Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—Sed más claro, os lo ruego.
—Perdón por la digresión majestad, pero para que os hagáis cargo de lo que está ocurriendo debía poneros en antecedentes.
—No hace falta ser muy listo para entender que algo os aflige y que lo que intentáis trasmitirme perjudica a los de vuestra raza y pone en peligro intereses de vuestra comunidad.
—A ello llego, señor. El caso es que siempre que algún suceso de esta índole acaece, antes o después, nos llegan nuevas de que en la cercanía del mismo se mueve un individuo de peculiares características físicas, tiene un ojo velado por una nube y una calva parcial afea su negra melena; las gentes lo llaman el bachiller, por lo locuaz, maneja buenos dineros poco acordes con su condición, y su nombre es Rodrigo Barroso, y también lo apodan el Tuerto.
El rey se volvió hacia López de Ayala e interrogó:
—¿Habéis oído algo, canciller?
—Algo ha llegado a mis oídos; he tenido noticia por algún alguacil o corregidor de algún altercado pero lo he atribuido más a pendencias que se acostumbran a originar, mayormente, en los mercados o en las ferias donde concurren muchas gentes que a animadversiones particulares contra una de las comunidades más útiles de vuestro reino.
—Proseguid, buen rabino.
Isaac, con medidas palabra puso al tanto al rey de los hechos que, hasta aquel momento, había tenido conocimiento y de sus temores al respecto de futuras actuaciones del grupo de agitadores que comandaba el Tuerto, teniendo buen cuidado de no implicar en los hechos a los súbditos cristianos de su majestad y mucho menos al obispo; cargando, únicamente, la culpa a aquella cuadrilla de exaltados.
El monarca quedó unos instantes meditabundo y luego, sopesando cuidadosamente sus palabras habló.
—Y ¿para cuándo decís que se están preparando estos disturbios?
—Para el
sbabbat,
perdón majestad, para el sábado siguiente a la fiesta cristiana del Viernes Santo.
—Por el momento todo son sospechas a las que les falta el rigor de la certeza, puede ser que vuestras conjeturas sean ciertas y puede que sean casualidades a las que vuestra suspicacia haya dado categoría de asertos. Estaremos atentos al devenir de los acontecimientos y nadie dude que si alguien osa tocar a «mis judíos»
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o es instigador de alguno de los deleznables hechos de los que me habláis, sobre él caerá la ira del rey y el peso de la justicia.
—Vuestras palabras me tranquilizan, majestad, y así se las trasmitiré a mi pueblo cuya devoción hacia vuestra persona es notoria. Si no mandáis nada más, no quiero abusar de vuestra bondad ni de vuestro tiempo.
—Tal vez y aprovechando vuestra visita pueda daros una noticia que sé que no os será grata pero que es irremediable.
Ambos judíos se pusieron en guardia.
—Os escucho, señor.
—Las arcas del reino están esquilmadas y este año vence el último plazo del compromiso que heredé de mi padre con Bertrán de Duguesclin, sin cuya eficaz ayuda jamás, la casa de Trastámara, hubiera tenido la posibilidad de reinar en Castilla; por cierto, muy a pesar de los vuestros para los que tan clemente me muestro ahora. —El rey aprovechaba la ocasión para recordar al rabino la dura resistencia que ofrecieron los judíos en la defensa de Toledo cuando las Compañías Blancas del francés atacaron la Puerta de Cambrón en los días de la guerra fratricida—. He decidido por tanto aumentar un cinco por ciento los «pechos»
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que debéis pagar a las arcas reales a cambio del permiso que cada año os extiende mi tesorería para mercar fuera de las aljamas.
Isaac comprendió que no era momento de debatir el impuesto y pese a que, por el rabillo del ojo, diose cuenta al punto de la palidez cadavérica que inundaba la faz de su acompañante, nada objetó, muy al contrario.
—Mi pueblo hará siempre un esfuerzo para complacer a su rey.
—Podéis retiraros, y sabed que la guardia del rey estará atenta a los acontecimientos que auguráis en cuanto se aproxime la fecha señalada.
Los dos hombres recogieron en el antebrazo el manto que llevaban sujeto a sus hombros mediante una fíbula y retrocedieron lentamente dando siempre la cara al monarca. Cuando ya hubieron abandonado el salón de audiencias, Juan I se volvió a su intendente y le espetó:
—Ved qué buena ocasión nos ha deparado la providencia para aumentar las alcábalas a estos súbditos tan suspicaces siempre en las cuestiones relativas a su bolsa.
—Majestad, vuestra manera de enfocar los más enrevesados asuntos es proverbial.
—Si no fuera así, ¿cómo creéis, mi buen López, que habríamos llegado hasta donde lo hemos hecho? El momento oportuno y el lugar oportuno, ésta ha sido siempre la divisa de nuestra casa, el ejemplo me lo dio mi padre, ¿no supo él acaso pactar con la madre de su enemigo?
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—Sin embargo, majestad, debo deciros que los ánimos de vuestros súbditos castellanos están inquietos, que alguien está atizando el fuego contra los hebreos y que el odio de los cristianos viejos es más virulento contra los
anusim
que contra los que guardan todavía la ley mosaica.
—De cualquier manera tenedme al corriente de este asunto, quiero saber a quién me enfrento y quién está detrás de todo ello; no quisiera obrar con desmesura.
—Así será, majestad.
Tras este diálogo, el rey abandonó la estancia.
A la misma vez que los judíos visitaban al monarca, el bachiller Rodrigo Barroso rendía cuentas al obispo Alejandro Tenorio.
El lugar, el despacho del prelado. El obispo sentado en su imponente sillón jugando indolente con un abrecartas de mango de marfil y ante su mesa y en pie, el bachiller, con su gorro de lana en la mano, sin poder remediar el estado de nerviosismo que la solemne presencia del clérigo le causaba.
—Y bien, explicadme cómo van nuestras cosas y dadme cuenta de los planes que hayáis pergeñado para el futuro.
A Barroso le costaba el inicio pero tras un carraspeo para aclarar su garganta comenzó:
—Como ya os dije, excelencia, lo primero que hice fue rodearme de buenos y seguros colaboradores, que en los tiempos que corren no es precisamente cosa baladí.
El obispo creyó que el prólogo iba dirigido a hacer méritos a fin de sacarle más dineros y se apresuró a marcar su terreno:
—Imagino que para una causa tan justa y bien remunerada no han de faltar buenos cristianos dispuestos a cumplir con su deber.
—Además de buenas gentes han de ser competentes para tal menester amén de discretos; personalmente prefiero un tunante astuto que un buen cristiano.
—¡Por la Cruz de San Andrés, a fe que sois práctico! ¡Me agradáis Barroso! Proseguid.
El bachiller puso al corriente al prelado, en pocos instantes, de la cantidad y calidad de sus socios así como, también, tanto de la preparación de sus truhanerías como de la manera como habían sido llevadas a cabo. Al terminar su relato quedó en pie esperando ansioso el veredicto del prelado.
—En verdad que habéis trabajado astuta y diligentemente, está muy bien lo que habéis hecho, pero, decidme, ¿qué pensáis hacer ahora? El plazo se agota y quisiera llegar a tiempo para cuando mi tío, el cardenal Alonso Enríquez de Ávalos, venga a hacernos su pastoral visita.
—No se preocupe su excelencia, todo está medido y meditado.
—Me preocupa que esta ralea de herejes puedan echar la culpa ante el rey a algún cristiano viejo; me gustaría que no pudieran averiguar de dónde parten las flechas.
—No os preocupéis por ello, el plan es perfecto y ya se ha iniciado su preparación.
—Adelantadme algo.
El bachiller se regodeó en el pequeño triunfo que representaba tener al obispo pendiente del devenir de su relato.
—Su ilustrísima no ignora que las casas de madera y adobe que se apuntalan en el muro de la catedral tienen a su costado el pajar y la corralera de las bestias, ¿no es cierto?
—Eso me parece recordar.
—Bien, cuando falten un par de días para la festividad de su
shabbat
desaparecerán misteriosamente los corderillos sin destetar que estas gentes guardan en sus casas para celebrar su fiesta y que como es lógico querrán volver junto a sus madres si escuchan sus balidos.
—¿Y bien?
—Aprovechando que todos estarán recluidos en sus casas rezando a su Dios y que ese día no pueden dar ni un paso que represente algún trabajo, alguien de buen corazón soltará a las bestezuelas para que sin dudar regresen a sus rediles junto a sus madres.
—No veo qué puede importar que unos animales regresen a sus encierros antes o después.
—Sí importa, si sujetos a sus cuellos llevan unos montoncillos de paja encendida dentro de un saquito de vitela.
—El invento es ingenioso, pero ¿vos creéis que puede dar resultado?
—Ya lo he comprobado, excelencia. Los animales grandes no buscan protección y huyen despavoridos cuando intuyen fuego pero no así los tiernos, que tienden a ir a donde están sus madres. Amén que la paja, al estar en un saquito cerrado y al no tener aire, quema despacio y hace brasa, sin, por el momento, abrasarlos a ellos. Cuando quieran darse cuenta, los pajares y las cuadras estarán ardiendo.
—Me descubro ante vuestro ingenio, Barroso. Bien que se os nota que sois hombre de recursos.
El Tuerto prosiguió:
—De esta manera serán sus propios animales los que desencadenarán el incendio y ya nos habremos ocupado anteriormente de exacerbar los ánimos culpándolos del fuego que pueda dañar algunas de las casas de cristianos que están al otro lado.
—Si todo sale como decís, tened por seguro que vuestro obispo es hombre que sabe pagar a los buenos servidores.
—Mi placer es serviros, excelencia, pero cuando vuestras órdenes coinciden con mis deseos de eliminar a esta piara de «marranos», entonces se me juntan las ganas de comer con el hambre.
—No os preocupéis que ocasión habrá para que saciéis vuestro apetito.
En aquel instante apareció sigilosa por la entreabierta puerta la cabeza tonsurada de fray Martín del Encinar anunciando la siguiente visita concertada por el prelado. Éste se puso en pie dando por finiquitada la audiencia y Barroso se retiró a continuación entre serviles reverencias.
En la terraza del Youngfrau, uno de los cafés más cosmopolitas de Breguenstrasse, Hanna, Sigfrid y Eric charlaban animadamente. El día era hermoso y la ciudad rebosaba de visitantes. Banderas de las cuarenta y nueve naciones que participaban en los Juegos de 1936 ondeaban al viento, intercaladas con la blanca de los cinco aros multicolores que simbolizaba el ideal olímpico, a lo largo de toda la avenida de los Tilos. El público llenaba las calles y los berlineses estaban orgullosos de su ciudad. Todo el mundo andaba con horarios y programas en la mano para poder informarse de los diferentes medios de transporte —tranvías, autobuses y metros— que los llevaran a los diversos lugares donde se iban a desarrollar las pruebas de sus eventos favoritos: palacios de deportes, pabellones acondicionados, etc. Pero sin duda, la estrella del anillo olímpico era el estadio de forma oval y con capacidad para cien mil espectadores, inaugurado al efecto para tan señalada ocasión y al que se accedía a través del Maifeld, la plaza que lo acogía y que tenía una capacidad para un numero de personas cinco veces mayor. La obra
vedette
de los undécimos Juegos había sido planificada y realizada por el arquitecto Werner Mach y el día de la inauguración fue la admiración de propios y extraños. En el desfile inaugural participaron 4.066 deportistas y al aparecer por la puerta de Marte el equipo alemán con Fritz Schilgen, su abanderado al frente. El mismo atleta que había recibido la antorcha olímpica, que había partido de Grecia el 20 de julio anterior, de manos de Kyril Kondylis, y que lo hizo precedido por las Juventudes Hitlerianas que abrían el desfile a los acordes de la
Marcha de Tannhauser,
y por el himno del partido nazi, el
Horst Wessel lied
que luego habría de sonar 480 veces durante los juegos. La multitud estalló en una ovación absolutamente delirante, únicamente comparable a la que momentos antes había prodigado a Adolf Hitler cuando junto a sus invitados, el rey de Bulgaria, el príncipe del Piamonte y la princesa María de Saboya, los herederos de las coronas de Suecia y de Grecia y Edda, la hija de Benito Mussolini, ocupaba el palco de honor y saludaba a la muchedumbre enardecida brazo en alto con la palma abierta, en el típico ademán nazi.
En este acto, además de por la plana mayor de su gobierno, el canciller estaba acompañado por los miembros del Comité Olímpico, al frente del cual figuraba su presidente el barón Henri Baillet Latour, con quien tuvo grandes problemas ya que, antes del inicio de los Juegos, hizo lo imposible por eliminar a uno de los miembros del Comité Olímpico Alemán, Theodore Lewald, por su condición de judío, y pretendió sustituirlo por Hans von Taschmer und Osten, fiel hitleriano.
Sigfrid pasaba unos días en los que la alegría de poder presenciar una Olimpiada en su país se mezclaba con la tristeza de no haber podido participar en ella a causa de su invalidez. De cualquier manera el primer sentimiento dominaba al segundo y más aún aquella tarde en la que tenían dos planes sucesivos y apasionantes, en primer lugar llegarse al palacete Brosemberg donde se iban a celebrar las finales de florete masculino y femenino, disciplina que apasionaba a Eric, para a continuación acudir el estadio olímpico y asistir, entre otras pruebas, a la final de los cien metros donde un negro norteamericano, Jesse Owens, partía como claro favorito ante Lutz Long, la emergente estrella alemana, ya que desde el año anterior tenía un registro de 10,2 obtenido representando a la Universidad de Ohio durante la trigesimoquinta Conferencia del Oeste celebrada en Anne Harbour (Michigan).
—No me diréis que todo esto no es maravilloso —comentó Eric señalando la animación que se veía por todas partes.
—Es una lástima que no sea siempre así. —Sigfrid fue el que respondió.
—No seas cenizo, ¿qué quieres decir con lo de «siempre»?
—Que hemos de mostrar al mundo nuestra cara amable, estaría feo que comprobaran lo que aquí está pasando los días de cada día.
Hanna intervino.
—Déjalo hermano y tengamos la fiesta en paz, disfrutemos de este tiempo maravilloso, somos jóvenes, el día es magnífico y cada año no son los Juegos en Alemania.