La Saga de los Malditos (103 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—Ya me las arreglaré para estar con el jefe del economato a esa misma hora. Yo te habré dejado abajo acarreando cajas y no sabré nada más de ti. Si yo palmo, palmarán conmigo dos o tres vigilantas. En cuanto a cómo te sacaran de aquí, no tengo ni la más remota idea.

La actividad cerca de los almacenes era febril. La logística para alimentar a una masa humana de treinta y cinco mil personas era trabajosa y sumamente complicada. En el reloj del campo daban las diez. La mujer habló con voz contenida:

—No hagas nada, ni el menor gesto para despedirte, ahora irás al fondo y te daré una caja vacía y cerrada que he preparado esta mañana. Con ella te pasearás desde el economato hasta el muelle de carga. Cuando llegue el camión, que Dios te ayude.

Cuando esto acabe, si es que acaba algún día, búscame en la dirección que ya sabes. ¡Adiós, Renata!

Hanna hubiera querido abrazar a su amiga, pero se contuvo. Luego la otra se dirigió a la escalera metálica que conducía a los despachos del economato y que estaba al fondo del cobertizo. Al llegar, y en tanto comenzaba a ascender los escalones, le hizo un gesto con la cabeza señalando un montón de cajas. Hanna la vio entrar por una puerta del metálico pasillo y desaparecer. Se dirigió al montón de cajas de embalaje y tomó en sus brazos la indicada, que era muy voluminosa pero así mismo muy ligera. Eran las 10.15.

El camión frigorífico, de cuatro plazas en cabina, llegó a la puerta exterior del campo. El centinela estaba en la garita. El oficial, saliendo del cuerpo de guardia, se acercó a la cabina del vehículo.

Werner iba al volante.

—Abre atrás y muéstrame la guía de lo que entras.

—¿No se aburre usted cada día de la misma historia?, ¿cree que alguien en su sano juicio querría entrar en un sitio como éste?

—Cualquier grupo de hijos de perra partisanos que quisieran intentar liberar a unos cuantos de estos desgraciados. ¡Abre!, que no tengo todo el día.

August estaba inmóvil sentado en el asiento del otro lado, en tanto el colega de Werner lo hacía en la banqueta posterior. Werner descendió del camión y mientras abría las puertas rezongó al alférez:

—Si en cada descarga tengo que pasar revista no acabo ni mañana.

Abrió las dos grandes puertas. El vapor blanco de la congelación que se producía en el interior del frigorífico que se mantenía a dieciocho grados bajo cero salía al exterior. El oficial dio una mirada hacia el interior; la caja del camión quedaba a una altura de más de un metro respecto del suelo. En el interior se podían ver nueve reses desolladas, colgadas por los cuartos traseros y sujetas a dos barras de hierro que iban afirmadas en el techo del vehículo en sentido longitudinal. Las piezas se balanceaban suavemente a efectos de la frenada. La última por la derecha era una inmensa res de un tamaño poco común. El oficial tomó una pértiga que le alargó uno de los guardias y rastreó con ella el suelo del camión. Luego de comprobar que allí no había nadie y revisar los papeles, dio permiso para proseguir.

Werner, en tanto cerraba las compuertas y preparando la salida, comentó en voz baja aunque suficientemente audible para dejar el mensaje en la mente del alférez:

—A veinte bajo cero no hay quien aguante, sino que se lo digan a nuestros soldados en Rusia.

El centinela presionó el contrapeso de la valla y ésta se abrió dejando el paso franco al vehículo que se internó en el campo en dirección a la parte posterior del muelle de carga.

Werner ordenó al de atrás:

—Desconecta el compresor y abre la trampilla del techo, sino la chica morirá congelada.

Al ver el camión, Hanna creyó que se le iba a caer la caja de las manos. El vehículo maniobró arrimando su trasera al muelle. La cabina se abrió por ambos lados y descendieron de ella tres hombres. Hanna, en el acto, distinguió a August. Dejó un instante la caja en el suelo y se retiró el cabello del rostro calándose el gorro hasta las orejas, dejando al aire sus facciones. En el acto August la distinguió entre las presas que trajinaban cajas y una oleada de calor invadió su pecho. ¡Dios, aun con aquellos harapos, qué hermosa era! Las puertas de la parte posterior del camión se abrieron y en tanto otro hombre, con una capucha de saco, cargaba inmensas piezas de carne sobre sus hombros, el tercero, a indicación de August, le hizo una ligera señal que ella interpretó al instante. Se aproximó con su caja al camión y, aprovechando el momento que su compañera posterior aún no había doblado la esquina y la anterior ya había entrado en el almacén, ayudada por August, se encaramó en la cámara frigorífica, y en el mismo instante él cerró media compuerta.

—Deprisa, Hanna, dame tu ropa y ponte esto.

Ella, sin chistar, se quitó la bata y el gorro y se lo entregó, luego tomando un viejo pantalón de lana, un jersey y un anorak rosáceo impermeable que él le tendía se lo puso. Finalmente se caló un pasamontañas tintado del mismo color.

—Ven.

August se dirigió al fondo del camión, en tanto el que había quedado fuera plegaba el cartón de la caja vacía y lo metía en la cabina. El del saco en la cabeza seguía trajinando inmensas piezas de carne; desde el interior se oían sus voces.

Hanna vio ante ella el inmenso hueco que se abría en medio del costillar de una res.

—¡Te has de meter aquí dentro, yo te ayudo! ¡Deprisa!

No lo pensó dos veces, desde sus tiempos del equipo de gimnasia rítmica había sido siempre muy elástica. Ayudada por August se deslizó dentro del buey.

—Encógete tanto como puedas.

El interior del animal estaba guarnecido con un hule que impedía la humedad de las serosidades que rezumaba la carne de la res muerta y un forro de gruesa tela. El frío era tremendo, el animal estaba congelado. August, antes de colocar sobre su cabeza un trozo de tela rojiza, la animó murmurando:

—Hanna, has de aguantar media hora como sea, el frío irá disminuyendo.

Luego la dejó sola. Desde su escondite podía oír las voces del exterior. August interrogaba en voz baja a alguien. Werner se llamaba su interlocutor.

—Si a la salida han puesto perros, ¿qué pasará?

—Nada, el olor de la carne es mucho más intenso que cualquier rastro, aunque le den algo de ropa suya no la olfatearán.

Luego oyó que la voz del último hablaba con otro:

—¡Date prisa Zimmerman!, aunque hayas parado el compresor, ahí dentro hace un frío de todos los diablos, como te entretengas la encontraremos congelada.

Pasó una eternidad, Hanna temblaba como una hoja, no sabía si de frío o de miedo. Finalmente las compuertas se cerraron y la claridad que hasta aquel momento había llegado hasta ella a través de las telas, se difuminó.

El camión arrancó de nuevo y el chirriar de la cámara y el bamboleo de las reses produjeron nuevos ruidos, el frío era intensísimo.

Una nueva parada. A través de las paredes oía nuevas voces que aumentaron al abrirse las compuertas.

—¿Adónde vas hoy?, llevas más carne que los demás días.

—A la estación de invierno y a los dos balnearios; por lo visto hoy llegan oficiales de la armada a descansar una quincena.

Hanna sintió que algo golpeaba las paredes del camión y el suelo.

—Con esa pieza que llevas al final puede comer un regimiento entero.

—Pues como no se dé prisa, mi alférez, habrá que tirarla, se me ha roto el compresor y si se rompe la cadena de congelación toda esta carne se estropeará en menos tiempo del que empleo en explicárselo.

—Déjame ver.

Hanna sintió como alguien subía a la caja del vehículo. En aquel instante una voz lejana reclamó al oficial:

—Mi alférez, le llaman de Mayoría.

Las ballestas del camión, al verse liberadas de un peso importante en su parte posterior, crujieron levemente. La voz, al cerrarse las compuertas, llegaba hasta ella amortiguada.

—¿Puedo irme ya?

—Lárgate y que te aproveche la carne.

—¡No es para mí, alférez, en casa solamente comemos sopa de remolacha, col y algún bratswurt y eso cuando hay!

El vehículo arrancó y se alejó con su carga de esperanza casi congelada.

La reunión

Eric y Karl se encontraron en la capilla de las Adoratrices. La hermana Charlotte hizo de correo. La capilla era un buen escondite y ambos se saludaron como viejos amigos.

Durante un rato estuvieron uno junto al otro haciendo como si rezaran. Luego, cuando una monja, subiendo al presbiterio, leyó unos avisos para varias mujeres que estaban presentes, ambos se pusieron a hablar en voz baja.

—He oído tu nombre infinidad de veces desde el atentado del Berlin Zimmer.

—Yo también sabía de ti. Sigfrid te nombraba a menudo.

—No voy a interrumpirte, explícame todo ocurrido.

Karl, aprovechando el murmullo de las mujeres al responder a las oraciones de la hermana, fue desgranando en el oído de Eric las vicisitudes ocurridas a Hanna y la detención de Sigfrid.

Al terminar, los nudillos de Eric estaban blancos de puro prietos.

—O sea que a Hanna la atormentaron y la llevaron a Flosembürg y a Sigfrid lo cogieron la noche que desmontabais la emisora.

—Exacto.

—¿Qué se puede hacer?

—¿Crees en Dios?, porque yo no. Si crees, reza. De los campos, al principio de la guerra, salían algunos, ahora nadie vuelve. Al que no muere de miseria lo matan trabajando. Tú estás en la Armada y tengo entendido que te llamaban el Patriota Indefinido, ¿sigues pensando igual?

—Si así fuera no estaría aquí. Además hasta ayer creía en Alemania, ahora ni en ella creo. Si este país tuviera lo que hay que tener, ya se habría cargado a ese asesino.

—Yo tengo la conciencia tranquila, he hecho lo que he podido.

—Yo no, pero todavía estoy a tiempo.

«Monedero falso»

Sigfrid fue conducido a Natelbeck. En la central de la Gestapo fue investigado al día siguiente de su llegada y una circunstancia realmente extraordinaria le salvó de la muerte.

Luego de encerrarlo en una celda, lo subieron por la mañana y comenzó a sondearlo un capitán «especialista». Sigfrid sabía cómo acababan aquellos interrogatorios. Lo inmediato era el tormento y cuando habían estrujado al reo y consideraban que estaba totalmente exprimido lo enviaban, si antes no se les iba de las manos, al paredón de fusilamientos.

Lo sentaron frente a una mesa de burda madera, en un banco, debidamente esposado. Frente a él se instaló su verdugo y comenzó simulando un tono amable.

—Bien, bien, bien. Finalmente ha caído el pájaro.

Entonces comenzó a leer un informe que estaba sobre su mesa. Luego levantó la vista y avanzó.

—Si le parece, vamos a ahorrarnos, los dos, engorrosas situaciones. Yo trabajo, y usted me reporta una cantidad de inconvenientes que ni le quiero nombrar; para al final acabar en lo mismo: usted muerto, pero se puede morir de muy distintas maneras.

Sigfrid estaba dispuesto a afrontar la muerte como fuera, pero su instinto de luchador y su carácter irónico le impulsaron a librar su última batalla.

El otro prosiguió.

—No se tome la molestia de negarlo porque entre otras personas el fiel portero de sus padres, al que hemos llamado, lo ha reconocido y un sinnúmero de fotos halladas en el que fue domicilio de sus padres confirman quién es usted. Lo que ocurre es que quiero saber desde cuándo radiaba usted mensajes por la emisora de onda corta.

Sigfrid simuló colaborar.

—Mis padres tuvieron que huir a Austria. La casa la compró en su día el doctor Hempel que recuerdo fue engañado irremisiblemente, ya que si hubiera sabido que mis padres no regresaban hubiera denunciado el hecho a las autoridades, no olvide que era el médico de Reinhard Heydrich. Cuando se fueron, y aprovechando que la casa estaba cerrada y que yo tenía unas llaves, monté la emisora.

—Ya. ¿Quiere usted hacerme creer que el doctor Hempel no sabía nada de todo ello?

—No es tan sencillo. Yo quedé comisionado por mi padre para ajustar los últimos flecos de la operación y entregar las llaves. Luego de su marcha se me fijó un plazo para abandonar la casa, porque todo fue muy precipitado. El doctor era amigo de la familia, no lo niego. Las leyes que se promulgaron contra los judíos los distanciaron mucho. Como usted comprenderá, mi estancia en la casa era una molestia y no tenía sentido que se prolongara, ni ellos ni yo estábamos cómodos. Cuando alguien compra una casa es para vivir sin huéspedes.

—Sigo sin creer lo que me cuenta.

Sabiendo que era inútil, Sigfrid decidió jugar la carta de la ironía.

—¿Por qué no se lo pregunta a él?

Él otro admitió el duelo dialéctico.

—No dude que en cuanto regrese del extranjero será interrogado.

—Imagino que aprovecharán el día que le dé libre la viuda del protector.

Éste era el título otorgado por el Führer a Reinhard Heydrich tras su muerte y Leni, su viuda, era temida por los terribles ataques de cólera que la asaltaban cuando intuía que alguien la trataba con menos deferencia de la que habría tenido en vida de su marido. Los grandes jerarcas del Partido procuraban complacerla en cualquier cosa que demandara, pues era capaz de presentarse ante el mismo Führer a exponer sus quejas.

—No abuse de mi paciencia, puedo ponerle la muerte muy difícil.

Pese a la velada amenaza, el capitán no varió el tono. Entonces extrajo del cajón central la documentación de Sigfrid y la extendió sobre la mesa.

—Quiero que me diga quién ha fabricado esta documentación.

—Me la he hecho yo.

La cara del capitán cambió. Sus ojos se achinaron y su mirada adquirió la dureza del diamante.

—Me lo está poniendo muy difícil, todo es cuestión de tiempo, su hermano tiene una cuenta pendiente por un atentado que costó muchas vidas al partido. Usted ha estado trasmitiendo noticias al enemigo y eso es delito de alta traición y ahora intenta cubrir a una red de falsificadores. Me va a obligar a ser un mal chico y no me gusta.

Sigfrid no se inmutó y vio un resquicio para entrar en el flanco de su enemigo.

—Suminístreme el material que le pida y le demostraré la calidad de mi trabajo.

El otro quedó en suspenso unos segundos sopesando la respuesta de Sigfrid. Luego, llamando al guardia que cautelaba la entrada de su despacho, ordenó:

—No pierda de vista a este individuo ni un minuto, es peligroso.

Tras estas palabras, se levantó de su mesa y abandonó el despacho.

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