Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Ahora el que estaba encorajinado era Eric.
—Lo siento Hanna pero es que me cabrea la negatividad de tu hermano, por cuatro incidentes de cuatro detenciones que cualquier país que se precie llevaría a cabo ante una ocasión tan importante, resulta que meter en la cárcel a unos indeseables es delito de leso exterminio étnico.
Sigfrid tenía el día irónico.
—Pero ¿a que entre estos cuatro delincuentes no hay ninguno rubio y con ojos azules como tú?
—¡Eres un imbécil, Sigfrid, y ya me voy hartando que con la excusa de tu cojera tengamos que aguantar todos los días tus impertinencias!
—¿¡Me dirás que no pasa nada!? ¡No te lo crees ni tú! ¡Pasen, señores, pasen, vengan y conozcan Nazilandia, el paraíso de los gitanos y de los judíos!
—¿Quieres bajar la voz?
—¿Por qué? ¡No pasa nada Eric, a tus amigos no les importa lo que sea cada quien!
—¡Mira si les importa que esta tarde vas a ver a Helen Mayer!, una tiradora de esgrima judía compitiendo por la medalla de oro y, ¿sabes por qué?
—Porque es la imagen externa que quieren dar, ¡idiota! Su bandera de libertad ante todos los que han venido a la Olimpiada, para que, al llegar a sus países, digan: «Si no pasa nada, fíjate que la campeona de Alemania de florete y finalista olímpica es judía.» ¿No han autorizado durante estos días la música de jazz?, pues lo mismo
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.
—Estás muy equivocado Sigfrid, lo que ocurre es que la Mayer es una buena alemana y al régimen no le importa si es judía o si es musulmana, lo que le importa es que es una buena deportista y ama a su país.
Sigfrid estaba encendido.
—¡Lo que pasa es que es una judía educada en Norteamérica y para impedirle participar hacen falta mucho bemoles! ¿¡Qué ha ocurrido con Frantz Orgler, Werner Schattmann, Max Seligam, o Gretel Bergamann!?
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—Que ¿qué ha ocurrido? Pues que no hicieron las mínimas en la previas.
—¡Ya, ya te entiendo! Pero ¿es posible que seas tan ciego que no te des cuenta de que hasta han retirado de las calles, durante estos días, los carteles antisemitas y que
Der Sturmer
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, el libelo de ese indeseable de Julius Streicher, no está en los quioscos?
—¿Queréis dejarlo, chicos? ¿Por qué no discutís la semana que viene que yo estaré haciendo turismo en Viena?
—No me lo digas que me pongo de mal humor. —A Eric se le hacía muy cuesta arriba el que su novia se fuera de viaje.
—Tonto, sólo serán quince días. —Hanna lo despeinó juguetona, halagada porque, al muchacho, su ausencia le pareciera una eternidad.
Sigfrid intervino:
—Si no queréis llegar tarde hemos de empezar a movernos.
Llamaron al camarero y tras pagar las consumiciones partieron hacia el palacete donde se desarrollaban las competiciones de esgrima. La Mayer ganó la plata detrás de la húngara Ilona Schacherer que fue oro y por delante de la austriaca Preis que fue bronce. Cuando sonó el himno alemán la deportista no pudo contener las lágrimas.
—¿Te das cuenta Sigfrid cómo se puede ser judío y buen alemán?
Hanna intervino:
—No, otra vez no, no empecemos otra vez, Eric, ¡por favor!
Luego, haciendo dos transbordos, fueron por Rominter hasta Hanns Braun llegando finalmente al estadio olímpico y accediendo a unas magníficas localidades regalo del padre de Eric.
El ambiente era indescriptible, tras varias especialidades llegó la prueba reina de la olimpiada, los cien metros lisos. Los atletas se colocaron en sus puestos aguardando las voces correspondientes, por el pasillo tres corría el alemán y por el ocho el norteamericano. A la orden conveniente colocaron un pie en el cajón y agachándose apoyaron únicamente el pulgar y el índice de ambas manos en el límite de la marca. El silencio se podía cortar, de nuevo otra orden y los ocho se alzaron sobre el apoyo, sonó el disparo y partieron como una exhalación multicolor, acompañados por el rugido de un mar de gargantas, al principio el alemán y el inglés cobraron una ligerísima ventaja pero cuando iban por la mitad de la carrera, apareció una sombra negra que, como el viento, los sobrepasó sin que nadie pudiera seguirlo. ¡Owens había ganado! La gente no daba crédito a lo que estaba viendo, entonces sucedió algo impensable, el atleta alemán Lutz Long se dirigió hacia el atleta de color y tomándolo de la cintura, dio la vuelta al estadio
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. Luego, en el podio, se repartieron las medallas y las coronas de laurel. Finalmente, Owens se dirigió al palco de presidencia para estrechar la mano del Führer.
No solamente el estadio sino Berlín entero pudo verlo a través de la televisión
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: Hitler, antes que el negro consiguiera subir la estrecha escalera y llegar hasta él, ante la mirada atónita de las delegaciones extranjeras y acompañado de sus ilustres invitados, dio la espalda al atleta y abandonó el palco.
Sigfrid, sonriente, se volvió hacia su amigo.
—Debe de haberse constipado, Eric, o tal vez tenga que hacer la cena para sus invitados.
Manfred se había citado con su hermano en el estudio que los dos compartían en el torreón de su casa. Era éste su rincón preferido ya que, desde pequeños, habían instalado en aquella buhardilla su cuartel general. Se ubicaba ésta justamente bajo el tejado de la torre, y se refugiaban en ella de una forma instintiva cuando habían hecho alguna travesura o debían compartir algún secreto. Lo que había sido una leonera con trenes eléctricos
puching-balls
de boxeo y otros maravillosos juguetes, se convirtió, en su adolescencia, en un cuarto de estudios con dos escritorios de persiana colocados contra las paredes y después, pasando el tiempo, terminó siendo su sanctasanctórum, con cómodos sofás, una gran librería adosada, carteles de propaganda, lotos de chicas y de ídolos deportivos y un equipo de radio emisor y de música carísimo que, con la antena que su amigo Eric, que era muy apañado para estos menesteres, había colocado en el exterior y alrededor de la casa, metida entre la hiedra, podían escuchar por la noche cuantas emisoras extranjeras les viniera en gana, y así mismo ponerse en contacto con otros radioaficionados de todo el mundo. El tejado bajaba a cuatro aguas y una claraboya, que se ubicaba en el centro de una de ellas y que se podía abrir mediante un largo tornillo dotado en su extremo de una manivela que llegaba hasta abajo, y dos ventanas apaisadas dotaban a la pieza de una claridad absoluta, durante el día, y de la hermosa visión de un trozo de firmamento durante las noches estrelladas, cosa que, mediante un potente y carísimo telescopio de la casa Zeiss, llevaba a cabo Sigfrid, que desde muy pequeño estaba fascinado por las cosas referentes a los astros.
Manfred se había instalado en uno de los dos sofás y esperaba a su hermano escuchando música de la Dietrich cuyas películas —
El ángel azul, El expreso de Shangai, La Venus rubia
— había visto repetidas veces y cuya ronca voz, cantando
Lili Marlen
le entusiasmaba. La inconfundible cadencia de los pasos de Sigfrid le anunciaron que su hermano estaba coronando la escalera. Manfred se levantó y fue hacia la gramola a retirar el brazo articulado de la aguja que, al haber finalizado la canción, se deslizaba, perezosa y concéntrica, sobre el disco de baquelita en cuya carátula agujereada se podía ver un perro escuchando atentamente la trompa de un antiguo gramófono; bajo él, el nombre de la canción y el de la intérprete y, en letras más grandes, la marca de la editora: La voz de su amo. Lo despegó del rodante fieltro verde y lo guardó, amorosamente, en la correspondiente funda de cartón. La puerta se abrió y apareció su hermano con el rostro perlado de sudor y su peculiar y algo cínica sonrisa colgada de la comisura de sus labios.
—Hermano, qué poco respeto tienes a mi pierna, para mí esto ahora es el Montblanc.
Manfred ignoró la chanza y con un gesto que hizo que Sigfrid cambiara la expresión de su rostro dijo:
—Pasa, cierra la puerta y ponte cómodo.
—¿Por qué tanto misterio? Estamos solos, los padres y Hanna han ido a cenar a casa de los tíos para despedirse.
Ante la expresión de su hermano, Sigfrid cerró la puerta y se instaló en el otro sofá.
—Soy todo tuyo, Manfred.
—Voy a empezar desde el principio.
En dos largas horas, Manfred desgranó en los oídos de su hermano todas sus angustias, sus secretos, todos sus miedos y todas sus ansias. Le confesó su afiliación al Partido Comunista Alemán, sus luchas callejeras, la desaparición de algunos de sus mejores amigos y, finalmente, la misión que su padre le había encomendado. Al finalizar, una rara laxitud se apoderó de su espíritu y se quedó ante su hermano yermo, despoblado y vacío, cual si estuviera desnudo.
Sigfrid al principio no respondió; cuando lo hizo comenzó lento en un tono de voz muy bajo y sopesando cada una de las palabras que salían de su boca.
—Eres mi hermano pequeño, Manfred, y esta noche me he dado cuenta de que has crecido, has abierto, ante mí, tu particular caja de Pandora
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, agradezco a nuestro padre su tacto para conmigo y su prudencia, pero lo que más me ha asombrado ha sido tu valiente actitud ante los momentos que está viviendo Alemania y tu compromiso activo para con ella, cosa que jamás imaginé, puesto que los años y las circunstancias nos habían separado. En tanto que yo me avergüenzo de haber estado este tiempo compadeciéndome de mí mismo, dedicado a entretener mi ocio copiando miniaturas a plumilla, renegando de todo pero mirándome el ombligo y sin hacer nada por mi patria, creyendo que mi cojera era lo más importante del mundo. Como tú dices, van a venir tiempos muy duros, Manfred, pero tal vez sirvan para reconstruirme, levantarme e intentar ser un hombre; tu actitud me va a servir de ejemplo para comenzar una nueva forma de entender mi compromiso con la vida. Quiero que me presentes a tus amigos, diles que si les puede servir de algo un cojo, aquí me tienen, aunque antes quiero preguntarte algo: ¿por qué los comunistas? Tú no das el tipo que ellos manejan.
—Te lo diré, Sigfrid, porque son los únicos que desde el principio se la han jugado en las calles, nuestro pueblo se lamenta pero no hace nada más que esconder la cabeza bajo el ala, ¿comprendes?
Sin apenas darse cuenta los dos hermanos se hallaron de pie fundidos en un apretado abrazo.
Los andenes que cubrían la inmensa marquesina de cristal y hierro de la estación de Postdam estaban llenos a rebosar; una multitud variopinta que iba y venía haciendo y deshaciendo trabajosos caminos la ocupaba por completo entre los humos del carbón y la voz amplificada por la megafonía que salía de los altavoces y que en tres o cuatro idiomas iba informando de las salidas de los trenes y de los números de los andenes que correspondían a cada uno de ellos. Gritos nerviosos, que eran como la respiración de un monstruo de mil cabezas, formaban el telón de fondo de aquel trajín desquiciado que las gentes organizaban al intentar acceder a sus correspondientes vagones. De vez en cuando el seco pitido de una humeante locomotora anunciaba que estaba entrando un mercancías y al punto era respondido por otro que indicaba que se disponía a partir uno de pasajeros que entrechocaban sus maletas y bultos cual si fueran hormigas tanteando sus antenas, porfiando por llegar a sus destinos con el menor quebranto posible en sus personas y en sus equipajes. Unas vallas metálicas debidamente colocadas obligaban a que cada cual entrara en el recinto por el correspondiente lugar y en el orden preestablecido.
Las colas se formaban desde la sala central hasta los andenes, ordenadas y vigiladas por hombres de la Gestapo que llevaban sujetos por la traílla parejas de perros pastores alemanes adiestrados que cuidaban que los rateros y descuideros profesionales que se movían como pez en el agua en aquel ambiente favorable a sus poco edificantes intenciones, no pudieran campar a sus anchas desprestigiando el orden y la pulcritud que el Führer deseaba para la nueva Alemania. O bien por las SS, que lucían los temidos uniformes negros con la doble S plateada en las solapas y el símbolo de la calavera en las gorras, y se dedicaban, preferentemente, a pedir documentaciones a aquellos que les parecieran ilegales o sospechosos. La fila más vigilada era la de aquellos ciudadanos alemanes que abandonaban el país, y en algunos de los rostros se detectaba una tensión inusual que no se descubría en las colas de los turistas que regresaban a sus respectivos lugares de origen, alegres y bulliciosos, tras haber pasado unos días inolvidables en Berlín presenciando aquellos brillantísimos Juegos Olímpicos.
Los Pardenvolk habían llegado a la estación, en tres vehículos: el Mercedes de Leonard, el Wanderer de Stefan, y Hanna y Eric lo habían hecho en el nuevo Volkswagen
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«escarabajo» de este último. Los coches aparcaron en el lugar destinado a los viajeros que debían descargar maletas y, al instante, un tropel de mozos y de maleteros que parecían porfiar por ver cuál de ellos decía la imprecación más grande o la maldición más rotunda, se precipitó sobre ellos ofreciendo sus servicios. Los chóferes descargaron el equipaje, los mozos contratados los cargaron en sus carretillas y en tanto Eric y los dos conductores iban a aparcar los coches, el grupo se dirigió hacia el interior del edificio de la gran estación.
Abrían la marcha Leonard y Stefan conversando quedamente, a continuación caminaban las dos amigas, Gertrud y Anelisse, en animada y sin embargo tensa conversación, y cerraban la marcha los tres hermanos, ellos con el gesto adusto, conscientes de que aquélla podía ser una larga separación y Hanna alegre y ajena a todo, pensando que iba a hacer un hermoso viaje, a visitar una capital que siempre la había fascinado y que a la vuelta iba a encontrar a su amado más enamorado que nunca.
—No te pongas nervioso, Leonard, te han informado mal, te digo que para salir no te hace falta ningún otro visado, todo está en orden y nada puede pasar. —El que así hablaba era Stefan.
—Lo siento, hasta que no me vea en Viena no estaré tranquilo. Bueno, tranquilo; es un decir como comprenderás, dejando aquí a los chicos no voy a dormir bien hasta que todo esto haya pasado.
—Exageras, Leonard, te he dicho mil veces que esto no afecta a gentes como vosotros.
—¡Por Dios, Stefan! No hay peor ciego que el que no quiere ver, ¿no te das cuenta de lo que está pasando todos los días? ¿No ves los carteles que hay en las calles?