Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—Mejor será que le deis trabajo o algo que hacer en vuestra ausencia, no conviene que esté aquí mano sobre mano, las mujeres se asustarían; por cierto, y... al hilo de ese dedo, intuyo que el apelativo le viene por esa rara anomalía.
—Cierto, y ése es el motivo por el que su abuela lo quitó de en medio, ya sabéis que no es bueno entre los cristianos ser diferente. —Simón se dirigió al muchacho—. Muéstrale tu mano a mi padre.
El gigante extendió ambas manos a través de la mesa y en su zurda pudo ver el judío, que quedó perplejo, aquella su rara singularidad. La palma tenía el tamaño de una buena chuleta de vaca y de ella salían, en vez de cinco, seis dedos que eran talmente como seis morcillas; a simple vista se podía intuir la potencia de aquellas extremidades.
Seisdedos intuyó lo que en aquel momento se requería de él y llegándose al hogar tomó, de un gancho, uno de los hierros que servían para atizar el fuego y, sin aparente esfuerzo, cual si fuera un prendedor de cabello de mujer, lo dobló entre sus manos ante el asombro de Zabulón; no así de su hijo, que ya había tenido ocasión de observar las capacidades del titán.
—¡Loado sea Adonai! La de cosas buenas o malas que se pueden hacer con semejantes herramientas.
—Eso no es nada, padre mío, ya tendréis ocasión de asombraros; además, creo que ya tengo el cometido que puede llenar sus horas en mi ausencia.
Simón se levantó de la mesa y haciendo un significativo gesto al muchacho le invitó a seguirle. Éste alzó su asombrosa humanidad del banco que había ocupado y la madera crujió aliviada al verse libre de la carga.
—Imagino, padre, que en este tiempo no habréis tenido ánimo de ocuparos de mis palomas.
—Cierto, hijo mío, vuestra madre ha mandado a una de las criadas que de vez en cuando limpiara el palomar y se ocupara de que los comederos y bebederos estuvieran llenos, pero desde luego las aves no están como vos las teníais.
—Éste va a ser el trabajo de Domingo.
Simón, seguido por su sombra, se encaminó al segundo piso de la vivienda; la trampilla se abría en el tejado donde se ubicaba el palomar pero la escalerilla de mano que hasta allí ascendía era más bien enclenque y Simón temió que cediera al soportar el peso de su amigo.
—Anda con tiento, no vaya a venirse abajo.
Primero ascendió Simón y, cuando ya en el tejado, se fue a asomar por el hueco para ver como se las arreglaba su descomunal criado, vio cómo éste, prescindiendo de la escalera, había pegado un brinco y sujetándose a los bordes de la lumbrera, mediante una poderosa flexión de sus brazos, ya asomaba medio cuerpo por la lucerna.
—Contigo nunca se sabe.
Las aves revoloteaban inquietas ante el estímulo de la voz de su amo al que, sin duda, habían reconocido, y la alegría de Simón al verlas se mezcló con la tristeza de los recuerdos que acudían a su mente al contemplar a sus palomas. El palomar se veía abandonado y sucio, y el muchacho, abriendo la escotilla, se metió dentro en tanto que con su habla tranquilizaba a las avecillas. Éstas se encaramaban en él, jubilosas, intentando compensar el tiempo de su ausencia.
—Hete ahí tu trabajo, Seis: pide a mi madre los útiles que necesites e intenta adecentar todo esto —dijo señalando a su alrededor.
—Mejor se lo pedís vos.
—No, Domingo, me has demostrado que puedes expresarte, procura hacerlo. Ve, en tanto yo te espero aquí arriba.
Partió el gigantón y Simón lo aguardó, retozando con sus avecillas. Al cabo de un poco, el doliente crujir de la escalera le indicó que el otro estaba de regreso. El muchacho asomó por el portillo cargado con un cubo, un cepillo y un saquito de polvos de grasa de jabón y depositándolo todo en el borde comentó alegre e inocente:
—Lo he pedido yo solo y no se ha roto la escalera.
Simón, ante el comentario de Seis no pudo por menos de sonreír y cuando ya éste se hubo encaramado al tejado, se deslizó hacia el tragaluz que había quedado expedito y girándose y asomando por él todavía medio cuerpo, comentó:
—Cuando hayas terminado baja a comer, yo no sé si habré regresado, mi padre se ocupará de ti y sin su permiso no pises la calle.
—Mi abuela me dijo que no os dejara jamás.
—Tu abuela no está ahora y debes hacer únicamente lo que yo te ordene. Además, soy yo quien debe cuidar de ti no tú de mí, ¿ha quedado claro?
—Sí, amo.
—Pues lo dicho, limpia el palomar y espérame abajo, que yo regresaré a la anochecida.
Pareció Domingo quedar conforme y dando la espalda se dispuso a cumplir su tarea.
Simón, descendiendo del tejado, se dirigió a su dormitorio y allí disimuló su apariencia trastocando su indumentaria; se colocó una capa sobre su tabardo con mangas de ala y cubriendo su cabeza se colocó un gorro que terminaba en un cono truncado y del que pendían dos lienzos que, descendiendo por los lados, le protegían del frío cubriéndole las orejas, y en caso necesario también le procuraban un buen embozo ocultando su rostro, y de esta guisa encaminó sus pasos hacia la casa del rabino de la sinagoga de Benzizá.
Tomó por Caleros y pasando por el aljibe del Postigo del Fierro que alimentaba la piscina del mismo nombre donde las mujeres judías en los días señalados celebraban el Micvá, desembocó en la calle de Arriaza para dirigirse finalmente a la esquina de la calle de los Alamillos, donde se ubicaba la casa del tío de David, dom Ismael Caballería. Con el corazón en la boca se asomó Simón a la puerta de la entrada y ante sus ojos apareció un patio de terrazo con altas ventanas lobuladas en su parte izquierda; el muro lateral del otro lado mostraba una fina labor de lacería y en medio de él un arquillo mudéjar, bajo el cual arrancaba una escalera que conducía al piso superior, y al frente un hermoso y amplio arco de herradura cubierto por un tejadillo, que protegía al caminante de las inclemencias del tiempo. En tanto aguardaba que le abrieran la puerta principal en cuya jamba lateral se veía la ranura de la mezuzá. Se llegó el muchacho hasta la cancela y, sintiéndose los pulsos en la carótida, tiró de la cadena que obligaba a una campanilla a sonar en el interior. El clan-clan se oyó lejano y a Simón le pareció que una eternidad transcurría desde el instante que su mano se apoyó en el asidero del llamador hasta que su oído captó el eco de unos pasos que se aproximaban. Tras la aldaba se abrió un cuadradillo y se sintió observado por unos ojos cautos y expertos que calibraban la entidad del visitante. Una voz le interpeló, imaginó que intrigada por el embozo que cubría su rostro y que no invitaba particularmente a la familiaridad.
—¿Quién va y qué se os ofrece?
Simón en vez de responder indagó:
—¿Está en casa el rabí?
—Para según quién, y si no habéis pedido cita previa seguramente no estará para vos.
—Decidle que soy un amigo de su sobrino David y que he estado mucho tiempo alejado de Toledo en misión que él mismo me encomendó.
—Aguardad ahí, voy a ver.
Cerró el hombre la mirilla y se alejó en tanto que Simón, despojándose de su gorro, dejaba al descubierto su faz. Al poco regresaron los pasos y al muchacho le pareció que venían algo más apresurados.
La puerta se abrió con un ruido de fallebas y pestillos y apareció el mayordomo de un talante muy diferente.
—Pasad, dom Ismael os aguarda en la biblioteca.
Cerró el sirviente el portón y seguido de Simón, fue adentrándose en la casa atravesando estancias y pasillos hasta una puerta de cuarterones sobre cuyo marco y en yeso resaltaba la estrella de David en medio de un cabalístico laberinto de signos judaicos. El hombre golpeó suavemente con los nudillos en una de las hojas e inmediatamente sonó en el interior la voz del rabí autorizando la entrada. Empujó el sirviente el picaporte y, retirándose a un costado, invitó a Simón a que se introdujera en la estancia. Era ésta una pieza noble de buen tamaño, dos de cuyas paredes estaban tapizadas con espesos cortinajes de damasco verde cuyo faldón lo adornaba una cenefa dorada en forma de greca; la tercera la cubría un tapiz importado desde Damasco en el que lucían los trabajos de Hércules, y la cuarta, un anaquel de maderas finas y trabajadas en el que figuraban traducciones e incunables de la Escuela de Traductores de Toledo que, auspiciada por el canciller don Pedro López de Ayala, había alcanzado merecida fama entre los eruditos de todos los reinos, desde Albión hasta el Ponto Euxino y desde las frías tierras vikingas hasta los reinos beréberes. Al fondo una mesa de despacho de trabajadas patas, así mismo atestada de documentos, pluma y tintero de cristal y plata y cajita de polvos secantes; y tras ella un cómodo sillón de brazos también labrados y terminados en sendos grifos mitológicos con respaldo y asiento de cuero repujado; y frente a la mesa, sendos escabeles cuadrados de cordobán de estilo mudéjar que invitaban más a reclinarse que a sentarse en ellos. La luz la proporcionaba una lámpara del techo de estilo visigótico en cuyo doble aro lucían dieciséis bujías y un candelabro de siete brazos ubicado en la mesa del rabino.
Dom Ismael Caballería esperaba mayestático en el centro de la estancia; vestía una hopalanda granate de amplias mangas y cubría su cabeza con un casquete del mismo color, y de su cuello pendía una cadena de oro con un dije del mismo metal que imitaba una Torá en miniatura. Apenas retirado el sirviente y cerrada la puerta, le abrió sus brazos invitándole al abrazo; avanzó Simón los pasos que le separaban del rabino y éste, posando sus manos sobre los hombros del muchacho, acercó su barbado rostro al de Simón y por tres veces depositó un ósculo sobre sus mejillas. Luego se apartó de él y tomando distancia lo examinó cual si fuera un espectro.
—¡La rahamín
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ha descendido hoy sobre su humilde siervo y le ha otorgado el don de volver a veros, bendito sea por siempre su nombre!
Luego, sin solución de continuidad, invitó a Simón a sentarse delante de su mesa en tanto él lo hacía en el sillón del otro lado.
Luego de acomodados, habló el rabí.
—Ni sé por dónde debemos comenzar, mi sobrino os dio por muerto, más aún cuando vuestro caballo regresó con la silla vacía, y pese a que volvimos sobre sus pasos y anduvimos rastreando los alrededores del puente, no encontramos restos de vuestra persona, y pasando los meses conjeturamos lo peor.
—Y sin duda así habría sucedido de no mediar la Shefá
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que sin duda me protegió.
—Contadme todo, hijo mío, y no obviéis detalle alguno, comenzad por el principio.
—Voy a intentarlo, rabí, pero a veces por causa de los golpes recibidos, me falla la memoria y se me mezclan en la cabeza los sucesos, tal me ha acontecido al hablar con mi padre, entonces no sé si una cosa ocurrió antes o después, pero antes de que yo hable, decidme, por favor, cómo está David y si podré verlo.
—A lo primero os responderé que se encuentra bien, a lo segundo, que no es posible por el momento, se halla fuera de Toledo y va para largo.
—No os podéis imaginar cómo ha sufrido mi corazón durante este tiempo al ignorar la suerte que le cupo. Mi cabeza hizo mil cábalas y lo imaginé prendido y muerto por aquellas alimañas.
—Contadme todo, hijo mío. Tomaos todo el tiempo que necesitéis, pero de vuestra explicación dependen las decisiones que tomemos y éstas pueden afectar, y mucho, a vuestros hermanos.
Simón comenzó a desgranar el cúmulo de desdichas que le habían acaecido a partir del regreso de Cuévanos y, a medida que hablaba, su memoria se iba afilando como un estilete y las remembranzas afloraban lentamente. Su disquisición fue tan prolija y detallada que el criado tuvo que entrar dos veces a cambiar las bujías del candelabro. Cuando terminó quedó vacío y roto como un odre de vino agostado porque el relato, por lo minucioso, le había hecho revivir todas las amarguras y miserias pasadas. El rabí bebió más que escuchó toda la narración y al terminar comentó:
—Parece un milagro, Adonai estaba de nuestro lado. David os dio por muerto cuando vio que vuestra cabeza rebotaba contra las piedras y os perdíais arrastrado por vuestro caballo.
—Tenéis razón; hoy, cuando he amanecido en la casa de mi padre he creído estar soñando.
—Y, decidme, este criado vuestro al que sin duda debéis la vida y cuya hazaña de ayer en la explanada de la catedral está en boca de todos y que por lo mismo ha llegado a mis oídos, ¿es tan fuerte como las lenguas del mercado sugerían esta mañana?
—Todavía más, rabí, es un Sansón, su fuerza es la de cuatro o cinco hombres.
—La alegría de veros, a la vez que la urgencia de saber todo lo ocurrido, me ha hecho olvidar las más elementales leyes de la cortesía, no os he ofrecido nada, dispensadme.
Dom Ismael hizo sonar la campanilla que descansaba sobre su mesa y en esta ocasión, pasado un tiempo prudencial, no acudió nadie a su llamada.
—Perdonadme un instante.
Se levantó el rabí de su mesa y, seguido por el vuelo de su ropón, salió de la estancia.
La cabeza de Simón bullía, no hallaba la manera de enfocar el tema de su amada sin despertar la sospecha de dom Ismael y en tanto el rabino regresaba se estrujó las meninges buscando la fórmula de indagar sin despertar recelos. Al cabo de un tiempo prudente compareció de nuevo el dom despotricando de los tiempos en los que les tocaba vivir y maldiciendo a los criados de su casa.
—Si en tiempos de mi señor padre éste tiene que acudir a las cocinas en busca de sus criados y los halla en el jardín de detrás departiendo de sus cosas no dudéis de que los muele a palos midiéndoles la espalda con una vara de fresno, pero ahora ya nada es como antes y a todo se atreven estos zangolotinos aprovechados.
—No debíais haberos molestado.
—De ninguna manera, os he tenido aquí huero de alimento, seca la garganta explicando vuestra alucinante historia y ni siquiera he atinado a cumplir con los más elementales deberes del buen anfitrión. La jornada es joven e intuyo que aún debemos conversar mucho rato, ahora nos servirán un ligero condumio y proseguiremos nuestra plática.
Simón, que había pergeñado una estratagema, se dispuso, mediante circunloquios, a llegar al tuétano de la cuestión que deseaba averiguar.
—Y decidme, rabí, creo que el gran rabino murió intentando proteger la aljama de las Tiendas. ¿Es eso cierto?
—En el camino, cuando acudía a socorrer a tanto hermano en la desolación, le cayó en el occipucio un tablón ardiendo y ése fue el principio de su fin.