Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
El día oportuno no se hizo esperar. Súbitamente, al caer la noche, las sirenas comenzaron a ulular y los rayos de los potentes reflectores asaetearon el cielo de Berlín buscando afanosamente el metálico reflejo del fuselaje de los aviones. Las superfortalezas volantes buscaban fábricas, estaciones y nudos ferroviarios en tanto la artillería antiaérea poblaba el firmamento de mortales florones blancos.
Los conjurados se pertrecharon rápidamente y yendo al pequeño cobertizo se encaramaron en la camioneta y partieron raudos hacia la antigua mansión de los Pardenvolk, en tanto el torrente humano buscaba los refugios antiaéreos y las bocas de los metros. Tomaron por Paulsborner para desembocar en el Kurfürsten, luego una patrulla los desvió hasta Budapester; al pasar junto al zoológico los rugidos y ruidos de sus espantados inquilinos saturaban el aire, de allí subieron por Broller Hitziger desembocando en Charlotemburger. Un pequeño desvío y Vortinguer metió el morro de la DKW en el vado de entrada de la finca. Nadie se ocupaba de cosa tan baladí entre tanta confusión. Sigfrid saltó del asiento del copiloto en el que estaba instalado y luego de asegurarse de que nadie lo controlaba, se dirigió a la cancela de hierro. Del bolsillo de su chaqueta extrajo una llave de regular tamaño y la introdujo en la cerradura. El óxido y el tiempo habían hecho mella en la misma y le costó trabajo dar la vuelta al mecanismo. Finalmente el muelle cedió, pero al intentar abrir la cancela observó que estaba totalmente trabada. Con una señal indicó a Vortinguer que le ayudara a abrirla. El otro se apeó y retrocediendo unos pocos pasos, tomó una corta carrera y dejó caer el martillo pilón de su poderosos hombros sobre la media reja, cediendo sus goznes al segundo envite; dejando el espacio suficiente para que entrara la camioneta. Los hierbajos crecidos sobre el carril de deslizamiento dificultaron la operación. Chirriando y gimiendo cedió completamente la gran cancela y, mediante un rápido acelerón, Vortinguer introdujo el vehículo en el antiguo caminal de hayas, lleno así mismo de maleza y abrojos. Una vez dentro aguardó con el motor en marcha a que Sigfrid cerrara la verja y se encaramara en la cabina. Con las luces apagadas, tosiendo y quejándose, el motor encaró la cuesta.
La pérgola abandonada, la enredadera encaramándose salvaje por las columnas del torreón de la entrada y el estado de abandono de la finca hicieron que Sigfrid, que hasta aquella noche siempre había accedido por la puerta de atrás del parque, creyera que aquélla no era su casa.
—Esconde la camioneta al fondo del caminal, entre los árboles, junto a la cabaña de troncos de mi hermano, y espera. En cuanto hayamos terminado te avisaremos para que la traigas aquí y podamos cargar lo que desmontemos —ordenó Sigfrid.
Glassen y Knut ya estaban junto a la puerta de la casa y, en tanto Vortinguer iba a amagar el vehículo, luego de abrir la puerta de la entrada con el llavín, los tres se introdujeron en la mansión.
A Sigfrid le pareció que había transcurrido una eternidad. Los muebles estaban cubiertos con fundas, las mejores pinturas retiradas y en los estantes y vitrinas no se veía objeto alguno. A la luz de las linternas, Knut y Glassen subieron la escalera tras él. La maldita rodilla le atormentaba en los días que la niebla del Spree era más intensa. Finalmente llegaron a la azotea. Todo estaba tal como lo había dejado. Súbitamente el estruendo del silencio se hizo manifiestamente amenazador. Las sirenas habían cesado su frenética oscilación y eso quería decir que los aviones abandonaban el cielo de Berlín molestados por la debilitada caza de la Luftwaffe que todavía estaba operativa.
—¡Démonos prisa! Cuanto antes terminemos y nos podamos largar, mejor nos irá —indicó Sigfrid.
—Si te parece lo dejamos para otro día.
—No, Karl. Ya estamos aquí. Mejor será terminar de una vez.
Glassen, sujetando la pequeña linterna con la boca, se había sentado frente al panel de la radio y, manejando los controles, movía los diales para buscar la frecuencia de onda corta.
Sigfrid se dirigió a Karl.
—Mejor será que te subas al tejado. En cuanto te haga una señal con la luz comienzas a recoger el hilo de cobre.
—Está bien. Déjame coger las herramientas y salgo fuera.
Knut se inclinó sobre la bolsa y se guarneció con un cinturón de cuero en cuyos herrajes se podían colocar una serie de pertrechos. Alicates, cortafríos, linterna, tenazas y llaves de diferentes tipos.
—¿Cómo alcanzo el tragaluz? —inquirió.
—Súbete a mis hombros —respondió Sigfrid.
—Esto ya está, cuando quieras estamos en el aire. —Habló Glassen, en la penumbra, depositando los auriculares encima de la mesa.
—En cuanto Karl esté en el tejado.
Sigfrid dobló la pierna buena y, alzando los brazos, invitó a su amigo a que se encaramara.
—¡Listos!; cuando quieras.
Knut, tomando las manos de su compañero y apoyando un pie en la flexionada pierna de su amigo, con un ágil movimiento, se encaramó en sus hombros. Desde allí, en precario equilibrio, abrió el pestillo del tragaluz y, dándose impulso, salió al tejado. De momento desapareció, luego asomó de nuevo su rostro por el agujero.
—Cierro el cristal. Voy a inspeccionar por dónde va la antena. En cuanto hayas trasmitido, me avisas con la luz y comenzaré a desmontar.
Sigfrid asintió con un gesto y, luego que su amigo desapareciera de su vista, se acercó a la mesa a fin de ponerse en contacto por última vez con su desconocido amigo escocés y proceder luego a desmontar la radio. Miró la esfera luminosa de su reloj. Eran las doce en punto de la noche. Se colocó los cascos de sonido y entregó otro juego a Glassen para que pudiera escuchar la trasmisión.
—Avutarda llamando a Whiski, Avutarda llamando a Whiski. ¿Me copias?
Un fondo de carraspeos y toses llegó hasta los oídos de los dos. Sigfrid repitió hasta tres veces su llamada sin que recibiera señal alguna de que en algún lugar alguien le escuchara. Miró a Glassen y éste manejó los diales buscando una sintonía más fina. Sigfrid repitió la llamada. Finalmente, entre un fondo de interferencias, surgió la voz de su escucha.
—«Whiski recibiendo, Whiski recibiendo. Te copio mal pero intentaré captarte. Cambio.»
—Se ha hecho demasiado peligroso el emitir, ésta va a ser la última noche. ¿Me escuchas? Cambio.
Otra vez, mucho ruido de fondo, luego la voz se fue abriendo paso entre las interferencias.
—«Estaré a la escucha durante un tiempo a la misma hora, es importante que sigas trasmitiendo, Avutarda. Te copio.»
—Van a deportar a más de mil ochocientos judíos de Berlín a Bergen-Belsen, y están experimentado un nuevo gas, el Ziklon B, para acelerar la muerte en los crematorios. Se han gaseado ya seiscientos mil judíos, se están llevando a cabo esterilizaciones masivas en Birkenau. Es importante que los aliados destruyan las vías de ferrocarril que conducen directamente a los campos. Cambio.
—«Te copio mejor, Avutarda, dime si la defensa aérea de Berlín responde con igual eficacia o se ven en el aire menos aparatos.»
Ante la posibilidad de perder aquella fuente de información, el escocés intentaba aprovechar al máximo aquella quizás última vez. Sigfrid tenía tanto que emitir que bajó la guardia y se alargó en exceso.
Karl Knut, que circunvalando la inclinada cubierta del tejado por ver de localizar hasta dónde llegaba la antena, estaba en aquel momento al otro lado, quedó aterrorizado. Silenciosamente y a la misma vez, ya que desde su privilegiado observatorio se divisaban totalmente los límites de la finca, observó cómo dos camionetas de la policía se detenían frente a las dos puertas y que de ellas descendían un indeterminado número de hombres de la Gestapo al mando de un oficial. Rápidamente y en silencio, se fueron colocando a diez o doce pasos de distancia, circunvalando la propiedad.
La Gestapo y el servicio de contraespionaje de las SS vigilaban desde sus respectivas sedes cuantas emisoras clandestinas intentaran, desde la capital y sus alrededores, ponerse en contacto con el enemigo, dando y recibiendo mensajes. La paciente espera les llevó a la conclusión de que había un «pianista» que durante los bombardeos intentaba salir al aire por medio de una potentísima emisora de onda corta. Sin embargo, era tan cuidadoso en el tiempo y en la extensión de sus mensajes que no habían conseguido localizar el lugar desde donde emitía. Aquella noche, y pese a las bombas, tres coches con radiogoniómetros y antenas giratorias instaladas, daban vueltas cerca del lugar donde la última vez habían perdido la señal. Los tres Volkswagen, a través de cuyas capotas emergían las antenas giratorias, se movían por los aledaños de la zona. Dentro iban cuatro hombres: el conductor, el encargado del goniómetro, el servidor de la antena y el cartógrafo, que marcaba en el plano de la capital las indicaciones que le ordenaba el localizador. Súbitamente las señales se cruzaron marcando en el mapa un punto exacto. ¡Por fin habían cazado la onda de aquel componente de la Capilla Roja que tantos quebraderos de cabeza les había proporcionado! Las voces se tornaron ladridos y, dando secas órdenes, se dispersaron.
Al cabo de cinco minutos, dos camionetas de la policía desembarcaban frente a las puertas de hierro de la mansión que había sido de los Pardenvolk.
Vortinguer, desde el asiento del conductor de la vieja DKV, observó, preso del pánico, cómo las dos escuadras de la policía rodeaban la casa. Al principio el miedo le impidió reaccionar y, cuando se iba a precipitar a la entrada para avisar a sus compañeros, vio cómo la verja de la entrada se abría y el caminal se llenaba de luces y de hombres. Saltó por el lado contrario y, agachado, intentó llegar hasta la parte posterior para intentar escapar. Se le ocurrió tocar la bocina insistentemente, pero pensó que a aquella distancia y mezclada con los ruidos de la calle —alguna sirena que, de vez en cuando, todavía ululaba y alguna que otra lejana explosión—, los de la azotea no lo iban a oír y su sacrificio sería inútil.
Knut vio, desde su privilegiada posición, cómo su amigo saltaba de la camioneta y medio gateando se dirigía a la parte posterior del parque. El tableteo de un arma automática sonó y el cuerpo desmadejado de Vortinguer cayó doblado, como segado por una hoz.
El grupo principal había ganado la puerta de la casa y Karl, lo más rápidamente que pudo —ya que las tejas resbalaban, mojadas como estaban por el relente de la noche—, se dirigió a la otra vertiente para, desde el tragaluz, avisar a sus compañeros.
Se sujetó primeramente al hierro del pararrayos y luego a la base de la primera chimenea, y echándose sobre el vientre se dejó deslizar sobre las tejas hasta alcanzar el tragaluz. Dentro estaba oscuro. Agarrándose a un saliente con una mano, golpeó el vidrio con la otra. Iluminados por las linternas que descansaban en la mesa pudo ver a sus camaradas atentos a los diales con los auriculares puestos y de espaldas. Entonces entendió por qué no lo oían. Golpeó de nuevo, pero ya era demasiado tarde. Horrorizado vio cómo la luz se encendía y por la puerta del estudio aparecían un oficial pistola en mano al que seguían dos hombres de la Gestapo con la metralleta amartillada. Entonces, todo sucedió como en una película de cine mudo. Los labios del oficial dibujaron claramente la orden y al levantar sus amigos las manos, en la derecha de Glassen brilló una llave inglesa. El sonido del disparo llegó hasta sus oídos, amortiguado por el doble cristal. Fritz cayó hacia atrás, en tanto un florón de sangre roja se agrandaba en la pechera de su camisa. Con las lágrimas descendiendo por sus mejillas, se retiró de la claraboya y se acurrucó detrás de la gran chimenea, dispuesto a lanzarse al vacío antes de caer en las manos de aquellos asesinos.
Desde donde estaba, no le llegaba ni un sonido del interior. Al cabo de poco rato pudo ver a Sigfrid, que salía amanillado entre dos policías, y a Glassen envuelto en una manta, que eran conducidos al exterior. Entre tanto, tres de ellos se metían en la DKV y, luego de registrarla, tras meter en ella el cuerpo sin vida de Vortinguer, la ponían en marcha y seguían a sus compañeros.
—Ama, ¿sabéis si Gedeón va a volver antes de comer?
—Vete a jugar, Benjamín, estoy guisando las berenjenas que tanto agradan a tu padre y no tengo tiempo para ti ahora. Recuerda que tu madre ha dicho que no pises la calle.
—Siempre me deja ir a la plaza del zoco con Gedeón, ¿por qué no puedo ir hoy?
—¡Que no pises la calle te digo, y no se hable más!
Esther había acudido al pasaje del Pez a visitar a Myriam, a la que tenía al corriente tanto de su vida como de sus propósitos, en demanda de consejo y al salir de su casa había prohibido a su hijo que saliera al exterior, ya que en aquellos días el clima de Sevilla era irrespirable, por lo caluroso, y turbulento, por el peligro latente que viciaba el aire. Las gentes estaban apostadas a las puertas de la aljama, se temía que hubieran disturbios, los cristianos alentados por las prédicas del arcediano de Écija y envalentonados por el nulo castigo que recibieron los que habían tomado parte en los desmanes del pasado marzo, se atrevían a tirar piedras a todo aquel que intentaba salir de la aljama, ante la pasividad del alguacil mayor, don Pedro Ponce de León, que parecía no querer enterarse de lo que se estaba fraguando en la judería. La pequeña Raquel estaba en el patio de detrás de la casa, al cuidado de una criada, tomando el sol del mediodía. Rubén, como de costumbre, había acudido a la sinagoga para preparar la circuncisión de un nacido que era inaplazable porque iba a cumplir el octavo día y a limpiar la
menorá,
que el humo de los cirios había oscurecido. En tanto, Benjamín buscaba desesperadamente al viejo criado pues era el único que, en aquellas circunstancias, le hacía caso.
Se asomó al patio y vio el moisés de su hermana con el parasol protegiéndola del astro rey y a la doméstica agitando ante ella un sonajero hecho con una pequeña calabaza hueca dentro de la cual se agitaban unas semillas. Benjamín dio media vuelta y se dirigió a la entrada principal, la calle estaba desierta y el crío estaba aburrido. Se le ocurrió de repente que era fácil que Gedeón hubiera acudido a la tertulia que se formaba todos los días en la plaza del zoco junto a la travesía del Aceite, en una taberna en la que se reunían una tropa de viejos judíos venidos de todas partes que contaban hazañas de sus tiempos mozos y ocurridas en las ciudades de las que eran originarios. El niño fuese a su cuarto y, tomando su espada de madera y colocándosela en el cinto, y el mango de una escoba al que Gedeón había fijado una cabeza de caballo de mimbre, partió hacia la calle en busca del criado, suponiendo que estaría de vuelta antes de que su madre estuviera de regreso. Subió por Archeros hasta la plaza de Azueyca y al llegar a ella giró por la travesía del Tinte hacia la taberna. Los transeúntes con los que se cruzaba caminaban deprisa yendo a sus avíos, huyendo de un sol que caía a plomo, y nadie reparaba en un niño de su edad que, al parecer, iba en busca de alguien o a hacer una encomienda de su madre.