Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—No sé dónde encontrarte en caso de necesidad.
—Vivo en la Pensione Chanty, en la Via del Corso, muy cerca de la estación.
Ya no se le ocurrió nada más para alargar la velada.
—Aún no se te habrá secado la trenca.
—Da igual —dijo él—, sigue lloviendo.
Había anochecido y una media luna roja preñada de sangre asomaba por la ventana de la salita.
Al llegar a la calle se subió el cuello de la trenca y se caló la gorra. Ella, apartando el visillo, lo estuvo siguiendo con la vista hasta que dobló la esquina.
Se habían citado una vez más en El Esplendor. La manera de operar era siempre la misma, Simón recibía un mensaje críptico a través del correo que ejercía el bueno de Gedeón o el recado que le trasmitía Myriam, mediante el sencillo sistema de lanzar a la ventana que daba a la plaza de Doña Elvira un puñado de arena, y al día siguiente y a la hora preestablecida, ambos se reunían en la quinta del Arenal. Los tiempos que vivían, el clima de incertidumbre que respiraba la ciudad y las dudas de Esther hacían que los amantes debatieran en interminables conversaciones las decisiones que iban tomando en tardes sucesivas. Simón estaba angustiado y si bien comprendía la actitud de su amada, cuyas dudas y ambigüedades le traían a mal traer, no estaba dispuesto a renunciar a su encontrada felicidad por mor a los escrúpulos de conciencia que la asaltaban, al fin y a la postre, el divorcio, aunque no común, estaba establecido y perfectamente tipificado dentro de las leyes judaicas.
En aquella ocasión, Simón y Domingo se habían adelantado y la puerta que daba al palomar permanecía todavía cerrada. Ambos habían descabalgado de sus monturas y luego de atarlas a unas anillas, colocadas en el muro a tal uso, permanecían a la espera que la blanca acanea de Esther apareciera por el recodo del camino.
Simón paseaba arriba abajo con pasos nerviosos instalado en la permanente angustia que las vacilaciones de su amada le proporcionaban, en tanto que Seis jugaba con el mastín que había sido de Benjamín y que pese a las protestas del niño, había quedado en la finca. Esther se lo había regalado a Domingo en prenda de gratitud por haber salvado la vida a su amado y porque el animal, que era un buen perro de guarda, excelente ratonero e infatigable trotador a los pies de los caballos, se había convertido en una complicación ya que el patio de Archeros era mucho más reducido que el espacioso jardín de la quinta y obligaba a que alguien tuviera que desplazarse al Esplendor, día si día no, a proporcionarle el condumio necesario, cuyo acarreo y volumen era indiscutiblemente mucho más engorroso y frecuente que el hecho de llenar de grano los comederos y de agua los bebederos de las pocas palomas que todavía quedaban en el palomar, tarea esta que se debía hacer una vez a la semana.
Súbitamente, una figura —envuelta en una acogullada capa que le ocultaba el rostro y montando a horcajadas un brioso corcel castaño enjaezado con unos excelentes arreos y silla de montar cinchada sobre una gualdrapa morada—, dobló el recodo de la trocha que serpenteaba al costado del río y se dirigió hacia la casa, desorientando a Simón que esperaba una mula blanca con montura de mujer. El corazón del muchacho comenzó a acelerarse y más cuando su duda quedó disipada ante los alegres ladridos que, al reconocer a su dueña, comenzó a proferir
Peludo,
que tal era el nombre del can y que dejando a un lado sus juegos, se precipitó al encuentro de la caballería de su ama. Esther llegó hasta su altura y nada más retirar el embozo de su rostro supo al verla que las nuevas que traía iban a ser un plato amargo para él. Simón la ayudó a descabalgar sin poder dejar de admirar su talle gentil y la airosa donosura que mostraba vistiendo aquel atuendo de hombre, y con el ánimo encogido tomó la llave que le entregaba para que abriera la puerta del jardín a la vez que depositaba un beso en el trocito de blanca piel de su muñeca que asomaba entre el guante y el principio de la manga de su capote, en tanto que Domingo, sujetando a
Peludo
por el collar, se retiraba unos pasos para no interferir en el ahogado diálogo de los amantes.
—Os veo muy acongojada, bien mío. ¿Por qué vestís ropas de hombre?
—El ambiente en la calle es terrible, se ven grupos incontrolados en las tres puertas de la aljama y de no vestir de esta manera y montar un animal de cierto empaque me hubiera sido imposible llegar hasta aquí.
—Pero ¿cómo habéis podido salir de vuestra casa vestida de tal guisa?
—Me he cambiado en casa de Myriam y estas ropas son de su marido, que es menudo y enteco, amén que, ¡Adonai sea alabado!, está de viaje. El caballo es de su cuadra.
Luego de recibir esta explicación, Simón cambió de tema.
—¿Habéis reflexionado sobre lo que os dije el último día?
—Mi decisión está tomada, pero ello me ha creado una angustia insuperable. Pero abrid esa puerta y entremos.
El pestillo cedió y el portón giró chirriando sobre sus goznes obstaculizado por los jaramagos que crecían, salvajes, entre las losas de la abandonada quinta.
Entraron los amantes en el jardín y la orfandad del mismo entristeció el desasosegado espíritu de la muchacha. El agua del estanque había adquirido un tono verduzco, del surtidor central no manaba el alegre y cantarín chorro de agua que siempre la había acompañado en tanto sus hijos tomaban el sol, los nenúfares permanecían lánguidos y sus cerúleas flores parecían sin vida, hasta los pececillos de colores se mostraban tristes y erráticos y los aleteos de las pocas palomas que aún permanecían en el palomar no eran lo vivarachos y bulliciosos de antes. Domingo se quedó fuera de la alquería vigilando las cabalgaduras y lanzando lejos un palo que
Peludo
le traía incansable, una y otra vez.
Simón seguía a la muchacha con el ánimo abatido sabiendo que las noticias que le traía eran malas nuevas. Esther, subiendo los escalones que le separaban de la puerta posterior de la casa, extrajo de su escarcela una llave de menor tamaño e introduciéndola en la cerradura la giró, empujando la gruesa puerta de cuarterones que, al igual que la otra, chirrió quejándose del escaso uso. La estancia estaba en penumbra, ya que las ventanas permanecían cubiertas por mantas y tapices que resguardaban el interior de la reverberante luz del verano que ya se anunciaba.
Esther se aproximó al ventanal del salón y retiró la sábana que lo cubría. Una luz opalescente y tornasolada entró a través de los policromados vidrios tiñendo la amplia estancia de irisados colores en tanto una nube de fino polvo se movía agitada por el vuelo del lienzo que en aquel momento doblaba Esther. Luego de este obligado preámbulo, los amantes se sentaron en la otomana del centro junto a la apagada chimenea.
Ella encogió las piernas sobre el diván y protegiéndose en un movimiento instintivo con un almohadón que apretó junto a sus senos, comenzó a sollozar.
Iba Simón a acercarse cuando un gesto breve de la mano de ella le hizo desistir.
—No, Simón, hoy no. Cuando me tomáis en vuestros brazos pierdo mi capacidad de discernimiento.
—¿Qué es lo que ocurre bienamada, qué es lo que acongoja vuestro espíritu hasta el punto de impedir que os expliquéis?
El muchacho esperó pacientemente a que se recobrara y respetó su angustia. Cuando se hubo rehecho y tras un largo y quejumbroso suspiro, ella comenzó a expresarse.
—¡Todo es tan difícil, Simón! Ya he perdido el rumbo, no sé lo que está bien y lo que está mal y no sé qué hacer con mi vida. Solamente soy una pobre mujer atribulada y confusa que lucha entre el amor que os profeso y la obligación que siento de proteger a mis hijos, contra lo que me dice el sentido de la lealtad que debo a la persona que Jehová me destinó como esposo y el hecho de huir cuando tan hermoso ejemplo me está dando de lo que debe hacer un buen judío.
—Explicaos, Esther.
Esther expuso punto por punto los planes que había diseñado Rubén para su partida y acabó diciendo:
—Esta mañana hemos firmado la Ketubá, Rubén está conforme y nada aduce al hecho de nuestra separación, pero mi honestidad ha hecho que le explique el verdadero motivo que la sustenta y si bien es verdad que al principio no hubo otro que el temor de que algo ocurriera a mis hijos, en cuanto llegasteis vos supe que ésta no era más que una excusa vil y que el argumento principal es que os amo y sueño con ser un día vuestra esposa.
—Es justo que así sea, amada mía. La vida, al igual que nos separó entonces, nos ha reunido ahora y no por ello me siento como un ladrón que roba algo ya que fue él el que me robó cuando era a mí a quien pertenecíais. ¿Que es buena persona?, no lo pongo en duda, pero ello no os obliga a deberle lealtad hasta el punto de hipotecar vuestra dicha y la mía. Os ha tenido seis años y le habéis dado dos hijos, ni en el más elucubrante de sus sueños hubiera podido imaginar tal cosa, ¿a qué más puede aspirar? De acuerdo estoy en el hecho de que no quiera conocerme, yo tampoco tengo interés alguno en conocerlo a él, en cuanto al hecho de seguiros hasta Jerusalén, he llegado hasta aquí en pos de una quimera, ¿cómo no voy a seguiros ahora sabiendo que sois una realidad y que me amáis? Formalizaré las gestiones necesarias para poder partir, más o menos, en las mismas fechas que vos lo hagáis, pero no os esperaré en Jerusalén, cuando lleguéis a Túnez os estaré aguardando.
Hubo un largo silencio.
—Tengo mucho miedo, Simón, hoy han vuelto a intimidar a los míos.
—¿Qué es lo que ha ocurrido?
—Han enviado otro anónimo amenazante.
—¿En que términos?
—Han aludido a la pasión de su Mesías, aquel judío que crucificó Roma hace más de trece siglos.
—Por lo mismo hemos de partir, Esther, y cuanto antes mejor. Si decís que vuestro bajel parte el día doce, no queda mucho tiempo. Hoy es día tres y tardaré un par de días para poder dejar Sevilla; luego deberé diligenciar los medios y hacerlo desde Sanlúcar, no es fácil encontrar pasaje en esta época del año. Tened en cuenta que cuando el mar se encalma todo el mundo aprovecha para desplazarse y debo partir en una nave de carga donde pueda llevar mis caballos.
—Tengo mucho miedo, Simón. ¡No os vayáis de Sevilla sin mí! ¡No quiero volver a perderos! Prefiero ser yo la que os aguarde en Túnez hasta que vuestro barco llegue. ¡Esta ciudad me aterra!
Simón la miró con ternura, abrió sus brazos y ella se refugió en ellos como el gorrión que acude al nido. Una extensa pausa se instaló entre los dos hasta que Esther observó cómo fruncía el entrecejo e indagó.
—¿Qué estáis pensando?
—¿Decís que el nombre de la galera en la que tenéis los pasajes es
La Coimbra?
—Cierto, Simón, ése es el barco que sale el día doce.
—Bien, voy a intentar, desde Sevilla, obtener mis pasajes en el mismo bajel; si lo consigo, embarcaré con Domingo antes de que lo hagáis vos con vuestros hijos y vuestros criados, y no saldré de mi camarote hasta que estemos en alta mar. De esta manera viajaré con vos y no deberéis temer nada durante la travesía, caso de no conseguirlo, como aún faltan días, tiempo habrá de deciros cuándo parto y en qué galera; de cualquier manera os aguardaría en Túnez.
—Si pudiera viajar con vos sería la mujer más feliz de este mundo.
La moral de los berlineses había sufrido un notable cambio. El inflamado discurso del mariscal del aire Herman Góering anunciando enfáticamente que «podían llamarle Meyer —notorio apellido judío— si algún día, los aviones enemigos conseguían atravesar la defensa antiaérea del Reich»
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, había resultado una falacia. Desde la caída de Stalingrado, el 2 de febrero, debida principalmente a la tozudez del Führer, al negar la posibilidad al VI ejército de Von Paulus de retirarse cincuenta y seis kilómetros para unir sus fuerzas a las columnas de tanques de Von Manstein
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, los alemanes ya no creían en falsas promesas ni en milagros y se disponían a vivir la parte más aciaga de la guerra. La suerte estaba echada.
La fisonomía de la capital del Reich había cambiado totalmente. Se podía decir que hasta principios del aquel año 43 la ciudad no había sufrido. Los bombardeos se habían limitado a los distritos de Pankow, Lichtenberg y Kreuzberg; aunque los principales monumentos y edificios oficiales, cercanos a la mansión que había sido de los Pardenvolk, tales como la Cancillería nueva, el hotel Kaiserhof, el palacio UFA, la iglesia del emperador Guillermo, el Gloria Palace y el Romanisches Café, se veían protegidos por defensas y sacos terreros. A comienzos de marzo la RAF envió doscientos cincuenta aparatos sobre Berlín que provocaron seiscientos incendios, destruyeron, entre otras iglesias, la catedral católica de Santa Eduvigis y ocasionaron más de setecientos muertos e infinidad de heridos. ¡Qué lejano quedaba 1940, cuando a la caída de París, desde la estación ferroviaria de Anhalt y hasta la nueva cancillería, Hitler recibió el entusiasta y multitudinario homenaje de los berlineses acompañado por el tañir de campanas de la iglesia de La Trinidad, cercana a la Wilhelmsplatz!
Sigfrid, en su escondrijo, reflexionaba. En cualquier momento los Hempel regresarían a Berlín y en aquellas circunstancias la emisora resultaría un riesgo injusto para sus tíos. La Gestapo, enrabietada por el giro de los acontecimientos, ejercía una cruel política con los disidentes, achacándoles el giro de la guerra.
El rumor del transporte de un cargamento de casi dos mil judíos a Bergen-Belsen, uno de los campos más siniestros, y la situación de las nuevas defensas antiaéreas, sería lo último que habría de enviar al éter junto con la noticia de que en el campo de Belzec se había experimentado un nuevo gas, el Ziklon B, para acelerar la muerte en los crematorios; de esta manera habían gaseado a seiscientos mil judíos y se estaban llevando a cabo esterilizaciones masivas en Birkenau. Luego, ayudado por Karl Knut, Vortinguer y Fritz Glassen —August había partido para Grunwald—, desmontaría el emisor e intentaría ocultarlo en algún escondrijo de los muchos que ofrecía el convento.
Los pormenores de la operación se llevaron a cabo en la sacristía de las Adoratrices, donde seguían ocultos, y en el exterior todo se pudo organizar gracias a la inapreciable ayuda del padre Poelchau, que los visitaba todos los días antes de decir su misa para las hermanas.
El plan era el siguiente: procedería, como últimamente acostumbraba, a aprovechar el caos que se organizaba en las calles en cuanto las sirenas anunciaban aviones sobre el cielo de Berlín, para cumplir la misión que se había propuesto y emitir por última vez; pero en esta ocasión, al finalizar, desmontaría el emisor. Acudirían en una camioneta robada, con las matrículas cambiadas para más precaución, a la puerta del parque de la antigua mansión de los Pardenvolk, una de cuyas llaves obraba todavía en su poder. Allí, tras ocultar el vehículo entre los frondosos árboles del caminal, se dirigirían a la azotea. Luego de que Sigfrid lanzara al éter su último mensaje, en tanto Glassen, que era el técnico, desmontaba la instalación comprometedora, Knut subiría al tejado y retiraría la antena que, oculta entre la hiedra, posibilitaba las trasmisiones.