La Saga de los Malditos (45 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Las ventajas del póquer

El hotel Adlon era un soberbio y cuadrado edificio barroco que había sido en 1822 el palacio Kamecke. Estaba ubicado al comienzo de Unter den Linden, detrás y a la izquierda de la puerta de Brandemburgo que separaba la famosa avenida de los Tilos de la prolongación de Charlottemburg. El ornato exterior del edificio era suntuoso. La solemne entrada, con sus no menos imponentes porteros y aparcacoches, estaba en medio de unos lujosos ventanales que ornaban toda la planta baja cubiertos por unos semiesféricos y lujosos toldos rojos en cuyo centro y en letras doradas figuraba una A, inicial del apellido de su propietario, Lorenz Adlon. Sobre dicha planta se alzaban cinco pisos. El primero estaba circunvalado por una balaustrada de piedra que daba la vuelta al edificio, su luz provenía de grandes ventanas, la cuarta planta ostentaba una balconada de hierro que la hacía más importante al tener terraza en todas sus habitaciones y cubría el edificio una mansarda cuyo tejado de pizarra a dos aguas ostentaba los mástiles en los que ondeaban, junto a la bandera de la esvástica, las de las naciones de algunos huéspedes alojados en el hotel, que eran importantes para el partido nazi.

Una de las obligaciones diarias que se había impuesto Sigfrid era visitarlo cada tarde, con los ojos y los oídos bien abiertos, e intentar formar parte del paisaje cotidiano de gentes de todas las nacionalidades, que se movían por sus salones que, por otra parte, constituían un seudocuartel general de los jerarcas del partido nazi. Desde los conserjes hasta los clientes fijos habían reparado en aquel joven impecablemente vestido que padecía una ligera cojera y que tanto por sus gustos de
gourmet
experto como por su legendaria magnanimidad a la hora de repartir propinas delataban en él a un
bon vivant
internacional de gran poder adquisitivo. Cuando alguien se interesó por el tipo de actividad económica que desarrollaba, aconsejado por su hermano y siguiendo las directrices impartidas por el partido, dio suficientes pistas para que asociaran su imagen a la del representante de un grupo sumamente discreto que trabajaba para el gobierno alemán, que para sus investigaciones necesitaba adquirir grandes cantidades de diamantes industriales destinados a la vez a la fabricación de armas que estaban en experimentación. De esta manera sus conocimientos de joyería le rendían pingües servicios, en cuanto a lugares donde se podían adquirir. A la que podía mantener, sin desdoro, cualquier conversación con cualquier experto versado en la materia en cuanto a calidades, precios, tipos de piedras e inclusive nombres de las principales minas de Suráfrica. Su ficticia misión en concreto era la de enlace y representación de sus patrones frente a los agregados comerciales de la embajada del gobierno surafricano, en aquel momento tapadera perfectamente creíble ya que éstos, llevados por su odio a Inglaterra luego de la guerra de los bóers, eran claramente partidarios del Tercer Reich.

Procuraba, cada día, ubicarse en el mismo lugar. El encargado debidamente aleccionado se ocupaba de ello, reservándole la misma mesa todos los días. Su territorio favorito era el ventanal central de los siete que daban a la Parisierplatz; la situación de cara al interior era perfecta, lo malo era que, una vez instalado en su observatorio, cuando los peatones que por allí transitaban dirigían sus miradas al lugar donde él se ubicaba, le hacía el efecto que era un pez de colores nadando en una inmensa pecera.

Allí, Sigfrid, con
Der Sturmer
ostentosamente abierto ante sus ojos, se dedicaba a observar disimuladamente cuanto de importante sucediera en el
hall
del hotel.

Súbitamente, alzando la vista sobre el periódico, vio venir a un capitán de la Wehrmacht que había compartido con él, y con diversa fortuna, el tapete verde de la mesa de póquer. Su mente hizo un esfuerzo por recordar su nombre y lo consiguió, Hans Brunnel se llamaba y, si no recordaba mal, era ayudante del
Obersturbannführer
{140}
Ernst Kappel de las SS, adjunto a la dirección general de la Gestapo y además se rumoreaba que tenía algún cargo secreto en la sección de criptografía y claves del ministerio de espionaje del ejército.

—¿Da usted su permiso? —dijo el militar inclinándose sobre el respaldo de la silla que estaba libre frente a él.

Sigfrid bajó el periódico como si descubriera en aquel instante su presencia y, tras doblarlo sobre sus rodillas, respondió correcto.

—¡Por favor!, me honra usted. ¿Qué tal, capitán, qué se cuenta?

—A lo mejor soy inoportuno. ¿Tal vez esperaba a una dama? —dijo el otro sentándose en el ángulo del pequeño sofá más cercano a Sigfrid.

—No es el caso, cuando tal sucede no lo hago donde pueda comprometer su reputación, la espero directamente en la
suite,
yo soy un caballero.

El militar sonrió, en tanto limpiaba con un impoluto pañuelo su monóculo; luego de pedir al camarero un jerez y preguntarle a él si deseaba tomar algo, comenzó a hablar de ambigüedades tales como deportes, mujeres, y juegos de azar hasta que, luego de transitar por vagos circunloquios, tocó un tema que Sigfrid intuyó era el auténtico motivo de su acercamiento aquella tarde.

—Me han dicho que es usted un verdadero experto en diamantes.

Sigfrid simuló que se ponía en guardia, en tanto que cruzando las piernas repasaba la raya de su planchado pantalón.

—¿Y quién ha dicho tal cosa?

—Uno tiene sus canales de información

—Digamos que mi trabajo me obliga a conocer la gemología para impedir que engañen al gobierno.

—Y que su trabajo consiste en importar ciertas piedras.

—Parte de él.

El militar pareció dudar un instante sobre la conveniencia de proseguir o detener allí su diálogo.

—Prosiga, capitán, soy todo oídos.

—No quisiera abusar de la confianza que me da el haberme sentado, con usted, varias veces en la mesa de juego.

—¡Por favor!, no se detenga. Precisamente en el juego es donde se distingue a los caballeros.

—Me frena el hecho de que mi petición le obligue a variar el concepto que se haya formado de mi persona.

—¡Adelante, amigo mío! Desde el momento que ha pensado en mí para cualquier cosa que le interese es porque me honra con su amistad.

—Verá, se trata de la petición de mano de mi prometida. Si fuera posible, y desde luego pagando lo necesario, me haría un inmenso favor si me pudiera proporcionar, a un precio razonable, un brillante de unos tres quilates y de una pureza garantizada, ya sabe que los joyeros principales eran judíos y ahora este negocio está en manos de desaprensivos.

Sigfrid hizo como que se sorprendía en tanto su cerebro iba codificando la información.

—Verá, capitán, mi especialidad no son las piedras preciosas, lo mío son los diamantes industriales y mis fuentes no están referidas precisamente a los brillantes.

—Pero, sin duda, sus contactos son muy superiores a los míos, no me negará que es más difícil para mí que para usted el encontrar una buena piedra.

—Yo trabajo el corindón, cuya variedad pura es el zafiro.

—Pero usted conocerá sin duda a alguien que trate el brillante.

—Bien, capitán, déme un plazo razonable y veré lo que puedo hacer al respecto.

—Tómese su tiempo, si puede hacer algo por mí estaré en deuda con usted.

—No le prometo nada; en una semana le diré algo.

—Herr Flageneimer, quedo a sus órdenes.

El militar acabó de un trago la consumición que había puesto el camarero ante él unos minutos antes y poniéndose en pie y dando un fuerte taconazo se dirigió a la barra a pagar, no sin antes preguntar a Sigfrid si le hacía el honor de permitir que lo invitara. Éste agradeció la gentileza, y cuando el capitán se alejaba recordó la frase de su padre cuando él y su hermano iban a pescar al río en los veranos de su ya lejana niñez: «Si queréis pescar hay que tener mucha paciencia y poner, en el anzuelo, un buen cebo.»

Las piezas del puzzle

La reunión se llevó a cabo en la trastienda de una cervecería que estaba en el número 46 de Goethestrasse, muy cerca de la iglesia de la Trinidad. Los conjurados eran cuatro, por una parte Manfred y Sigfrid y por la otra el jefe de su célula, Karl Knut, y el comisario político del partido, Tadeo Bukoski, polacoalemán que debidamente escondido había evitado su deportación a Polonia. Este último solamente pisaba la calle en ocasiones excepcionales ya que de hallarlo la Gestapo su suerte estaba echada y no sería otra que el campo de Flosembürg, donde se internaban los elementos antisociales considerados peligrosos para el partido nazi. De cualquier forma el individuo no caía especialmente bien a Manfred, era un comunista fanático, no simpatizaba con los judíos y carecía de iniciativa, todo había que consultarlo a Moscú. Era por ello que los hermanos no le comunicaban ciertas cosas que creían era mejor que no supiera.

Llegaron por separado y fueron pasando obedeciendo una señal del bodeguero, consuegro de Bukoski y admirador del partido que en tanto secaba los vasos iba haciendo un leve gesto con las cejas indicando que la reunión era al fondo del local.

Hacía dos semanas que Sigfrid, de acuerdo con las directrices de sus superiores y tras demorarlo lo suficiente para que el capitán Hans Brunnel creyera que el asunto no era fácil, le había entregado un brillante River de un peso de tres quilates y medio, sin ningún carbón o impureza en su interior que lo desmereciera y absolutamente blanco que le proporcionó su hermano, escogido de entre los que su padre le había entregado antes de su partida para que les sirvieran de seguro en caso de necesidad. Tras colgar sus zamarras y trencas en un perchero de cuatro brazos que sobresalía de la pared y en tanto se sentaban, Bukoski sin casi saludar fue al grano:

—He hablado con Moscú y el partido os agradece el gesto y desde luego se os reintegrará en su momento el importe de la piedra si, como insinuáis, cosa que dudo, la cosa ha valido la pena.

Sentados los cuatro en un velador, tras los saludos correspondientes y luego de cruzar una mirada de complicidad con el bodeguero a fin de que fuera él en persona el que se acercara a la mesa a traer las consumiciones, comenzaron a hablar del tema que había motivado la reunión. Karl Knut abrió el fuego:

—Te he hecho salir —se dirigía a Bukoski— porque creo que hemos dado con la posibilidad de asestar un golpe muy significado a estos cabrones que como sabes ha sido uno de los asuntos pendientes tras la Noche de los Cristales Rotos.

—Cuenta, soy todo oídos, pero creo que en esta ocasión en particular, nos han hecho el trabajo sucio ahorrándonos, en un futuro, el tener que hacerlo nosotros.

Manfred, que era consciente que había que navegar entre dos aguas, al ver que el puño diestro de su hermano se cerraba hasta blanqueársele los nudillos, le dio bajo la mesa un discreto golpe en la rodilla para evitar que, al defender a los judíos, se delatara ante alguien que sabía que tarde o temprano se convertiría en un enemigo. Las últimas conversaciones mantenidas con Helga le habían convencido de ello, pero en aquellos momentos el actuar por libre era una locura y le hacían falta los comunistas.

—Mejor que yo, el camarada te lo explicará —añadió Karl.

Todas las miradas convergieron en Sigfrid, que tras un ligero carraspeo comenzó:

—Mi misión, como sabéis es, además de emitir los mensajes que me encomendáis para que los radioaficionados del mundo, particularmente mi enlace escocés, sepan lo que aquí se está cociendo...

—Ahórrate los detalles —espetó Bukoski—. Entre camaradas no es necesario hacer méritos.

Sigfrid prosiguió, aguantando la repulsión que le ocasionaba aquel individuo, sin hacer ningún caso.

—Consiste en frecuentar lugares donde pueda hallar información y procesar cualquier noticia que pueda evitar la detención de algún compañero o una noche como la que vivieron nuestros hermanos hace unos meses.

—Ve al grano —terció Bukoski, otra vez, con acritud, ya que la coletilla final que Sigfrid había lanzado expresamente, pese a la indicación de su hermano para subrayar que no comulgaba con la postura del comisario político, no le había agradado.

—Resulta que me he ganado la voluntad del capitán Brunnel, que no sabe cómo agradecerme el auténtico regalo que le hemos hecho, ya que lo que le he cobrado es una minucia al lado del valor real de la piedra, y no se la he regalado para que no sospechara, pero se había movido anteriormente en el mercado
y
es consciente que ha pagado una cuarta parte de su precio; pero voy al grano —dijo mirando a Bukoski—. Como os dije es el ayudante del
Obersturbannführer
de las SS, Ernst Kappel, que fue quien, en el 32, desde su puesto de entonces, capitán de las SA, persiguió con saña a los comunistas tras la muerte de Horst Wassel
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y condujo las represalias en la algarada de la Alexanderplatz con Konigsstrasse, donde tuvimos tantas bajas. Hace dos días me abordó el capitán con el que he procurado perder frecuente y disimuladamente al póquer, que, repito, no sabe qué hacer para agradecerme el favor, y en el acto observé que estaba sumamente agobiado y que no sabía cómo comenzar. Jugaba con su gorra y se pasaba el dedo índice entre la tirilla de su guerrera y el cuello intentando separar el celuloide de su piel. Tras los saludos de rigor se arrancó y éste fue, aproximadamente, el diálogo:

»"Querido amigo —me dijo—, estoy ante un verdadero compromiso."

»"¿Qué es ello, capitán? —le dije—. Ya sabe que si está en mi mano ayudarle..."

»"Es que me doy cuenta de que es un abuso pero me veo forzado a ello."

«"¡Adelante! Aprecio contarme entre sus amigos y los amigos se ayudan en los momentos de apuro."

Sigfrid reproducía fielmente la entrevista imitando inclusive las inflexiones de voz del capitán Brunnel.

—Creo que allí vencí sus reservas y se confió, puedo decir, y creo no equivocarme si afirmo que está en mis manos.

Sigfrid prosiguió:

»"Lo que voy a decirle es una absoluta confidencia, confío en su discreción."

»"Descuide, capitán, soy hombre que sabe guardar un secreto."

»"Es el caso que mi superior tiene un amor oculto."

»"¡Eso es hermoso y el riesgo lo hace más apetecible! El único inconveniente de los amores extramatrimoniales es si la mujer es muy celosa."

—El capitán Brunnel se esponjó como hacen los amigos que comparten secretos de alcoba y los tapan, acercó su cabeza a la mía no sin antes lanzar una ojeada al rededor para asegurarse que únicamente mis oídos escuchaban su confidencia y en un tono de conspirador, prosiguió:

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