Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
El canciller quedó un instante en silencio y prosiguió:
—De ellos os vengo a hablar. Veamos, ¿cómo siguen los presos que el rey confió a vuestra custodia y que habéis confinado en vuestras mazmorras?
—Como comprenderéis no estoy al tanto de sus vicisitudes, pero por lo que ha llegado a mis oídos colijo que al que sufrió la terrorífica tanda de azotes poco le falta para abandonar este perro mundo. —Y añadió—: Tengo entendido que pidió confesión.
—Lo comprendo, tales acciones, terribles y abominables, deben atormentar la conciencia de cualquier hombre.
—En este punto disentimos, excelencia; opino, personalmente, claro es, que los descendientes de los perros que mataron a Dios, no debieran ser acogidos en ningún reino de cristianos y que si tal hacen se deben de atener a las consecuencias.
—Vuestra opinión no es muy cristiana, ilustrísima, ya sabéis: hay que perdonar setenta veces siete, lo dice el Evangelio, Lucas, 14,18.
—Ciertamente, pero únicamente a los verdaderos arrepentidos, no a los que hacen gala de su religión o, lo que es peor, simulan una conversión que no sienten, para seguir medrando cerca del rey y practicando en sus privacidades cultos demoníacos que otros monarcas menos proclives a usar de sus servicios supieron cortar de raíz.
El rostro del canciller cambió de expresión y un rictus hierático pareció congelar sus facciones.
—¿Acaso disentís de la actitud del rey?
—No tal, únicamente digo que otros monarcas en la antigüedad fueron mucho menos condescendientes con esta chusma.
—¿A qué os referís?
—Por citar un ejemplo, y hablamos de muchos siglos atrás, el buen rey visigodo Ervigio castigó aquellas actitudes que se referían a seguir practicando en la clandestinidad ritos de la religión hebraica y ordenó, y sirva de ejemplo, cortar los genitales, tanto al circuncidado como al circuncidador, de esta manera se extirpaba una costumbre bárbara que los ha distinguido desde la noche de los tiempos
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—Si no estoy equivocado, Jesús fue circuncidado.
—Por eso mismo vino Él a cambiarlo todo.
—Entonces, si de vos dependiera...
—No lo dudéis, cortaría los testículos a esos malditos y acabaría con su estirpe, la castración es un gran recurso, muerto el perro se acabó la rabia.
—Los tiempos son otros, ilustrísima, es mejor aprovecharse de ellos que exterminarlos; decidme, ¿acaso no doma el hombre a los irracionales para mejor usarlos? Eso sí, si intentan defraudar, en el intento les ocurre lo que a Samuel He-Levi, ya sabéis que llegó a ser administrador del rey Pedro I y que al intentar aprovechar tal circunstancia en su beneficio, no sólo perdió la hacienda sino también la vida
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—Entonces decidme, ¿cómo ha acabado el asunto de los bienes de los Abranavel?
—No es el caso de Samuel He-Levi. Dado que el rabino sirvió fielmente a la corona. El rey compró todos los bienes inmuebles que la familia tenía en Toledo; eso sí, a un precio razonable, para posteriormente venderlos a su conveniencia como ya ha hecho con el palacete del Tránsito, todo lo demás se convirtió en dinero o pagarés. De esta manera, sus herederos que lo han sido su esposa y su hija, los puedan cambiar cuando convenga en cualquier ceca árabe o casa de cambio cristiana. También dejó el rabino mandas piadosas a sus criados y servidores más íntimos.
—Por cierto, tengo entendido que ambas mujeres han partido hacia otros lares. ¿Sabéis adónde han dirigido sus pasos?
El canciller no cayó en la burda trampa.
—No estoy autorizado para hablar de ello, únicamente os diré que pueden hacerlo donde les pluguiere dentro de los reinos que constituyen la corona. Por cierto, ¿cómo van las obras de ampliación de vuestra catedral?
—Maese Antón Peñaranda ya está en ello, y lamentando las consecuencias del fuego, no me negaréis que Toledo habrá ganado un claustro mucho más hermoso que las infectas tiendas donde los judíos chalaneaban tan cercanos a la casa de Dios.
—Vamos a dejar de lado tan triste asunto que ya es pasado y que no tiene enmienda, pero no me pidáis opinión sobre el mismo ya que disiento de vuestro punto de vista; existen otros métodos para conseguir los mismos fines.
—No es que yo tenga nada que ver en los hechos acaecidos, pero debo deciros que el fin justifica los medios, o ¿pensáis que el rey Enrique no pensó lo mismo cuando se hizo con el trono de su medio hermano al que por cierto vos también servisteis fielmente?, al igual que al actual monarca
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—La munificencia de los Trastámara ha sido proverbial desde el de las Mercedes y particularmente generosa con mi persona, pero estamos hablando de hechos pasados, no se puede extrapolar una circunstancia del tiempo en que se vivió, ¿no fueron, acaso, vuestros abuelos conversos?
Ambos contendientes contuvieron sus ímpetus considerando que entraban en temas espinosos y optaron por salir del mal paso estableciendo tablas.
Tras una embarazosa pausa, el canciller del rey habló:
—Bien, cumplido mi encargo, os recomiendo continuéis ejerciendo vuestra vigilancia sobre los presos y tenedme al corriente de cualquier novedad si es que la hubiere.
—No dudéis que así se hará.
—Entonces, paternidad, no tengo más que añadir.
Don Pedro López de Ayala se puso en pie dispuesto a partir y el clérigo hizo lo mismo, haciendo a la vez sonar una campanilla de plata que estaba a su diestra. Al punto apareció en el marco de la puerta, que se ubicaba en medio del retablo, la tonsurada cabeza del frailecillo.
—¿Habéis llamado, ilustrísima?
—Acompañad a su excelencia hasta la salida.
El páter se hizo a un lado ofreciendo la preferencia al de Ayala; éste, tras una fría y seca inclinación de cabeza, salió de la estancia precediendo al fraile.
La campanilla volvió a sonar de un modo diferente, un sonido largo y otro breve, y en tanto el prelado se sentaba de nuevo, una puertecilla disimulada que se ubicaba detrás de uno de los tapices se abría, y entraba por ella el coadjutor del obispo, que sin decir palabra, ya que estaba enseñado, se quedó en pie ante la mesa esperando que su superior le indicara el porqué de la llamada.
—¿Habéis realizado mi encargo?
—El mandado está esperando en mi despacho a la espera que el canciller se hubiere retirado, cuando indiquéis lo haré entrar.
—No os demoréis, fray Martín, ya que, luego de su visita, mi decisión ha pasado de ser rutinaria a ser urgente, sin quererlo el señor canciller ha precipitado los acontecimientos.
—¿Lo hago pasar entonces?
—Id, coadjutor.
Desapareció el fraile por la disimulada puerta y apenas el obispo había compuesto la figura cuando regresaba ya el clérigo con el bachiller al que, invariablemente, aquella solemne estancia producía un incómodo desasosiego. Entraron ambos y se quedaron a respetuosa distancia, aguardando a que el obispo terminara de escribir en una vitela unas falsas notas, costumbre ésta adquirida por el prelado, al que la experiencia le decía que tal actitud le producía pingües beneficios ya que, aunque el escrito fuera una simulación, el mero hecho de hacer aguardar en silencio a un visitante en pie y sin atenderlo creaba en éste un clima de inseguridad y de temor que posteriormente redundaba en su beneficio. Luego de un breve tiempo que al Tuerto le pareció una eternidad, el prelado alzó la cabeza y lo observó como sorprendido de hallarlo en su presencia.
—¡Ah!, sois vos, me había olvidado de que os había hecho llamar, ¡son tantas las obligaciones que me atosigan! —Y después sin nexo de tiempo—: Fray Martín, podéis retiraros.
Partió el fraile y los dos hombres quedaron frente a frente.
—Sentaos, amigo mío, ha llegado la hora de que vos y yo tengamos una larga conversación.
—La espero ansioso ha largo tiempo, ilustrísima.
El obispo, recogiéndose su ropón, se acomodó nuevamente en su sitial y lo observó con detenimiento.
—Os veo bien, ¡a fe mía! Mis cuidos y desvelos no han sido en balde.
El bachiller meditó su respuesta; pugnaban dentro de él dos tendencias. La una le aconsejaba una desabrida respuesta inspirada en el rencor que el inhumano castigo recibido aún le provocaba y la otra lisonjera y acomodada ya que el mal sufrido no tenía remedio e intuía que sería más productivo lisonjear a su protector de cara a su futuro que no malquistarse su encono.
—El tiempo, excelencia, nada como el tiempo para amortiguar las heridas del cuerpo; las del alma no se curan jamás y si me apuráis os diré que el hombre se nota vivo en tanto ama u odia, más lo segundo que lo primero, y si he de hacer caso a mis sentimientos yo viviré siempre, ya que la semilla de odio que llevo dentro de mi entraña me hará vivir en la esperanza de que, algún día, la familia que ha sido la causante de mi ignominia sea a su tiempo castigada, al mismo interés que ellos cobran a los buenos cristianos, y así pague la deuda que han contraído conmigo al ciento por uno.
—Comprendo cuanto decís y no andáis descabellado en vuestro aserto. De no ser por la inmensa influencia de la que los Abranavel han gozado en la Corte os aseguro que nada de lo que os ha acontecido habría sucedido. Más os diré, habéis pagado la desgraciada muerte de este perro más cara que todas las otras muertes y la quema de la aljama de las Tiendas, que era, como os consta, mi única pretensión, y en la balanza del ánimo del rey ha pesado más dicha defunción que todo lo acaecido, y bien sabéis que, aunque me ha complacido el resultado, no entraba en mis cálculos esta, para mí, afortunada, y para vos, infausta, contingencia y de la que por cierto, no me hallo responsable.
—Yo cumplí con nuestro trato y aunque la muerte de cualquier «marrano» debería ser siempre causa de gozo, las gabelas que por ello he pagado injustamente han sido inicuas y desaforadas.
El prelado luchó por salvar la faz.
—Sin embargo, he pugnado por evitaros este mal paso y, dentro de lo posible, ayudaros a soportarlo sin que el rey pudiera decir que no he cumplido lo pactado. Todo ello me ha hecho transitar al filo de incumplir mi palabra y que ello trascendiera ya que, aunque lo creáis imposible, los espías y paniaguados del canciller husmean en cualquier rincón. Sin embargo, nadie podrá decir que no habéis ocupado la última mazmorra del primer pasadizo al igual que un prisionero cualquiera; los tres carceleros que se han turnado son hombres de mi absoluta confianza que nada han de decir, vuestra celda fue cuidadosamente escogida para que nadie la pudiera ver desde los otros calabozos, pues no convenía que se supiera el arreglo y acomodo que se hizo de su interior. El médico, como es mi cristiana obligación, os ha visitado. Como podéis ver he hecho por vos todo lo que estaba en mi mano, y si seguís bajo mi férula lo seguiré haciendo. Sin embargo, de cara a los demás, habéis sido un penado más.
Una lucecilla astuta, que no pasó desapercibida al obispo, brilló en el fondo de la única pupila útil del Tuerto.
—Y ¿en qué va a consistir, a partir de ahora mismo, esta protección?
—Yo soy hombre que cumple siempre lo que promete; vais a morir, querido amigo, para que podáis pasar a mejor vida.
El bachiller rebulló inquieto.
—No alcanzo a comprenderos, paternidad.
—Atendedme y parad atención a lo que os digo.
—Soy todo oídos, excelencia.
—Veréis, el martes próximo es la festividad de Cristo Cautivo, y como es costumbre, los presos del obispo, que no del rey, tendrán un ágape especial, se servirá, a toda la población reclusa, una carne acompañada de setas como plato principal; las de todos serán setas comunes, las vuestras serán de una especie, la amanitas
phalloides,
que da alucinaciones a quien la ingiere y que produce unas terribles convulsiones. Luego os pondréis rígido, tieso como una tabla, babearéis ostentosamente; en ese momento se os sacará del calabozo y se os pasará ante las celdas de los demás presos. Os puedo asegurar que antes de media noche el canciller sabrá lo ocurrido, y al día siguiente correrá la voz de que habéis muerto.
El bachiller estaba pálido.
—Y ¿cómo puedo saber que no vais a hacer que me asesinen?
—¡No seáis lerdo! Si tal fuera mi intención ya lo habría hecho o lo haría sin explicaros nada.
Barroso pareció calmarse y una torcida sonrisa apareció en su boca.
—¡Proseguid, excelencia, proseguid!
—Se os amagará convenientemente durante unos días, hasta que estéis recuperado de la disentería que os proporcionarán las setas. Luego un hombre al que se le habrá proporcionado una calvicie artificial, semejante a la vuestra, y con el rostro convenientemente cubierto, desfilará en una angarillas ante los demás penados, y será enterrado fuera de sagrado como corresponde a un asesino. Este último acto de la comedia que representaremos llegará, así mismo, a los oídos del canciller. Entonces vos partiréis, en un buen caballo, a donde os lleven vuestros pasos y, como os prometí en su momento, lo haréis siendo un hombre muy rico.
El bachiller, sin decir palabra, se alzó del escabel donde se hallaba y tomando la mano del prelado, a través de la mesa, se precipitó a besar su pastoral anillo.
El obispo sonrió obsequioso y retirando la diestra habló de nuevo:
—Una única obligación habréis adquirido conmigo.
—Decidme, soy todo vuestro.
—Si un día requiero vuestros servicios deberéis atender mis solicitudes.
—Contad con ello, excelencia, ¡donde paren mis huesos tendréis a vuestro más rendido y humilde siervo!
—Entonces, amigo mío, no demoremos más vuestra libertad.
El prelado se puso en pie e hizo sonar de nuevo la argéntea campanilla.
Al cabo de quince días, y a una hora muy temprana de la mañana, un jinete cubierto por una capa que casi le embozaba el rostro, montando un gran caballo ruano castrado, que portaba a la grupa dos grandes alforjas y en la cruz un reforzado saco de cuero, atravesaba la puerta de Alcántara al paso, y sin ser molestado por los guardias, como era costumbre referida a todos aquellos que partían de Toledo. A la vez y en la misma puerta casi se tropieza con dos hombres humildemente vestidos al modo de modestos comerciantes que, guardando la cola, pretendían entrar en la ciudad. El primero cubría su cabeza con un turbante mozárabe, rojo oscuro, que le oscurecía el barbudo rostro; su larga túnica negra, ceñida por un cinturón de cuero, le cubría hasta las botas y era un tipo de estatura común que pretendía pasar desapercibido. No así el segundo, que a su inmenso tamaño añadía una anomalía, que si no se observaba atentamente pasaba inadvertida: en su mano zurda, que él se ocupaba de disimular ocultándola en su faja, se advertían seis dedos. Ambos hombres llevaban sobre sus hombros sendos sacos de bellotas que pretendían vender en el mercado del grano.