Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Aquel cónclave era inusual, los cuatro hombres tenían por costumbre reunirse los días 15 de cada mes siempre que la fecha no coincidiera con el
shabbat,
pero en aquella ocasión la gravedad de los acontecimientos les había obligado a hacerlo de inmediato, mediante cita previa. El día acordado cayó en lunes y el lugar el de siempre, y éste era la pequeña sinagoga que Isaac Abranavel había hecho construir en el jardín posterior de su casa. El gran rabino la tenía para sus devociones particulares y la usaba cuando necesitaba de un lugar seguro y discreto alejado de posibles e indiscretas escuchas.
Aquella tarde estaban citados los
dayanim
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de las tres aljamas, Abdón Mercado, Rafael Antúnez e Ismael Caballería. Llegaron por separado, primeramente dos de ellos casi juntos; las caras de ambos denotaban la tensión acumulada y en sus ojos se reflejaba la angustia que los acontecimientos de los últimos días les habían proporcionado. Primero Antúnez, luego Mercado, pero Isaac determinó que hasta que no hubiera llegado el último de los conjurados, no se comenzarían a debatir los graves sucesos que habían provocado la reunión.
Cuando los cuatro hombres estuvieron dentro, el gran rabino atrancó la gruesa puerta y, tras correr las espesas cortinas adamascadas, encendió los candelabros para que la luz invadiera la estancia sin que la claridad denotara, a aquella hora del atardecer, la presencia de gentes en la pequeña sinagoga. Cuando ya los conspiradores se hubieron desprendido de sus capas y despojado de sus picudos gorros, se acomodaron en un banco semicircular que presidía la sala de reuniones y que estaba instalado debajo de una gran estrella de David y al lado de la
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que se encendía en la fiesta de Januccá, entonces el rabino abrió el debate por ver de aclarar los episodios que, se decía, venían aconteciendo en los últimos tiempos y que tan apesadumbrados tenían a los miembros de las diversas aljamas, a fin de llegar a una conclusión y tomar, si hubiere lugar, las pertinentes medidas.
—Queridos hermanos, me han llegado noticias por varios frentes de los sucesos acaecidos los últimos días; sin embargo os he convocado hoy aquí, para que, como jefes que sois de vuestras comunidades, me deis fidedigno relato de cuantas cosas hayan podido llegar a vuestros oídos ocurridas en vuestras respectivas circunscripciones, pero sin las exageraciones a las que tan dados son nuestros correligionarios y que tan comunes resultan cuando las noticias corren de boca en boca, de tal manera que un simple aguacero se convierte, al pasar de unos a otros, primeramente en tormenta y posteriormente en diluvio universal. Por tanto os exhorto, hermanos míos, a que seáis cautos en vuestros planteamientos y medidos en vuestras apreciaciones; nada me disgustaría más, si es que he de presentar quejas al rey, que me tildara de poco veraz o peor, tal vez, de mentiroso.
Los tres hombres se miraron por ver cuál de ellos debía comenzar y lo hizo, finalmente, el de más edad, Abdón Mercado, jefe de la aljama de las Tiendas.
—Respetado rabino —comenzó—, no quisiera pecar de desmedido y me voy a ceñir a la verdad de los hechos que hasta mí han llegado. Las noticias que traigo son de testigos presenciales e inclusive, en algún caso, de parientes míos aunque lejanos. —Aquí hizo una pausa y tomó aliento. Los otros dos como si hubiera la menor posibilidad de ser oídos, aproximaron sus cabezas—. Hace ocho días, el cuñado de mi hermana partió para la feria de Huélamos, pues es guarnicionero y, al dedicarse a fabricar arreos para caballerías, y siendo que es ésta una fiesta de ganado importante donde se merca con burros, acémilas y caballos, muchas veces, para que los animales luzcan mejor, bien para mejor ajustar un precio o como pieza final de «regateo», los comerciantes compran arreos nuevos y en esto consiste su negocio. Llegó el día anterior y, como siempre, se dirigió al alguacil para alquilar un puesto en el mercado donde exponer su mercancía. Cuál no fue su sorpresa cuando le respondieron que todos estaban ocupados y que no había sitio para los de su raza. El cuñado de mi hermana se reunió con otros hebreos a los que les habían respondido lo mismo y decidieron montar una feria paralela a las afueras del pueblo, en campo abierto, fuera de la jurisdicción del alguacil; sus precios eran buenos y, tras el viaje, nadie quería volver de vacío. Cada quien colocó lo que traía a la vista y los carromatos además de para dormir hicieron de puestos de feria. A la mañana siguiente vino, alarmado, uno de ellos desde el pueblo diciendo que había un grupo de hombres que estaban soliviantando a los lugareños a fin de que nadie quisiera feriar con ellos; entonces se delegó a una comisión de tres comerciantes para que se llegaran al lugar y vieran lo que estaba ocurriendo; como fuera que tardaran, decidieron llegarse varios, mas no fue necesario, las gentes ya venían con garrotes, hoces, azadas, picos y otros aperos de labranza pero que, mal empleados, pueden causar mucho daño. El cuñado de mi hermana pudo huir ya que, estando hacia el final de la fila de carros, tuvo tiempo de enganchar las caballerías y tomar las de Villadiego; pero otros no tuvieron tanta fortuna, hubo gran quebranto material, se volcaron carromatos y se perdieron mercaderías y, si solamente fuera eso, pero lo peor fue que descalabraron a algunos, parece ser que a dos de ellos muy gravemente, sobre todo el hijo del tintorero de Ávalos que se debate entre la vida y la muerte y que acudía a la feria a mercar tinturas para teñir el cuero.
—¿Todo cuanto me dices, tienes la certeza de que es la sola verdad? —inquirió el rabino.
—Tan cierto como que estoy aquí.
Isaac Abranavel se mesó la barba y ordenó:
—Tú, Ismael, ¿qué tienes que contarme?
—Hay una conspiración contra nosotros, rabino.
—Habla.
—Verás, como sabes mi negocio es el alquiler de carruajes. A veces, anteriormente, lo hacía, siguiendo la tradición familiar y de ahí mi apellido, «Caballería», con los animales incluidos y otras me arrendaban el carro solamente. Bien, hace un año decidí prescindir de las bestias pues me ocasionaban muchos quebraderos de cabeza amén que me hacía falta más espacio en mi negocio, los tiempos cambian y hay que adecuarse a ellos, de esta manera no debería ocuparme de forrajes ni de llamar al chamán cuando alguna de ellas enfermara. Vendí los animales a un tal Aquilino Felgueroso que se dedica en exclusiva al alquiler de caballerías y llegué a un acuerdo con él para que, cuando necesitara de caballo o acémila para algún cliente, a él se los arrendaría. Tengo un sobrino, David es su nombre, y hará unos días lo envié al figón del Peine a entrevistarse con el individuo, ya que me eran necesarias un par de acémilas para un negocio muy concreto. Allá que se fue mi sobrino y volvió al cabo de poco totalmente traspuesto: el tal Felgueroso, junto con otros dos, estaba arreando a las gentes para azuzarlas contra los nuestros, culpándonos de cuantas desgracias les acontecen y argumentando que somos nosotros los causantes de sus apreturas ya que cobramos las alcabalas del rey y nos quedamos con las diferencias. Quieren organizar grandes alborotos los días de mercado y nos quieren reventar los puestos.
—Y ¿para cuándo planean todo ello? —indagó el rabino.
—Nada de esto se habló allí o por lo menos nada pudo oír David ya que marchó antes por miedo a ser reconocido.
El que intervenía ahora era Antúnez.
—Yo puedo aportar luz al respecto.
—Habla.
—Tengo amigos en Calasparra y en Charcales y sé más cosas. Uno de ellos es un converso que en privado sigue practicando nuestra religión; un pariente suyo se entrevistó con uno de estos elementos que posiblemente aquel día había cobrado y soltaba su lengua en un figón, sea por aliviar su conciencia o sea porque aún se siente judío; el caso es que en cuanto tuvo conocimiento de lo que le contó su pariente, vino a verme y me relató lo que os expongo a continuación. Hay un individuo, con un ojo velado y una parcial calvicie que lo hacen inconfundible, que al frente de un grupo se desplaza a los lugares donde hay paisanos reunidos y se dedica a encrespar los ánimos del pueblo que andan ya muy revueltos; en primer lugar pretenden crear gran incomodidad los días de mercado hasta conseguir que las gentes se asusten y dejen de acudir a comprar, pero eso no es todo y el tema principal que los ocupa, es otro.
—Te ruego no andes con dilaciones y digas lo que tienes que decir de una vez. —El rostro del rabino mayor denotaba una gran preocupación.
—Pues verás rabino, proyectan aprovechar la coyuntura del
shabbat,
sabiendo que la fiesta obliga a que cada uno de nosotros esté en su casa, para atacar la aljama de las Tiendas que está junto a la catedral y crear tal espanto en las familias que allí habitan que éstas prefieran marchar a otras ciudades o por lo menos a otros barrios y que aquel espacio quede expedito a fin de que el obispo pueda ampliar su templo.
—Lo que me decís es muy grave y si es seguro mañana pediré audiencia en el Alcázar para ver al rey.
—Y si el rey no nos hace caso, ¿qué es lo que recomiendas, rabino? —habló Caballería.
—Tiempo habrá de tomar medidas, pero no adelantemos acontecimientos.
Abdón Mercado se revolvió inquieto.
—Pienso rabí que mejor sería que ambas cosas caminaran parejas no vaya a ser que soplemos el
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y no nos haya dado tiempo a reunir la asamblea.
—Tal vez tengas razón.
Cuando los hombres se disponían a salir, Esther, que los había visto entrar desde la rosaleda y que se había colocado junto al ventanuco de atrás impelida por su curiosidad a fin de intentar escuchar lo que allí se decía, partió muy asustada para su cuarto antes de que los conjurados abrieran la puerta que daba al jardín.
El Alcázar de Juan I de Castilla estaba en lo alto del cerro que dominaba la ciudad. Pese a la recomendación del pontífice, las familias de los Abranavel, Caballería, Santangel, Mercado y otras tenían paso franco en él, ya que el rey debía atender antes a las conveniencias del reino que a sus rencores personales. No olvidaba la ofensa que los hebreos infligieron a su padre al decantarse a favor de su medio hermano defendiendo la Puerta de Cambrón, en la guerra que ambos sostuvieron por el trono de Castilla. Sin embargo, y siempre que alguno de sus principales solicitara audiencia, era recibido. El monarca sabía que era mucha más la utilidad de «sus judíos» que su perjuicio, pero la presión exterior hacía que se anduviera con cuido en su proceder, ya que si bien le interesaba continuar usando en su beneficio a aquellos súbditos, no le convenía en modo alguno topar con la Iglesia ni encrespar al pueblo, y en aquel caminar al filo de dos abismos, en difícil equilibrio, consistía su acción de gobierno. Sin embargo no olvidaba a la persona a quien debía la corona ya que, cuando en la lucha fraticida que sostuvo su padre en la jornada de Montiel, éste cayó debajo de su hermanastro, el francés dio la vuelta a los contendientes y, colocando a Enrique encima de Pedro en posición ventajosa, dijo aquella frase que permanecía viva en su recuerdo y que cambió el rumbo de la historia del reino de Castilla: «Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor.»
El fuego crepitaba en las chimeneas del Alcázar, pugnando con un viento gélido que se colaba por los intersticios de las troneras, abombando ligeramente los tapices que las cubrían pese a las embreadas pieles que cerraban las aberturas; estaba en el salón del trono y despachaba aquella tarde los asuntos que el canciller don Pedro López de Ayala, gentilhombre de su casa, le iba presentando.
—Señor, tenéis ahora una enojosa cuestión que no me he atrevido a despachar ya que estos asuntos, me consta, los queréis tratar personalmente.
—¿Qué es ello, canciller?
—El gran rabino ha pedido audiencia con premura y está en la antesala esperando.
—Nada bueno auguran las precipitaciones, decidle que pase.
Bajó del estrado del trono el canciller y con un discreto gesto de su mano llamó a un paje que se acercó al punto, deslizó en su oído unas palabras y el doncel partió retrocediendo hacia la puerta.
Al cabo de un breve tiempo la vara del maestresala de turno golpeó el entarimado del suelo anunciando al visitante.
—¡Audiencia real! El gran rabino de las comunidades de Toledo don Isaac Abranavel Ben Zocato y don Ismael Caballería.
Se abrió la puerta del fondo y penetraron en la estancia los dos judíos, con el picudo sombrero entre sus manos, descubiertas sus cabezas y vistiendo sus mejores galas. La pareja de hebreos avanzó por el salón hasta llegar a los dos escalones que sustentaban el baldaquín bajo el que se alojaba el trono del monarca. Allí se detuvieron inclinándose en profunda reverencia que no cejó hasta que la voz de Juan I resonó bajo el artesonado del techo autorizando que se alzaran; ambos hombres así lo hicieron y esperaron que el rey hablara. Hubo un largo silencio únicamente interrumpido por la cera de las bujías que, en dos círculos concéntricos de hierro trabajado, crepitaban en las lámparas visigóticas que colgaban del techo y en los gruesos hachones que alojados en sus candeleros ayudaban a iluminar la escena desde las columnas.
—Mi corazón se alegra de veros, rabino. ¿Qué es lo que ocurre que con tanta premura habéis solicitado audiencia?
—Majestad, sé cuán valioso e importante es vuestro tiempo y creedme si os digo que si la encomienda que hoy me trae ante vuestra presencia no fuera de capital importancia para mi pueblo no me atrevería a molestaros.
El rey, apoyado en el respaldo del trono y con desmayado gesto accedió indolente.
—Hablad rabí, ¿qué es lo que acongoja vuestro ánimo?
El judío vaciló unos instantes y luego comenzó a desgranar la retahíla de las quejas motivo de sus angustias.
—Veréis majestad, hace ya un tiempo que se van sucediendo hechos por los aledaños de Toledo que siempre acaban perjudicando a los de mi pueblo. Al principio no quise hacer caso de las noticias que hasta mí llegaban y las quise atribuir más bien a la casualidad e inclusive a los hados del destino, pero cuando los hechos se repiten tozudos, periódica y obstinadamente, y tras ellos están siempre las mismas personas, no cabe atribuir estos lances a rachas de fortuna adversa o a malicia por parte de quienes los relatan, sino que realmente cabe sospechar que tras todos ellos se mueven intereses inconfesables de alguien cuya mano negra mueve los hilos de la trama.