La Saga de los Malditos (18 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Amado mío:

Todo cuanto temía ha sucedido, mi padre no ceja en su empeño de casarme, en contra de mi voluntad, con Rubén Ben Amía. Si no lo remediáis, la tercera semana del próximo mes me entregará a él y entonces mi suerte estará echada y seré, sin duda, la mujer más desgraciada del universo.

Estoy dispuesta a escapar con vos y a hacer lo que me digáis. No viviré hasta que reciba vuestra contestación. Enviadme la respuesta a través de la paloma que os envié tal como yo hago.

Vuestra siempre o muerta.

Esther

Simón, tras releer la carta varias veces, se echó en su catre y puso su mente a trabajar a toda presión. Al cabo de dos horas, un plan fue fraguando en su cabeza y casi sin darse cuenta se encontró sentado frente a su modesta mesa con una caña en la mano y un billete en blanco presto para escribir su mensaje.

1938, Manfred

Manfred y Eric se habían citado en el café del Planetarium situado en la prolongación de Joachimstaler dentro del zoo berlinés. El día era templado, y bajo la inmensa cristalera donde se ubicaban las mesas de mármol apenas se veía personal: una pareja de enamorados, un anciano que con la pipa apagada entre sus labios y unos viejos lentes sin montura a caballo de su nariz, leía
Der Sturmer
y un grupo de cuatro camareros que, ante la falta de trabajo, entretenían su ocio charlando animadamente acodados en el mostrador. Una brisa fresca movía las hojas de los árboles que envolvían la inmensa pajarera y en lontananza se podía oír la cacofonía que formaban los diversos ruidos propios de cada una de las especies de animales que poblaban el afamado zoo berlinés.

Manfred llevaba la gorra calada hasta las orejas, pues era consciente de que en cualquier momento podía ser detenido. La represión de ciertos grupos de personas que por diferentes motivos eran incómodas al régimen nazi era evidente y las células comunistas lo eran y mucho, ya que su ideología chocaba frontalmente con la del partido en el poder y además eran sumamente activas. Las cosas habían cambiado notablemente desde los días gloriosos de la Olimpiada porque Hitler, al sentirse fuerte, se había quitado la careta y ya no le importaba lo que opinaran los gerifaltes de las demás naciones; si no se cumplían los pactos del Tratado de Versalles lo único que podían hacer los gobiernos en litigio era recurrir a la vía diplomática, de modo y manera que el trasiego del ir y venir de embajadores a la capital era continuo, pero en el fondo lo que había era miedo, mucho miedo y un tremendo respeto hacia las decisiones que pudiera adoptar el canciller, pues era de sobra conocido el potencial de su ejército y tal vez las ansias que tenía de invadir la zona de los Sudetes a la que consideraba, al igual que Alsacia y Lorena, y particularmente el pasillo de Dantzig, propiedad arrebatada a Alemania al finalizar la guerra de 1914–1918, por el inicuo Tratado de Versalles. Las potencias vecinas, celosas del orden, la estabilidad y el floreciente resurgir de la gran Alemania, dudaban y no se decidían a intervenir frontalmente amén de que en ambas contaba con simpatizantes. El mismísimo duque de Windsor, que había renunciado al trono inglés —al que había accedido con el nombre de Eduardo VIII— para casarse con
mis
Wallis Simpson, una divorciada norteamericana, había mostrado públicamente sus simpatías por el Führer y su opinión había arrastrado a muchas personas de buena fe, de allende el canal de la Mancha, que consideraban que dentro de Europa, el aliado natural de Inglaterra era Alemania. El escaparate de las autopistas, que recorrían en todos los sentidos el suelo alemán, y las chimeneas humeantes de las acererías del Ruhr trabajando día y noche, era la mejor de las publicidades para los intereses del canciller. Benito Mussolini había visitado Múnich el mes de septiembre anterior y los primeros ministros de Inglaterra y de Francia, Walter Chamberlain y Eduard Daladier, no tenían más remedio que mirar hacia otro lado ante acontecimientos evidentes que de haberlo querido eran motivo más que suficiente para haber desencadenado las hostilidades.

En el interior habían pasado muchas cosas que en cualquier país auténticamente democrático serían impensables, las persecuciones de judíos, cíngaros, disminuidos físicos, gitanos, testigos de Jehová, etcétera, ya no eran cosas que se hicieran a escondidas e intentando justificarlas, sino que la policía política, la temible Gestapo, actuaba a toda presión y los periódicos presumían de ello. La humillante fotografía de una pareja constituida por un muchacho judío y una chica alemana con un cartel colgado en su cuello en el que se podía leer «SOY UNA CERDA QUE ME APAREO CON CERDOS» había saltado a los rotativos de todos los periódicos. Lo que se intuía pero no se sabía con certeza, aunque muchas versiones corrían sobre el tema, era lo que ocurría cuando una familia entera desaparecía del barrio y nadie se atrevía a preguntar qué era lo que le había ocurrido ni adónde la habían trasladado.

Los deficientes mentales, los disminuidos psíquicos y todos aquellos que padecieran una anomalía física importante eran encerrados en casas de salud donde se les irradiaba hasta conseguir su esterilidad o bien, al cabo de un tiempo, se comunicaba a sus familiares en una historiada carta del Ministerio de Sanidad que «su pariente había adquirido una enfermedad contagiosa de la que había fallecido repentinamente y había tenido que ser incinerado a causa del evidente peligro de contagio». Las leyes para mantener la pureza de la raza aria se sucedían una tras otra.

Manfred se sentó en uno de los veladores del fondo y calándose la gorra hasta las orejas, extrajo del bolsillo exterior de su gabán un periódico deportivo y simuló ponerse a leer en tanto que, con el rabillo del ojo, vigilaba la entrada del establecimiento.

Las cosas habían cambiado, y mucho, desde el día en que sus padres habían abandonado Berlín; él ya no vivía en la mansión familiar, los motivos para cambiar de domicilio fueron varios, en primer lugar la certeza de que antes o después lo vendrían a buscar allí y que su presencia comprometía a sus tíos pues, si bien nada sabían de sus actividades y nada habían objetado, fue consciente del suspiro de alivio que representó para ellos su decisión. En segundo lugar, su compromiso cada vez mayor con el partido le obligaba a extemporáneas ausencias que eran menos comprometidas contra menos explicaciones tuviera que dar de ellas. Luego estaba el hecho de que en los últimos tiempos se había vuelto inevitable el verse con personas que no cuadraban ni en su casa ni tan siquiera en el entorno del barrio donde se ubicaba la residencia de los Pardenvolk y que, le constaba, desagradaban sobremanera a Anelisse aunque desde luego jamás insinuó nada al respecto. Karl Knut, su amigo y jefe de la célula a la que pertenecía, técnico en voladuras y experto en detonadores que trabajaba en una fábrica estatal, le dio la solución. Una tarde a las siete y en la sede de su grupo, que se ubicaba en un pequeño almacén de chatarra de un taller mecánico en las confluencias de Libenstrasse con Zermatplatz y que era una espléndida tapadera, quedaron citados con la persona que, por indicación de los mandos del partido, le iba a alojar en su casa. Llegó a la cita con antelación y la sonrisa de su jefe le indicó que algo se traía entre manos. Helga, la hija de Tomás, el contable jubilado del taller de joyería de su padre, aquella pequeñaja flaca con quien había jugado alguna que otra tarde de su niñez, pertenecía al partido, sin que jamás Manfred lo hubiera sospechado, y vivía en uno de los bloques de viviendas que el Partido Nacionalsocialista había construido para trabajadores, en Windit, uno de los barrios extremos del nuevo Berlín, y que eran verdaderos hormigueros humanos donde las personas que en ellos habitaban lo hacían en el más absoluto anonimato. Tal era el número de gentes que habitaban en aquellos bloques, exactamente iguales, de monótono hormigón gris.

La muchacha había entrado ya de jovencita a trabajar en el taller por ser hija de quien era, y jamás habrían sospechado que aquella chica discreta y silenciosa a la que habían mirado con la displicencia con la que un chico de ocho años mira a una niña de seis, tuviera alguna inclinación política ni fuera capaz de pertenecer a un grupo perseguido, en aquellos días, con verdadera saña. Manfred recordaba aquel día como si hubiera sido la tarde anterior; la expresión del rostro de la muchacha le indicó que la sorpresa para ella no era tal. Karl hizo las presentaciones.

—Manfred, te presento a la camarada Rosa. —Todos tenían nombres en clave para la seguridad de la célula, él era el camarada Gunter Sikorski—. Ella va a ser la que, a partir de ahora, se ocupe de alojarte y de cubrir tus necesidades vitales. Se os van a dar documentos que justifiquen que desde ahora sois marido y mujer, ante preguntas indiscretas de vecinos y gentes ajenas al grupo.

Recordaba la sorpresa inmensa que le causó el descubrimiento.

—Pero Helga, ¿cómo, tras tantos años, no habías insinuado nada?

El que habló de nuevo fue Karl.

—Yo te lo diré, porque es una buena comunista y conoce perfectamente sus obligaciones hacia el partido a fin de salvaguardar la seguridad de sus camaradas.

La muchacha observaba su asombro entre tímida y sonriente.

—Te advierto que yo me he enterado hace unas horas de mi nueva situación y debo decirte que lo último que me hubiera pasado por la cabeza era que el hijo del patrón de mi padre de toda la vida fuera un comunista. Reconocerás que entre los de vuestra clase social no es donde comúnmente busca el partido nuevos adeptos, además creo que en los tiempos que corren y con lo que está cayendo... tampoco hay que ir por ahí pregonando que perteneces al partido.

—Tienes razón Helga, pero se hace muy raro haberte visto desde que eras una cría venir con tu madre a recoger a tu padre los sábados y que ahora me digan que eres la camarada Rosa y que, en estos tiempos tan difíciles, me vas a alojar en tu casa.

—Y tu hermano, ¿qué es de tu hermano?

Manfred sintió sobre él la mirada de Karl y salió por la tangente.

—Bien, ya sabes, como siempre, desde que se accidentó y le pasó lo de la pierna es otra persona.

Helga no podía imaginar siquiera lo que había cambiado Sigfrid.

Eric lo vio sentado en uno de los veladores del fondo del café del zoo, la silueta de Manfred leyendo el periódico le avisó que, por el momento, el campo estaba libre, habían quedado la noche anterior por teléfono en la hora y en el lugar precisos. Ambas cosas iban variando siempre y procuraban no trivializar sus costumbres ni bajar la guardia, llamando desde teléfonos públicos y acordando ciertas claves que avisaban al que llegaba si algo había variado o se cernía un peligro momentáneo. En aquellos días Berlín hervía de delatores a los que la policía estimulaba con premios en metálico por cada denuncia viable que llevaran a cabo.

Eric se acercó a la mesa e hizo un breve saludo convencional como la persona que ve a otra casi todos los días. Manfred se llevó un dedo a la visera de la gorra y correspondió al saludo haciendo otro tanto. Uno de los camareros acudió a la mesa para atender al nuevo cliente. Ambos aguardaron que el hombre acudiera con el pedido antes de comenzar a hablar con el fin de no tener que interrumpir su charla ante la presencia de un extraño y dando la sensación de que tenían poco que decirse.

El que comenzó fue Eric.

—Hola, Manfred.

—¿Qué tal?

—Ayer tuve la sensación de que tenías algo importante que decirme.

—Siempre que te aviso es por algo importante, soy consciente de que corres peligro y únicamente cuando es inevitable procuro verte, pero esta vez existen dos motivos.

—Habla.

—Primero la obligación y luego la devoción. Si quieres hacer un acto de servicio a tu patria es necesario que quedes con mi hermano cualquier día de éstos, cuanto antes mejor, es preciso aumentar la potencia del equipo que instalaste en el torreón de casa, de forma que pueda transmitir a larga distancia a radioaficionados de Francia y de Inglaterra. Ahora aún es tiempo, luego será tarde.

—¿Sabes que lo que me pides está absolutamente prohibido?

—Si fuera algo oficial llamaría a cualquier técnico en radiotransmisiones, no es eso Eric, todo ha de quedar como está ahora y hay que hacerlo por fuera de los canales oficiales. Desde luego, nadie ha de saber nada ni tú tienes que ser quien haya ampliado la potencia de la señal.

—¿Es importante?

—No puedes ni imaginarte lo importante que puede llegar a ser, a lo peor algún día es vital.

—Me hará falta un material imposible de obtener.

—No te preocupes, haz una lista y en cuanto lo haya podido reunir te avisaré.

Lo que no le dijo Manfred era que el partido, a través de un miembro de la delegación comercial, Alexei Koubulov, había suministrado a los comunistas alemanes dos potentes transmisores, una clave cifrada y dinero por valor de 13.500 marcos
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.

—¿Lo sabe Sigfrid?

—No lo sabe pero lo sabrá, él no quiere saber nada de política, ya sabes cómo es, pero no se opondrá, si yo se lo pido, a que puedas hacer tu trabajo.

Eric seguía preguntando.

—¿Y el portero? Ya todos sabemos qué pie calza, cada vez que voy a ver a tu hermano anota mi matrícula y la hora o yo qué se. Ahora ya no se oculta, lo hace con total descaro.

—Podríais encontraros fuera de casa pero conviene que todo siga como hasta ahora. Además, no cometes ninguna ilegalidad yendo a verle, por ahora las leyes aún respetan a los judíos con un cincuenta por ciento de sangre alemana, siempre que no vivan como judíos y no practiquen la religión mosaica ni sus costumbres
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, aunque esto sin duda cambiará pronto. No te preocupes, será una visita más, y cuando vayas a realizar tu trabajo, que es lo importante, no estará en la garita de la entrada porque será por la noche; me consta que cuando mis padres se fueron acudió a la policía, pero a los de mi clase entonces solamente les estaban ahogando los negocios ya que lo que pretendían era quedarse con su bienes. Si un judío cedía todo su patrimonio al partido, en teoría lo dejaban marchar, luego vendría el saber qué país lo acogía, todos hablaban pero ninguno se mojaba el culo y daba el paso. Si mi padre cuando se marchó hubiera regalado la fábrica de joyería, las tiendas, la casa y todos sus bienes al partido, entonces, que las cosas no estaban como ahora, le hubieran puesto un puente de plata. Pero como creía que este viento pasaría y se sentía tan alemán como el que más, no le dio la gana de ceder el fruto de su esfuerzo a esa panda, es por eso que tuvo que irse como lo hizo. Pero las cosas se pondrán peor, la persecución verdadera aún no ha comenzado de verdad, por lo menos para nosotros. Hitler teme al
lobby
judío norteamericano. Yo estoy fichado por comunista, no por judío, pero todo llegará.

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