La Saga de los Malditos (39 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—Conozco mi obligación, os debo el respeto y la obediencia que anteriormente dediqué a mi padre. Iré con vos adondequiera que sea e intentaré ser una esposa ejemplar.

—Mucho agradezco vuestras palabras y quiero que lo que os he comunicado permanezca en el más absoluto secreto entre vos y yo, nada diréis a nadie de lo hablado y cuando decida nuestro destino final seréis muda inclusive para vuestra ama. Pretendo que lo que aquí hemos vivido no se repita nunca jamás, y aspiro a que nuestros hijos no tengan que pasar por un trance semejante, para lo cual la discreción y el sigilo deberán ser, desde ahora, los mejores compañeros de viaje.

—¿Decís que no debo comentar lo hablado ni siquiera con mi ama?

—Exactamente, sabéis cuán dadas son las de su condición a comentar con comadres y amigas cualquier novedad que ataña a sus monótonas vidas; no pretendo que la hablilla y el rumor, compañeras inseparables de la murmuración a la que tan dadas son las comadres, acompañen nuestro viaje. En cuanto a vuestra madre, tendrá noticias nuestras cuando esté instalada en Jerusalén, no olvidéis que vuestro padre fue un personaje rico e influyente y por tanto envidiado, no pretendo que sus posibles enemigos intenten saciar en nosotros la venganza que no pudieron cobrarse en vida.

—Entonces, si esto es todo, esposo mío, dejadme ir a la casa que fue de mi padre a fin de que mis ojos se saturen de su recuerdo, y a la vez recoger algo que me es muy querido y que quisiera que me acompañara en este destierro.

—Esther, este destierro, como vos lo llamáis, lo decretó precisamente vuestro padre, yo únicamente pretendo salvaguardar vuestra vida siendo cauto y prudente y cumplir con sus deseos. Desde luego que podéis ir donde os plazca.

Tras estas palabras, Rubén se levantó de su asiento dada por finiquitada la entrevista.

Partió Esther, acompañada de Sara, hacia Santa María la Blanca y cuando sus pasos enfilaron la cuesta que desembocaba en el arco que guardaba la entrada del caminal que conducía a la casa, y vio el escudo de piedra que lo ornaba, no pudo evitar que su corazón se desbocara dentro de la jaula de su pecho. Los recuerdos se agolparon en su mente y un río de vivencias la asaltó; sonó la campanilla y, apenas el eco del sonido del badajo al golpear el bronce se extinguió, abrió la cancela el viejo mayordomo, que andaba como alma en pena y que no aceptaba la muerte de su amo. Apenas el hombre entrevió a Esther y a Sara se arrojó a los brazos de la primera y su llanto se trocó en lamento incontenible.

En aquel triste lance a Esther le pareció más familiar y entrañable tutear al viejo sirviente.

—Cálmate, querido amigo, y sosiega tu espíritu. Todos estamos rotos, pero de todo esto hemos de sacar la fuerza necesaria para seguir viviendo, que es lo que mi padre quiso siempre que hiciéramos.

—Pero, ¡es que es muy duro y terriblemente injusto! ¿¡Por qué tanto dolor aflige siempre a nuestro pueblo!? ¿¡Cuándo dejarán de divertirse matando judíos!? ¿¡Qué es lo que hemos hecho aparte de pretender vivir en paz siguiendo las leyes de nuestros antepasados!?

—Yo tampoco tengo respuestas para tus preguntas, Gedeón, únicamente sé que los perjudicados siempre somos los mismos; pero deja de atormentarte. Cuando todo haya terminado y tal como te indicó mi madre el otro día, cierra la casa y entrega la llave al administrador de doña Aldonza de Mendoza, la Duquesa Vieja,
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hija del almirante de Castilla don Diego Hurtado de Mendoza y esposa de don Fadrique, duque de Arjona, que es ella quien ha comprado la casa, e intenta ser feliz en otro lado.

—Éste es mi mundo, ama, y ésta es mi casa; cuando todos hayáis partido ¿adónde debe ir a morirse un viejo como yo?, ¿en qué nueva tierra deberá descansar este saco de gastados huesos?

Esther se compadeció del anciano.

—¿Vendrías conmigo, Gedeón?

Los acuosos ojillos del viejo parecieron cobrar vida.

—¡Al fin del mundo, ama!

—Está bien, yo hablaré con mi esposo, viejo amigo, para que me autorice a llevarte conmigo y para que hable con los albaceas y designen a otro para entregar las llaves de la casa.

Lo que era un surco de lágrimas se convirtió en un río incontenible y el anciano ya no pudo articular ni una palabra. Esther respetó su silencio y al cabo de un lapso prudente de tiempo y cuando ya el hombre, con un raído pañuelo que extrajo del fondo del bolsillo de su armilla, se enjugaba el húmedo rostro, la muchacha indagó:

—¿Está mi madre en casa?

—No, ama, ha salido a la sinagoga, hoy han enterrado al viejo Asclepios, el que fue maestro de griego y de latín de la comunidad y ha acudido a sus exequias.

—Está bien, Gedeón. El aya y yo vamos a estar en la rosaleda, si vuelve en este tiempo dile dónde estoy. —Y cambiando el talante indagó—: ¿Tienes un saco de buena arpillera o de estopa?

—Claro, ama, voy a por él.

Regresó el hombre al poco portando en las manos dos sacos de diferente tamaño y calidad, el primero olía a cebada y el segundo ni siquiera había sido estrenado.

—Aquí tenéis, niña, perdón, ama, no me acostumbro a veros como una mujer casada.

—Gracias, Gedeón, éste valdrá. —Esther tomó de las manos del viejo criado el saco más pequeño que no estaba estrenado—. Recuerda, si vuelve mi madre dile que estamos en la rosaleda.

—Descuide, ama.

Partieron las dos mujeres hacia el fondo del huerto y al llegar al límite del emparrado era tal el cúmulo de recuerdos que asaltaban la cabeza de Esther que la muchacha tuvo que detenerse para dar tiempo a que su respiración se acompasara. Luego circunvalaron la pequeña sinagoga familiar y en un instante pasaron por su mente desde los días felices en que allí se ocultaba para esperar a Simón hasta el infausto día de su boda que siempre iría asociado al ataque que acabó con la vida de su amado padre. Súbitamente un palpitar de alas y plumas acompañados por un alegre zureo la volvieron a la realidad: sus palomas, sus adoradas avecillas, la reconocían y la saludaban alborozadas, intuyendo que una ración de mijo u otro goloso y extemporáneo grano iba a caer en sus comederos.

—Date cuenta, Sara, cuán agradecidas son las palomas y cómo me reconocen teniendo en cuenta que en los últimos tiempos no lo he tenido para hacerles caso.

—Tenéis razón, niña, lástima grande que las personas no sean como ellas.

—Dadme, ama.

La dueña entregó a Esther una pequeña bolsa que contenía una mezcla de granos que enloquecían a las aves y la muchacha se introdujo en el palomar. Apenas lo hizo cuando una cantidad de ellas se encaramaron a los hombros posándose en sus brazos impidiéndole casi mover las manos para extraer del saco el precioso alimento.

—¡Quietas, ansiosas, si no me dejáis mover no podré daros mi regalo! ¡No os peleéis, hay para todas! ¡Quieta,
Colorada,
no me agobies,
Pico rojo!
¡Así está mejor,
Flor de Gnido!

Andaba la muchacha en estos trajines cuando divisó, en lo alto de la cucaña que remataba el palomar, a un palomo que la miraba arrogante, no queriendo compartir sus caricias con las demás y luciendo orgulloso en su pata derecha una cucarda
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bicolor; la muchacha lo reconoció al punto y le habló con un cariño especial.

—¡Estás ahí, querido amigo, y sientes como yo siento la orfandad de tu amo! ¡Tú has perdido a un padre y yo la más bella ilusión de mi vida!
¡Volandero,
mi raudo y fiel amigo! Eres el único recuerdo que conservo de mi amor y quiero que vengas conmigo a donde nos lleve el destino. Es por ti por quien he venido, adonde yo vaya irás tú y puedes estar cierto de que jamás nos separaremos. ¡Baja, vanidoso! No tengas celos, tú eres el rey de mi palomar.

El palomo pareció entender las palabras de la muchacha y con un medido vuelo corto y certero se colocó en la tendida mano de Esther, que lo acunó con cariño. La avecilla emitió un ronco zureo y pareció mirar a las demás aves con suficiencia como diciendo: ¿habéis oído lo que dice el ama?

—Sara, hacedme la merced de abrir la embocadura del saco.

El aya, a la vez que obedecía el mandado, indagó:

—¿Qué es lo que pretendéis, muchacha?

—Ya lo estáis viendo,
Volandero
irá con nosotros.

Esther, con un hábil movimiento, introdujo al palomo dentro de la bolsa, ajustando luego el cordoncillo de la embocadura.

—Hacéis mal, niña, esta avecilla os recordará siempre a alguien que no debió jamás entrar en vuestra vida, y de esta circunstancia me siento algo culpable.

—Entonces, ama, sois «culpable» de los únicos momentos de felicidad que he conocido, y que ni debo ni quiero olvidar. Y si he de vivir lo haré recordando todos y cada uno de los instantes que viví al lado de Simón, ¿lo habéis entendido?

—Yo no quiero saber nada de este palomo, no seré de nuevo indigna de la confianza que en mí ha depositado vuestro esposo como, a causa del afecto que os profeso, fui indigna de la que en mí puso vuestro padre, circunstancia que, eternamente, roerá mi conciencia. ¡No, mi niña, no!, ahora sois una mujer casada y no podéis faltar a vuestro esposo ni con el pensamiento.

—Ama, mi vida, sin el recuerdo de Simón, no tiene sentido. Seré una buena esposa para Rubén pero no creo hacer daño a nadie si mi pensamiento recorre pasajes más felices y escenarios pasados mucho más gratos.

—Sea como decís, pero no contéis conmigo para nada que ataña a la honra de vuestro esposo, eso es lo que vuestro padre hubiera querido que os dijera y ésta será a partir de ahora mi línea de conducta.

En eso estaban las dos mujeres cuando por el emparrado que conducía a la rosaleda avanzaba Ruth con las manos tendidas hacia su hija. Llegó a su lado y, tras cambiar con el ama un cariñoso saludo, besó a su hijastra en ambas mejillas.

—¿Por qué no me habéis comunicado que ibais a venir? Os hubiera esperado sin salir de casa.

—Madre, todo ha sido improvisado y además me ha dicho Gedeón que habéis debido asistir a las exequias de Asclepios.

—Vuestro padre lo apreciaba, le gustaba su estoicismo y su peripatética forma de enseñar y sé que él lo hubiera acompañado hasta el inicio de su último viaje. Pero ¡os veo tan poco y queda tan poco tiempo que si llego a saber que me ibais a visitar, sin duda no hubiera salido! Pero ¿qué hacéis aquí?, ¿por qué no me habéis esperado en la biblioteca tomando una infusión?

Esther, mirando al ama con el rabillo del ojo, respondió:

—Quería despedirme de mis queridas aves, ¿no es verdad, ama?

La pobre Sara escuchó su propia voz diciendo:

—Eso me dijo ayer.

Leyes nefandas

Los meses pasaron raudos y sin casi darse cuenta llegó diciembre.

«Nefandas» no era la palabra exacta que cuadrara, ni el calificativo que merecían, el conjunto de leyes, disposiciones transitorias y reglamentos que los nazis habían ido promulgando a lo largo de 1938. Sigfrid, mientras preparaba su desayuno, calentando en un pequeño fogón un cazo de leche, leía las columnas que Julius Streicher publicaba en
Der Sturmer
en forma de editorial.

Aquello era infame, ignominioso además de vil y, lo que era peor, ¡perverso! Había tanta maldad encubierta en aquellas palabras que sus consecuencias podían ser el fin de su pueblo.

Un oficial medio borracho de la Kripo
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le había confesado que cuando nombraron a aquella bestia gobernador de Franconia había hecho cortar las hierbas del jardín de su casa de campo con los dientes a un grupo de presos políticos
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. ¿Qué se podía esperar de un ser así? Aquello era la crueldad de un maníaco, pero los que conformaban y proponían las leyes, para que el Reichstag
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las sancionara y promulgara, eran juristas competentes, y las que habían decretado a lo largo de aquel año, en cualquier país civilizado, hubieran hecho enrojecer hasta al último de sus jueces. El último abril, sobre el 26, ordenaron que todos los judíos debían registrar sus bienes y propiedades. Menos mal que cuando sus padres se fueron a Viena todavía se podían hacer transacciones, aunque veladas. En julio salió una ley que ordenaba que los mayores de quince años debían obtener una carta de identidad en la policía para que todos estuvieran controlados y también que los médicos no podían ejercer su profesión. En agosto, otra que ordenaba que todas las mujeres judías debían agregar el nombre de Sara a sus documentos y los hombres el de Israel. Posteriormente, en octubre, se promulgó una disposición que obligaba a marcar con una J roja los pasaportes, ello constituía una marginación total y la declaración velada de que todos los judíos eran alemanes de segunda clase. Y finalmente habían expatriado a diecisiete mil judíos polacos expulsándolos de Alemania donde residían desde hacía más de dos generaciones. Nadie hablaba de ello, pero un oficial de la gendarmería le había asegurado que, como el gobierno de su país no los readmitía, vagaban en tierra de nadie como almas en pena.

Hanna había vuelto en octubre, y en marzo del siguiente año Alemania invadió Austria. Por las cartas recibidas conocieron las aventuras vividas por sus padres para lograr huir a Budapest; por lo visto la documentación facilitada por el Gremio del Diamante a nombre de Hans Broster había funcionado perfectamente. Las cosas habían cambiado a peor. Sigfrid, a quien sus nuevos conocidos únicamente conocían por su nombre de pila, también había adoptado nuevos apellidos y, por tanto, una nueva identidad, gracias a la documentación que él mismo se había fabricado con la eficaz ayuda de su hermano, que le proporcionó los materiales y útiles necesarios para ello: tipos de papel, tintas, buriles, troqueles, punzones, cinceles, etcétera. Esta singular destreza la había adquirido y adiestrado durante su larga convalecencia a raíz del accidente en el gimnasio. Había comenzado como un entretenimiento, para salvar el tedio de las horas muertas y para distraer la mente, y con el tiempo había cultivado una actividad que le condujo a ser totalmente capaz de copiar letras capitales de códices antiguos, sellos de correo y otras miniaturas, para terminar reproduciendo el complicado filete de una acción societaria, que le dio su padre de muestra, a fin de probar su habilidad.

El nombre decidió no cambiárselo ya que mucha gente lo conocía únicamente como Sigfrid y le convenía no tener que dar explicaciones a cualquier curioso.

Tras la confesión de la noche del torreón, lo que fue en un principio una adhesión sentimental a la tarea que su hermano menor se había impuesto, se convirtió, con el tiempo y a la vista de las injusticias que se estaban cometiendo con las gentes del pueblo de su padre, en la empresa fundamental de su vida y en su principal tarea. Su natural simpatía, la generosidad que mostraba con los funcionarios del nuevo régimen, agentes de la autoridad y oficiales del ejército que frecuentaban cervecerías y tertulias, y que él se preocupaba de seleccionar a fin de que fueran elementos interesantes y susceptibles de dar información, su aguante a la hora de beber, y su deliberada afición a perder invariablemente en las timbas de póquer que de vez en cuando se organizaban en diferentes lugares, hicieron de él un personaje apreciado y popular entre gentes poco escrupulosas que solamente estaban interesadas en la capacidad económica de los jugadores que, tras la visita de rigor al Kabaret, se instalaban ante el tapete verde hasta altas horas de la madrugada. Lo que para él comenzó siendo un juego resultó para el Partido una inestimable fuente de información que en más de una ocasión salvó a gentes de registros domiciliarios y de arrestos improcedentes. El caso era que Sigfrid cada vez andaba más metido en aquel apasionante y peligroso juego.

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