Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
El que estaba tras el despacho se puso a examinar detenidamente los documentos que habían depositado ante él; luego, alzando la vista, procedió a inspeccionar a ambos hombres, observando que ninguno de ellos llevaba en la solapa la inevitable insignia del partido nazi. El funcionario se retrepó en su sillón e invitó desabridamente a Leonard, que mostraba su angustiado estado de ánimo haciendo girar el sombrero entre las manos, y a Stefan a que ocuparan las sillas que se hallaban frente a su mesa. Ambos hombres así lo hicieron, en tanto que el que les había abierto la puerta se colocaba frente a la máquina de escribir.
—Parece ser que esta documentación no está en regla.
—Esta documentación está totalmente en orden y Herr Pardenvolk y su familia tienen que tomar el tren que sale dentro de —Stefan miró su reloj— tres cuartos de hora.
El funcionario se sintió algo desconcertado ante la actitud de Stefan, luego reaccionó y sintiendo la presencia de su subordinado que observaba extrañado aquella escena, empujó el respaldo de su sillón hacia atrás y respondió:
—Las visas no coinciden con las fechas de expedición de los pasaportes, ésa es una anomalía que tendrán que subsanar si quieren partir.
—Ustedes son los que tendrán que arreglar este descuido y el funcionario que lo haya cometido responderá de su incapacidad, pero Herr Pardenvolk y su familia partirán en el tren que les corresponde.
—Hasta que esto se arregle Herr Pardenvolk no podrá viajar a ninguna parte, y los funcionarios del partido no acostumbran a cometer equivocaciones.
—Pues en este caso, sin duda, la han cometido. Ni Herr ni yo nos dedicamos a sellar documentos y aquí la negligencia de un funcionario del partido es evidente.
—¿¡Su nombre señor!?
—Hempel, doctor Stefan Willem Hempel, ¿y el suyo? —respondió Stefan abrupto, extrayendo del bolsillo interior de su chaqueta una agenda de tapas de cuero y su pluma Montblanc.
Ahora sí que el funcionario estaba desconcertado, luego reaccionó.
—Subteniente de policía de ferrocarriles Dieter Muller. Los papeles de Herr Pardenvolk no están en orden y hasta que esto se aclare no va a coger ni el próximo tren ni ninguno.
El sombrero tirolés danzaba frenético entre las manos de Leonard.
—¿Puedo usar su teléfono? —preguntó Stefan.
—Fuera tiene usted todas las cabinas de la estación.
—Si prefiere desplazarse y que le hagan poner al teléfono fuera de aquí yo no tengo inconveniente —dijo Stefan poniéndose en pie.
El otro recogió velas.
—¿Adónde quiere usted llamar?
—A la Cancillería y que me pongan con el despacho del capitán ayudante del
Obergruppenführer,
Reinhard Heydrich.
Al oír el nombre al funcionario se le movieron las gafas que reposaban sobre el puente de su nariz, hubo un tenso silencio que duró en tanto la mano derecha del hombre descansaba sobre el auricular negro del teléfono sin levantarlo de la horquilla; luego la mano abandonó el aparato y su actitud cambió notoriamente.
—No creo necesario molestar a nadie en la Cancillería cuando este inconveniente se puede subsanar aquí.
A Stefan también le convino moderar su actitud.
—Jamás he dudado de su competencia y efectividad, ¿qué cree usted que se debe hacer?
—Simplemente añadir un sello de REVISADO sobre el que no coincide en la visa y, cuando Herr Pardenvolk vuelva a Berlín, en la misma policía se lo resolverán definitivamente.
—Tendré en cuenta su efectividad y colaboración y no olvidaré su nombre.
—Para eso estamos, doctor, para servir a los buenos alemanes. —Luego, volviéndose al funcionario que esperaba frente a la máquina de escribir, ordenó—: Coloque el sello sobre los pasaportes de Herr Pardenvolk y de su familia y agilice los trámites, no vaya a ser que pierda el tren. ¡ Ah!, y llame a los de vigilancia de andenes para que les lleven el equipaje y que nadie los moleste. —Luego se puso en pie a la vez que lo hacían los dos amigos.
—
Heil, Hitler!
—exclamó alzando enérgicamente, en saludo nazi, su mano derecha y entrechocando los talones de sus botas al mismo tiempo que su ayudante.
Leonard hizo lo mismo nervioso y aliviado y Stefan alzó su mano desmayadamente como el que cumple una obligación impuesta pero está en situación de elegir la manera.
El subalterno llamó a los policías que aguardaban en el exterior y dio órdenes precisas para que fueran a buscar a Gertrud y a Hanna y las acompañaran hasta el despacho a la vez que traían los equipajes. Luego y tras despedirse de los funcionarios, salieron a los andenes. Stefan se dispuso a acompañarlos hasta la misma escalerilla del vagón.
Gertrud quería saber lo que había pasado en tanto que Hanna observaba extrañada.
—He pasado una angustia de muerte, ¿qué es lo que ha ocurrido?
—Nada, mujer, luego te lo explicará Leonard en el tren, así tenéis tema para el viaje —respondió Stefan.
—Pero papá... —intervino Hanna.
—Nada, hija. Lo que más me molesta en el mundo: jaleos burocráticos.
Llegaron al humeante convoy en pocos minutos precedidos por dos mozos de estación y de los guardias de la Gestapo que abrían paso para que nadie los incomodara. Luego de abrazarse a Stefan, ambas mujeres subieron al coche-cama, los dos amigos quedaron frente a frente.
—Nunca podré olvidar lo que has hecho por mí, Stefan.
—Lo mismo que hubieras hecho tú, sin duda.
La máquina, a la vez que escupía un chorro de vapor, soltó un pitido largo y agudo.
—Adiós, amigo mío, espero que nos volvamos a ver en mejores circunstancias.
—No lo dudes, Leonard, estas incomodidades pasarán pronto, son torpezas del comienzo de las cosas, pero no dudes que el Reich durará mil años, podremos decir a nuestros nietos que nosotros vivimos los inconvenientes del parto.
—¡Que Adonai te escuche!
—Ya verás como será así.
—Entonces adiós, amigo mío, cuida de mis hijos.
—Más que si tú estuvieras en Berlín.
Otro pitido acompañado esta vez del silbato de un jefe de estación anunció que el convoy se iba a poner en marcha. El ferroviario que, carpeta en mano, aguardaba en la portezuela del vagón, les aviso que el tren estaba a punto de partir. Ambos hombres se fundieron en un abrazo y Leonard, con una lágrima pugnando por escapar de sus ojos, se encaramó al estribo del vagón. El tren se puso en movimiento con un entrechocar de topes y un ritmo uniformemente acelerado. La figura de Stefan, en el andén, con su pañuelo en alto comenzó a empequeñecerse en la distancia. Leonard acabó de subir al coche y quedó un momento en la plataforma en tanto el mozo del vagón ajustaba la portezuela y al instante quedaba amortiguado el inconfundible ruido que hacían las ruedas al pasar sobre las juntas de los raíles; las bielas que unían las ruedas de la máquina aumentaban su ritmo a la vez que por su cabeza pasaban mil pensamientos. ¿Volvería alguna vez a celebrar el reencuentro con su amigo?
Simón estaba angustiado; a las dificultades que hasta el momento había tenido para ver a su amada se sumaba ahora aquella reclusión a la que Esther estaba sometida al haberse negado a obedecer a su padre al respecto de la boda que éste había concertado con Samuel, el padre de Rubén Ben Amía. La última noche no pudo conciliar el sueño hasta altas horas de la madrugada, cuando la luna que entraba por el ventanuco de su azotea estaba ya muy alta, y cuando lo hizo cayó en una profunda pesadilla en la que se mezclaban castigos y penalidades terribles que caían sobre su amada sin que él pudiera remediarlas. Un ruido inusual le despertó inundado en sudor y con las frazadas de su catre tiradas en el suelo hechas un revoltijo. En el tejado, donde había construido su palomar, las aves andaban inquietas; saltó Simón de su cama y trastabillando se acercó al escabel donde la noche anterior había dejado sus ropas. Medio dormido todavía se puso sus calzones y sobre la camisa de felpa que le llegaba por bajo de las rodillas y con la que dormía, se colocó una casaca abierta únicamente por la cabeza que se ciñó a la cintura con una soga, luego, precipitadamente, se embutió las gruesas medias de lana y se calzó los recios zapatos de cuero vuelto y, sin acercarse a la jofaina donde cada noche dejaba preparado el jarro de agua de cinc con la embocadura en forma de pico de pato con el que por la mañana debería asearse, se precipitó a la escalera vertical que, atravesando una trampilla, desembocaba en medio del tejado. El viento le golpeó el rostro apenas asomado a la altura y procedió con cuidado, ya que las tejas del torreón estaban heladas y los resbalones desde aquella altura podían tener graves consecuencias. Desde allí, alzando la vista, divisó a todas sus palomas dentro de la gran jaula apretujadas al lado norte donde por el exterior y junto a la enjaretada pudo ver el inconfundible perfil de
Volandero.
Su fuerte plumaje, una prominente carúncula sobre su pico, la quilla profunda y su cuello de hermosos reflejos metálicos, hacían diferente al magnífico ejemplar ojo de perdiz que junto a
Esquibel
constituían la pareja de mensajeras más veloces de Toledo y que había regalado a Esther en cuanto supo, en su primer encuentro, que la muchacha adoraba a aquellas aves. Procedió a partir de aquí, con doble cuidado primeramente por mor de las húmedas tejas y en segundo lugar porque cualquier movimiento brusco pudiere asustar a la avecilla que regresada a su palomar zureaba a sus compañeras. Lentamente fue ascendiendo y en tanto le hablaba se fue aproximando al palomo. Éste, ante su proximidad, alzaba el plano de su cola y daba pasos cortos de uno a otro lado por el alero de la cubierta, balanceando ostensiblemente su cabeza en señal de reconocimiento.
—¡Quieto
Volandero,
sosegado! Ya estás en casa. ¡Tranquilo!
El animal, reconociendo su voz, iba y venía inquieto, muy despacio. Simón echó mano al bolsillo y extrajo unos guisantes que siempre llevaba consigo y que junto con algún cereal y algo de cáñamo eran su alimento cotidiano y los colocó en la palma de su mano izquierda ofreciéndosela abierta. El ave se rindió al argumento de la manduca y acudió al reclamo y en cuanto se puso a tiro, el muchacho la agarró con la diestra, suave aunque firmemente. Entonces se dio cuenta: al voltearla vio que, amarrada con una anilla a su pata izquierda, venía una misiva. El corazón se puso a latir cual tripa de timbal pero no por ello descuidó su tarea, colocó a
Volandero
en el interior de la abertura de su casaca y procedió a ajustar los cordones del escote; el ave quedó presa entre la cuerda que le ajustaba la cintura y la cerrada escotadura, luego, mirando cuidadosamente dónde colocaba sus pies y ayudándose con las manos, fue ascendiendo hasta llegar a la puerta del palomar; al abrirla se mezcló el ruido que el vuelo corto de la aves producía, semejante a sordos cachetes, con el chirriar de los goznes. Simón taponó el hueco con su cuerpo a fin de impedir que alguna de las otras aves intentara una salida inoportuna y luego, agachándose, se introdujo en la jaula y cerró la puerta tras de sí. Cuando extrajo del interior de su casaca al palomo le temblaba la mano; con sumo tiento procedió a extraer la anilla de la patita sin dañar al animal y luego lo soltó entre sus compañeras que lo recibieron alborozadas. Lentamente, casi como si realizara un rito, fue desenrollando la misiva y cuando la tuvo desplegada procedió a leerla, a la luz tenue de la mañana, con el corazón desbocado ante las noticias que sin duda le enviaba su quimera.
Amado mío:
Cuando ésta llegue a vuestras manos mi corazón sangrará de pena y envidiará al papel que recoge estas letras, porque estará con vos.
La decisión que ha adoptado mi padre es inaplazable y si no ocurre algo excepcional para las fiestas de Rosh Hashana me prometerán en matrimonio con Rubén Ben Amía, al que respeto y aprecio, como os dije, pero en modo alguno amo, pues de sobra sabéis que vos sois el único dueño de mis pensamientos y el elegido de mi corazón.
Si todo lo que me habéis jurado es cierto, ¡os ruego que me libréis de esta cárcel y me salvéis de este destino cruel ya que la vida, si no es a vuestro lado, no quiero vivirla!
Se acercan tiempos de congoja, oscuridad y crujir de dientes, no es éste el momento oportuno ni el medio adecuado de explicaros todo lo que he oído, pero hablad con vuestro amigo David Caballería, el del almacén de carros, y él os podrá poner al corriente de lo que se avecina.
Mi aya no se atreve a contradecir a mi padre y no es capaz de llevaros este mensaje pero si, cuando vaya a vuestra tienda, le dais un recado para mí, me ve tan desesperada, que sé que me lo transmitirá.
Amado mío, estoy dispuesta a todo y haré cuanto me digáis, ¡no me abandonéis en este trance!
Vuestra o muerta.
Esther
Simón, con un tembleque en el cuerpo que no se debía precisamente al relente de la madruga, abrió la puerta del palomar y, cerrándola tras él, fue bajando por las húmedas tejas hasta alcanzar la escalera que descendía a su azotea.
Durante toda la mañana anduvo como alma en pena por la tienda que su tío compartía con su padre, despachando parroquianas con la única esperanza de que se hiciera el milagro y apareciera por la puerta el ama de Esther, pero no ocurrió tal cosa. Lo que sí sucedió fue que su tío tuvo que amonestarlo un par de veces pues su trabajo no fue el acostumbrado y su diligencia dejó mucho que desear; el tiempo transcurrió lento y espeso y no veía el momento de que llegara el descanso del mediodía y se cerrara el negocio para poder acudir junto a su amigo David, tal como le indicaba su amada en la misiva que, por cierto, cada dos por tres extraía de su bolsa para leerla una y otra vez. Finalmente y tras despachar a una dueña dubitativa que no acababa de decidirse entre unos zarcillos y una pulsera, su tío dio la tan ansiada orden y él partió como rayo del Sinaí hacia el almacén de carros donde su amigo David Caballería ejercía su oficio de alquilador de carruajes en el negocio de su pariente. Llegó con la respiración entrecortada y el corazón batiéndole como la tapa de una marmita de agua hirviente puesta al fuego, hasta el punto que tuvo que detenerse junto al arco de piedra de la entrada para recuperar el resuello. Desde allí, y en tanto sosegaba la respiración, divisó a su amigo en la garita del fondo sujetando el cálamo en su diestra mano y, como era su costumbre, trasladando a unos pergaminos sujetos con una guita una ristra de números. Cuando comenzó a caminar sobre el sendero de barro que conducía a la caseta del cobertizo, el otro levantó la cabeza de la tarea y, al divisarlo, saludó alegremente. Simón llegó al ventanuco y se apoyó en el marco del mismo. David supo, por la expresión de su amigo, que algún asunto grave le traía allí.