Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
A la mañana siguiente, y con el corazón en un puño, Simón, que no había podido conciliar el sueño en toda la noche, acudió de nuevo a la quinta del río en la esperanza de que el señuelo avistado tuviera el significado que le había atribuido. Domingo le seguía a unos pasos de distancia vigilante y cierto, su rara intuición se lo anunciaba, de que aquél era el día tantas veces soñado por su amo. Apenas divisado el mástil del palomar, supo Simón que su aventura, para bien o para mal, estaba a punto de concluir. ¡Alguien había cambiado el punto donde, el día anterior, se anudaba el pañuelo ya que sin duda en aquella ocasión estaba atado a más altura! La posibilidad de que Esther lo hubiera seguido amando durante aquellos seis años le parecía tan remota como elucubrante. Se había casado, ¿tendría hijos? Si así era, ¿cómo serían? ¿Estaría allí para decirle que la olvidara? Pronto sus dudas iban a ser disipadas y de una forma u otra sabría lo que iba a hacer con su vida. Por un momento, la imagen de David apareció ante él recordándole que en algún lugar de Europa, su amigo había dado un nuevo rumbo a la suya. Si su sueño se desvanecía, tal vez tomara el camino de Santiago, como había hecho él, y partiera para lejanas tierras donde nada le trajera el recuerdo de su amada y hasta se le pasó por las mientes no acabar de llegarse a la alquería, dar media vuelta, y dejar en la entelequia su memoria. De esta manera su recuerdo permanecería inmarcesible ya que ella no habría tenido ocasión de decirle que se apartara de su lado, la cual cosa era lo más probable que sucediera. En éstas, y con los latidos de su corazón batiendo en sus sienes, llegó a la puerta posterior donde se ubicaba la entrada del jardín que daba al palomar, y cuando iba a tirar de la cadenilla que accionaba la campana que se hallaba en el interior, la puerta comenzó a abrirse.
Esther se había instalado en la galería superior y oteaba el recodo del camino aguardando la presencia de su amado en la esperanza de que en un momento pudiera aparecer. Gedeón había colocado la señal, sin nada decir a Sara por expreso mandato de ella, y Esther, apenas llegada, la cambió de lugar para hacerla más visible. A medida que pasaba el tiempo sus dudas iban aumentando y la visión que había creído tener en la sinagoga le parecía más y más quimérica, atribuyéndola, más bien, al panorama apocalíptico descrito por Rubén y a su deseo más ferviente de que así fuera por encontrar, en el amor de su juventud, un apoyo para su angustia y desasosiego. Entonces, algo dentro de su corazón hizo que sus pulsos se aceleraran. Por el borde del río caminaban dos figuras, una de ellas asombrosamente grande, que iba algo retrasada con respecto de la primera, y ésta, inconfundible. A través de la distancia, y a pesar de la neblina que subía del Guadalquivir, supo sin lugar a dudas que aquel espejismo que avanzaba por el camino del río era Simón. Bajó de su atalaya y casi trastabillando se dirigió a la puerta posterior del jardín que se hallaba junto al palomar, y cuando oyó voces en el exterior la abrió y en su marco apareció la imagen adorada de su amado.
Simón con la mano a punto de asir la cadena, vio que la puerta se abría.
¡Allí estaba!, ¡no era una elucubración de su mente, no era una quimera! Esther, hermosa y real, exactamente igual a la que tantas veces evocó su recuerdo, ocupaba el marco de la puerta. Sus ojos sonreían a la par que el coral de sus rojos labios se entreabrían temblorosos y entre ellos asomaban perfectas las perlas de sus dientes. Simón avanzó hasta ella sin atreverse a respirar y en tanto la tomaba en sus brazos en el ansiado cerco de los amantes, sintió que Seis cerraba el portón a su espalda.
Fue todo muy diferente a lo que ambos habían soñado tantas y tantas veces. A lo primero, en el estrecho abrazo, sus bocas se buscaron una y otra vez con glotonería infinita intentando recuperar el tiempo perdido; luego se separaban para gozar de la presencia del amado y se miraban a los ojos todavía sin acabar de creer lo que estaban viviendo, en tanto sus manos buscaban con avidez el tacto del cuerpo del otro. Entonces ella le tomó de la mano y lo condujo al interior de la quinta; las ventanas estaban ajustadas y todo estaba en la penumbra. En la espadaña de la torre de San Nicolás, una campana anunciaba el ángelus de los cristianos. Las ropas de ambos quedaron esparcidas por la estancia. Ella le dijo que el día anterior había terminado su período, que no había acudido, todavía, al Micvá
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, Simón sonrió. Los amantes se encontraron sobre la gruesa alfombra de nudos sin apenas darse cuenta y entonces el sueño compartido durante toda su vida se hizo realidad. Las manos de Simón fueron recorriendo, sabias y diligentes, el cuerpo de la muchacha con dedicación y suavidad extremas, al igual que el jardinero acaricia la más bella rosa de su jardín, las palabras sobraban. Esther, que creía conocer lo que era un hombre a través de la relación que había tenido durante aquellos años con su marido, se encontró de repente haciendo y sintiendo algo que jamás hubiera creído que existiera. Se había desdoblado y se observaba incrédula sin acabar de entender que fuera ella la que estaba viviendo aquellas sensaciones. Simón, como el sembrador que trabaja un campo, se afanaba explorando dulcemente las cuevas umbrías de su cuerpo, oleadas rítmicas de un placer infinito iban acometiendo su vientre cada vez con más exigencia, un horizonte de arpegios mágicos y una sinfonía de colores nuevos se iba abriendo ante los ojos de su alma y creyó que iba a morir. Ella fue consciente de que sus manos sujetaban la cintura del amado y de que sus dedos se clavaban en ella, atrayéndolo con fuerza para impedir que el arado abandonara el surco. Súbitamente la estancia se inundó de luz, el río de su amor se desbordó y el momento mágico pareció suspenderse en el tiempo, los ojos de la muchacha estaban arrasados en lágrimas entremezcladas de amor y gratitud. En aquel instante pensó que valía la pena haber nacido, que si aquella dicha se prolongaba en la eternidad, ya sabía en qué consistía el tan pregonado cielo de los justos y que no necesitaba para nada conocer otra santa gloria que no fuera aquélla. Luego la invadió un llanto agradecido y convulso y sus labios repitieron una y otra vez «Simón... Simón».
Cuando ya las luces se retiraban y la estancia iba quedando a oscuras, se levantaron de la alfombra que había sido su tálamo nupcial y vistiendo sus ropas se instalaron en el diván a fin de relatarse los avatares y las vicisitudes de su vidas. Antes Esther había acudido a la cocina y de la alacena había tomado un candil que prendió mediante una yesca y un pedernal, la débil llama creció y, por vez primera, el salón apareció ante los ojos de Simón.
El explicó su peripecia vital desde que había partido para Cuévanos a traer el carro de armas, hasta que el destino le trajo el mensaje de
Volandero
y partió hacia lo desconocido sabiendo únicamente que desde donde se había realizado la suelta del palomo se veía el Guadalquivir. Le habló de David e hizo especial hincapié en explicarle con detalle quién era Seisdedos y lo que significaba para él. Finalmente, como a través de aquella excepcional casualidad, había conocido a Martín Carreño, el contable de Córdoba, y de esta manera había podido averiguar cuál era su nuevo apellido. Finalmente le aclaró que había sido consciente de que alguien se había desmayado en la sinagoga de las Perlas pero que al haber estado en la puerta desde que se abrió viendo pasar a todas las mujeres que subieron a la galería, no pudo imaginar que fuera ella la que había sufrido el desvanecimiento y que hubieran llegado a estar tan cerca sin percatarse de ello.
Esther, a su vez, le explicó lo que había sido su vida durante aquellos años. Cómo lo esperó la noche del Viernes Santo de los cristianos por si se producía el milagro y la mula aparecía por la boca del callejón, su boda y la muerte de su padre, el viaje al sur acompañados hasta Córdoba por la escolta del rey y por los criados. Le habló de sus hijos y le explicó que el destino se había encargado de hacerla libre sin saber que volvería a encontrarlo, le habló del carácter de Rubén y le dijo que, pese a que no lo amaba, era una excelente persona y que hasta aquel día había sido un buen esposo y un mejor padre, pero que le habían puesto en la disyuntiva de escoger entre su obligación de rabino o la seguridad de los suyos y que había optado por lo primero, eso había hecho que ella se sintiera completamente responsable de sus hijos, que moriría si algo les sucedía a Benjamín o a Raquel y que antes de saber que algún día tendría la dicha de volver a encontrarlo, le había pedido el divorcio.
Simón le dijo que sus hijos serían como si fueran propios, que Yahvé había hecho el milagro de su encuentro y que nunca jamás volverían a separarse. Hicieron planes inmediatos y futuros y habilitaron las condiciones para, a partir de aquel día, seguir viéndose hasta que pudieran, al fin libres, escapar del infierno que podía desencadenarse en Sevilla.
El teléfono de Sigfrid sonó en clave, esperó las pausas correspondientes y tras comprobar que los intervalos eran los correctos, descolgó el auricular y aguardó. La antigua voz de los viejos años de universidad le habló.
La noticia fue entrando a rastras en su cabeza, como un tornillo que le perforara el cráneo, ya que su cerebro se negaba obstinadamente a reconocer que lo tan temido había llegado. Sus neuronas se revelaban negándose a aceptar el hecho.
—Ha caído, la han llevado a Alexanderplatz, me voy a ver con mi jefe, tú ya le conoces, creo que la situación debe ser estudiada a fondo. Es necesario coordinar esfuerzos.
Se oyó decir a sí mismo:
—¿Cuándo y dónde?
—En la cafetería del viejo velódromo de invierno a la una de la noche.
—Allí estaré.
Luego de colgar el teléfono, Sigfrid se sentó en el sofá de la salita del pequeño apartamento que ocupaba en Markgrafenstrasse, desde que la prudencia le hizo abandonar el que había compartido con su hermana.
El universo parecía venírsele encima. En primer lugar la coordinación de la intervención quirúrgica de Manfred, que estaba programada para el martes siguiente, y cuya partida de Berlín dependía absolutamente del resultado de la misma, le obsesionaba. Luego estaba el tema de la nueva documentación cuya confección le estaba proporcionando más quebraderos de cabeza de los previstos. El subterráneo que le había facilitado la condesa Ballestrem carecía de algunos de los materiales indispensables para llevar a cabo la tarea, pues su propietario se había llevado a Budapest parte del equipo que también a él le era necesario. El hecho de no poder recurrir a Bukoski, al considerar que por el momento, era mejor que nada supiera, le dificultaba la obtención de dichos utensilios. Todo ello les ocasionaba, tanto a él como a Karl Knut, un sinfín de complejidades que iban soslayando a medida que iban surgiendo, con la inestimable ayuda de Lapi Solf que se multiplicaba para ayudarle. ¡Y ahora aquella noticia que había sido, no por esperada, menos terrible!
¡Su hermana, su querida Hanna! Aquella muchacha apasionada y alegre cuya vida, antes de la subida al poder de aquel insensato, prometía un sinfín de buenos auspicios, había caído en manos de la Gestapo, que tarde o temprano descubriría su verdadera identidad y la asociarían, sin duda, al terrorista que había volado el Berlín Zimmer, y entonces todo habría acabado.
¿Qué hacer con Manfred?, ¿decírselo u ocultárselo? Obsesionado como estaba por su operación y su partida, nada podría hacer al respecto. ¡No!, la responsabilidad era suya y solamente suya. Aguardaría la entrevista con Klaus Vortinguer y con el jefe de la célula de la Rosa Blanca, con quien había hablado un par de veces, y luego obraría en consecuencia. Luego estaba Eric, tenía que hallar el medio para contactar con él, no sólo era su mejor amigo sino que además era el amor de Hanna y en los momentos más duros jamás había dado un paso atrás. Tenía derecho a saber qué era lo que estaba en juego para establecer definitivamente el orden de sus prioridades.
A la una de la madrugada en punto se reunieron los tres conspiradores. Aquél era un buen sitio y una buena hora. En el viejo velódromo se estaban celebrando los Seis Días de Berlín y los componentes de la serpiente multicolor daban vueltas sin cesar día y noche al peraltado anillo, disputando la famosa y competida carrera que se desarrollaba, durante una semana ininterrumpidamente, por equipos de dos componentes que pugnaban por ganar vuelta o por sumar los máximos puntos posibles en los disputados
sprints
que cada quince minutos, y anunciados por el toque de una campana, obligaban a los espectadores a ocupar sus asientos. En aquellos momentos la líder de la prueba era la pareja belga formada por Brunnels y Dekuisher que habían ganado vuelta a los alemanes, que iban en segundo lugar. El público asistía cruzando apuestas y animando a sus favoritos. Aquellas horas, antes de entrar en la madrugada donde en un pacto tácito se ponía fin a las escaramuzas y los ciclistas sesteaban en sus sillines, medio dormidos por la pista, vestidos con rarísimos atuendos y sin entablar ninguna batalla, eran las de máxima concurrencia, ya que además el espectáculo que se desarrollaba en el centro de la Peluse era de primer orden. Orquestas, animadoras, personajes públicos, artistas entrevistados por los más famosos locutores, todo coadyuvaba al mítico esplendor de la prestigiosa prueba.
Tres hombres charlando en un rincón de la cafetería situada bajo el peralte norte pasaban totalmente desapercibidos. Ni tiempo hubo para los saludos. Apenas llegados, y tras cruzar un leve movimiento de cabezas, Vortinguer comenzó a explicar las vicisitudes ocurridas aquella mañana. Newman estaba pálido como el espectro de la muerte y se sentía responsable de haber metido a Hanna en aquel fregado, y Klaus aludía al hecho, luego de hablar con Emil Cosmodater y enterarse del fallo de los tres colaboradores, de que era él el que había urgido a Hanna a repartir todas las octavillas responsabilizándola del fracaso, y el amor propio de ésta había hecho el resto.
—Y ¿ahora qué pensáis hacer? —inquirió Sigfrid.
—Se dice que fue el cabrón de Fedelman, el vicerrector, el que llamó a la Gestapo. Lo comprobaremos y si es así le daremos lo que merece —alegó Vortinguer.
—Eso no arregla nada.
Newman intervino:
—Hanna ha cometido una insensatez, ha bajado la guardia. Nos ha puesto en peligro a todos. Nuestra organización no tiene infraestructuras para la acción. Somos gente intelectual, provocamos la subversión repartiendo, por cualquier medio, escritos destinados a minar las bases del nazismo.