias se colocaron a los lados del preso, y el que estaba al mando, delante; la reducida comitiva se dirigió a la puerta de la prisión donde esperaba una carreta que conduciría al bachiller a la presencia del prelado.

La puerta del palacio episcopal estaba, como de costumbre, guardada por una guarnición reducida al mando de un oficial que a su vez rendía cuentas a un clérigo de la confianza del obispo. El fraile, al ver llegar al prisionero, despegó su ampulosa humanidad del sillón que ocupaba en una garita ubicada frente al cuerpo de guardia y se adelantó a recibir a aquella tropa, antes de que el oficial tuviera ocasión de hacerlo.

El que estaba al mando inició una explicación.

—Cumpliendo órdenes os entrego...

—Está bien, oficial, me hago cargo del prisionero, su excelencia lo espera hace ya rato, no hay tiempo para formalidades ni para divagaciones.

—Pretendía únicamente cumplir con lo estipulado en las ordenanzas.

—Lo doy por hecho, pero no soy un soldado, soy fray Martín del Encinar, coadjutor, además, de su excelencia reverendísima; os dispenso de cualquier formalidad por mor a la diligencia que requiere el asunto, yo me hago responsable. —Luego se dirigió a Barroso—: Si tenéis la bondad de seguirme...

Los guardias, tanto los de la puerta como los que lo habían acompañado, se miraron perplejos; el menos señalado de los que lo habían transportado comentó, dirigiéndose al compañero que estaba al mando:

—Menos mal que no lo habéis esposado, nos hemos librado por el canto de un maravedí, aún nos podía haber caído una buena. Hoy día no se sabe quién es quién, uno está abajo por la noche y al día siguiente está arriba y viceversa, mejor es no crearse enemigos.

—Lo de estar abajo y luego arriba sin duda lo decís por el anterior monarca padre de nuestro rey
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que se alzó con la corona por decreto —comentó el teniente de guardia.

El otro miró a ambos lados y llevándose el dedo índice a los labios:

—Chissst, no seáis osado, las paredes a veces oyen.

En tanto se mantenía este dialogo en el cuerpo de guardia, el fraile condujo al bachiller, atravesando regias estancias, junto a la entrada de los aposentos privados del obispo Tenorio. Un tonsurado y joven clérigo, que estaba sentado frente a una mesilla guardando la puerta, al ver llegar a su superior, amagó en el fondo de su bolsillo las cuentas del rosario que estaba entre sus dedos y se precipitó a su encuentro.

—Si tenéis la amabilidad, anunciad a su ilustrísima que espera en la antesala la persona que me ha mandado recoger.

Al frailecillo se le veía nervioso.

—Veréis, excelencia, acaba de entrar el canciller y se me ha ordenado que, hasta que salga de despachar con el señor obispo, no anuncie a nadie.

—Está bien, haremos un ejercicio de paciencia, que es siempre bueno a los ojos de Dios. —Entonces, dirigiéndose al bachiller añadió—: El aviso es oportuno; quizá será mejor que aguardemos en mi despacho, hay visitas a las que no conviene tener que dar explicaciones; si tenéis la caridad de seguirme.

Ambos hombres encaminaron sus pasos hacia el aposento en el que trabajaba fray Martín del Encinar, contiguo al del obispo, y lo hizo el bachiller caminando tras los pasos del clérigo.

Don Pedro López de Ayala, jubón granate y negro con alamares de trencilla sobre finísima camisola de seda, calzón amplio al estilo mudéjar embutido en botas de delicadísima gamuza cordobesa, regiamente vestido como correspondía a la importancia de su cargo, rendía una sorpresiva visita a don Alejandro Tenorio, obispo de Toledo. El prelado, repuesto de su primera sorpresa, se preparaba a disputar un asalto de fina dialéctica florentina con un enemigo avezado e influyente.

La estancia era regia y el canciller, acostumbrado a la opulencia del Alcázar, no pudo dejar de admirar el boato que rodeaba al obispo; dos de las paredes estaban cubiertas con magníficos tapices italianos que representaban escenas de caza, afición que cautivaba al metropolitano, la tercera ocupada en su totalidad por un inmenso tríptico de valiosas maderas y dorados perfiles con la representación de una imagen de la Virgen con el niño en los brazos y que se abría en su mitad, disimulando la puerta de la estancia. Y en el lienzo de pared que figuraba tras el sillón del prelado, un ventanal de vidrios emplomados formado por dos arcos separados por una pequeña columna gótica, y a ambos lados dos anaqueles llenos de volúmenes incunables y pergaminos miniados por dedos hábiles de monjes especialistas que dedicaban su vida y perdían la vista en los conventos a causa de tales menesteres. La mesa de torneadas patas y cantos de bronce estaba atestada de papiros y documentos de fina vitela; a un lado un candelabro de cuatro brazos de plata labrada cual si fuera un cimborio, todavía apagadas sus palmatorias, y al otro costado una imagen de un cristo doliente en la cruz, obra sin duda de un imaginero de rango, y en el medio de ambos los trebejos de la escritura, un inmenso tintero de cristal veneciano tallado, con el tapón de plata labrada, la cajita de polvos secantes, dos plumas de ave y la navaja para adecuar la punta de las mismas. Tras la mesa la imponente figura del mundano prelado, que en la intimidad vestía como un antiguo señor feudal con el único distintivo de una preciosa cruz de oro, regalo de su tío el cardenal, que colgaba de su cuello pendiente de una cadena del mismo metal; y en el anular de su diestra su pastoral anillo, sentado en un imponente sitial que anteriormente presidió una famosa colegiata; y frente a él, dos sillones de menor entidad, para los visitantes; en uno de ellos se ubicaba en aquel instante el canciller del rey, don Pedro López de Ayala.

—Veo que vuestra magnificencia se sabe rodear de un ambiente excelente para trabajar.

—Ciertamente, el servicio del Señor obliga a estos sacrificios; los hombres, tristemente, se dejan influir por estas vanidades y un representante de Dios no debe ser menos que cualquier noble de este reino, amén que debo reconocer que rindo mucho mejor si desarrollo mi trabajo en un entorno más proclive a mis gustos

Al canciller le gustaba debatir con el prelado.

—Sin embargo, un clérigo menor o el párroco de Santo Tomé también representan a Dios y no creo yo que vivan en el lujo y la riqueza.

El clérigo no cejaba fácilmente.

—¿No es el rey un hombre igual que otro a los ojos del Sumo Hacedor? Y sin embargo conviene que los súbditos vean en él la majestad, por eso vive como vive y sus vasallos le respetan y obedecen. Cada ministerio requiere, según su jerarquía, una dignidad u otra; y de no ser consecuentes no mereceríamos el respeto, el rey de sus súbditos y yo de mis feligreses; el rey como tal, y yo como príncipe de la Iglesia.

—Pero los reyes y los gobernantes de todos los tiempos, al ostentar cargos mundanos, jamás renunciaron a las pompas y honores de este mundo, en cambio Jesús y sus apóstoles predicaron la pobreza y la caridad entre todos los hombres, por tanto los hombres de la Iglesia deberíais imitar al Nazareno, ¿captáis lo que quiero decir?

—Perfectamente, pero tened en cuenta que los tiempos son otros y que de vivir en éstos, sin duda el Señor hubiera tenido que adoptar otras maneras para que el pueblo llano le hubiera seguido, amén que os digo honestamente que el mismo Pilatos le hubiera tenido más en cuenta de haberse presentado como lo que era, el rey de reyes, y no como un pobre judío al que sus correligionarios quisieron matar y al fin, los malditos, cumplieron su propósito.

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