La Saga de los Malditos (101 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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De nuevo la voz...

—¡Aquí Simón, favor!

Un relámpago iluminó el patio venciendo la oscuridad y en ese instante percibió al fondo del mismo una pequeña construcción a donde el fuego no había llegado.

—¿Quién llama?

—¡Soy yo, Myriam!

Ahora sí reconoció la voz, amén de que ya divisaba la alta figura de la muchacha ocupando el quicio de una pequeña puerta que se había abierto en el pequeño cuartucho del fondo del patio. Ambos se precipitaron a su encuentro llegando a su altura. Lo primero que preguntó Simón fue:

—¿Está Esther con vos?

—Y Sara también, se ha quedado a cuidarla.

Una luz especial le invadió el alma.

—¡Dejadme paso!

Myriam se retiró de la cancela y Simón se precipitó al interior. El cuartucho del lavadero era muy pequeño, estaba oscuro y a lo primero no distinguió las formas, luego la luz que penetraba por el enrejado ventanuco le permitió ver algo. Sentada en un barreño colocado boca abajo estaba Esther con una expresión ida acunando a su hijita. A su lado, la vieja ama sujetándola por los hombros, doliente como una plañidera, y con una expresión de sorpresa en el rostro, junto a la puerta, angustiada, la figura de Myriam. Seis había quedado afuera, siempre vigilante. Simón se precipitó junto a su amada y se arrodilló a sus pies abrazando su cintura. Lo que vieron sus ojos le causó un espanto indescriptible. El pelo desgreñado, la mirada perdida, la tez pálida, el pellote sucio y el brial rasgado, pero lo que más le afectó fue su expresión ausente hasta el punto que dedujo que aunque reparaba en él, sin embargo parecía no reconocerle.

Sus labios murmuraban por lo bajo: «¿Qué le han hecho a mi hijito?, ¿dónde está Benjamín? Es aún muy pequeño y le da miedo la oscuridad... que alguien me lo traiga.»

—¡Esther, el niño está a salvo y en poco tiempo lo tendréis en vuestros brazos!

A lo primero, la muchacha, pareció no entender lo que decía, después sus ojos intentaron enfocar el semblante de Simón, cual si volvieran de algún lugar muy lejano, y la cordura pareció regresar a su rostro.

Las palabras de Simón penetraron cual una barrena en su cerebro y dieron vida a aquel cuadro que poco a poco fue saliendo de su letargo. Myriam y el ama se miraron alborozadas en tanto que Esther, levantándose del barreño y entregando la pequeña Raquel al ama, se abrazaba a Simón deshecha en un llanto histérico intentando que su mente captara la grandiosidad de la buena nueva.

Simón miró a las dos mujeres que todavía lo contemplaban incrédulas.

—¡Os digo que Benjamín está a buen recaudo y que si conseguimos salir de aquí, dentro de nada lo podréis abrazar!

En aquel instante, Esther pareció recobrar totalmente la conciencia, y exclamó:

—¡Lo sabía, lo sabía, si alguien me iba a devolver a mi hijo ése erais vos!

—Ha sido una concatenación de casualidades, Metatrón, el ángel de las buenas obras, ha guiado mis pasos.

Las tres mujeres hablaban a la vez.

—¿Cómo ha sido?, ¿dónde estaba?, ¿quién lo había cogido?

—No hay tiempo ahora, lo primero es salir de aquí. ¿Dónde está Rubén?

La que respondió fue Sara, enterada de todas las peripecias habidas de la pareja, y de todos los pormenores, por el pobre Gedeón que se había sentido incapaz de guardar el secreto, dominado por la fuerte personalidad de la mujer. Aunque ésta nada había dicho a Esther de la indiscreción del viejo sirviente. En primer lugar, porque no lo reprendiera, en segundo, para que le continuara suministrando noticia de cuantas cosas sucedieran y finalmente, porque le venía bien aquella situación de pretendida ignorancia, ya que no quería sentirse de nuevo cómplice de aquellos encuentros, como lo había sido en Toledo, y porque además guardaba un profundo respeto y un gran afecto al joven rabino.

—Mi amo —recalcó lo de «mi amo»— se ha ido a su sinagoga, cumpliendo con su deber, y Gedeón ha ido con él.

Simón, en aquellos momentos, no tuvo corazón para decir que el templo de la plaza Azueyca estaba en llamas y que lo más probable fuera que nadie hubiera salido de él con vida.

Simón llamó a Domingo, que aguardaba vigilante, hacha en mano, en el patio para decidir lo que convenía hacer, ya que pasar a través de toda la judería con tres mujeres y una niña era tarea harto comprometida.

El gigante opinó:

—Amo, debemos ir dando la vuelta a la aljama por el pie de la muralla, ya que al no haber en ella casas donde rapiñar es menos probable que haya grupos armados, amén de que, por lo tanto, habrán menos fuegos.

La noticia de la recuperación de su hijo y el saber que dentro de poco lo podría estrechar entre sus brazos, había devuelto la fuerza y la cordura a Esther, que, ansiosa por abrazarlo y conocer las vicisitudes por las que había pasado su pequeño, no se soltaba de la mano de Simón ante la reprobatoria mirada de su ama que, pese a las dramáticas circunstancias por las que estaban atravesando y aun conociendo el hecho consumado del divorcio, juzgaba aquella situación con acritud. La suerte estaba echada y a Simón le pareció bueno el consejo de Seis.

—Hemos de componer la apariencia —dijo—. Es necesario que lo que vean las gentes que se topen con nosotros coincida con la explicación que demos.

—No entiendo lo que queréis decir, amo.

—¡El disfraz, Domingo, el disfraz! Necesitamos que la imagen y el argumento coincidan con la historia que relatemos.

Las tres mujeres atendían confusas a la aclaración de Simón. Éste se dispuso a esclarecer su idea.

—Vamos a ser unos de tantos que se han dedicado a expoliar casas judías. Para ello os sujetaremos mediante una soga cual si fuerais nuestros rehenes y que luego de haber acabado con los varones de vuestra casa, nos hemos decidido a llevaros con nosotros para pedir un rescate.

—Es inútil amo, no nos dejarán salir por ninguna puerta, ya habéis visto cómo estaba el asunto cuando hemos entrado en la aljama.

—No saldremos por ellas, iremos hasta el pie de nuestra ventana y entraremos en nuestra posada por ella, no olvidéis que hemos dejado la maroma oculta tras la balaustrada y entre vos y yo será fácil izarlas.

—Haced lo que sea pero hacedlo pronto, las ganas de abrazar a Benjamín son más fuertes que el peligro que podamos arrostrar —dijo Esther.

—Hemos de ser prudentes, amada mía, precisamente para que podáis abrazar a vuestro hijo.

—Y ¿qué dirá el amo cuando regrese y vea que nadie hay en la casa?

—Ved Sara, que no hay casa. —Simón señaló con un gesto el quemado edificio—. Y la vuelta de vuestro amo es asaz problemática.

—¿Qué insinuáis? —recabó la mujer.

—Lo que pueden ver los ojos de cualquiera. En estos momentos ninguno sabemos lo que será de nosotros y la hora siguiente puede ser la última, tanto más cuanto el quehacer de rabino es el más perseguido por estas bestias sedientas de sangre.

—De cualquier manera, él sabrá, si sale con bien, dónde encontrarnos y de todas maneras ya hallaremos los medios oportunos para ponernos en contacto con él —apostilló Esther—. Pero ¡por Yahvé, démonos prisa!

—Y vos, ¿qué pensáis?

Simón interrogaba a Myriam. La tensa serenidad de la que siempre hacía gala la joven le impresionaba.

—Seguiré la suerte de Esther, estoy sola, los dos criados mudéjares que servían mi casa me abandonaron cuando el edicto último del alguacil mayor prohibió a cualquiera de otra religión servir a un judío. Mi esposo, ¡afortunado él!, no ha regresado de su último viaje, y esto haya sido quizás su salvación. Cuando he salido de mi casa, ésta había comenzado a arder y me he escabullido por la trasera. Lo primero es salvar la vida y el único camino es salir de Sevilla.

Al decir lo último, su mano buscó la de su amiga.

—Pues adelante entonces, lo primero es buscar una soga.

—Amo, yo tengo una, siempre la llevo por si hemos de escalar la ventana.

Diciendo esto, Seis extrajo de su alforja un trozo de cuerda de regulares medidas y se la entregó a Simón.

—Simón, si es posible, quiero llevarme dos cosas que han jalonado este tiempo de mi vida.

—¿Qué es ello, Esther?

—En primer lugar, la
mezuzá,
que es la que estaba en la casa de mi padre, allá en Toledo. Antes estuvo en el Esplendor y luego la coloqué aquí.

—Sea, si aún está en la jamba de la puerta y el fuego no la ha destruido, contad con ello. Seis, id a buscarla —ordenó. Luego que Domingo entrara en la casa y desapareciera por la puerta de detrás, prosiguió interrogando—: ¿Y lo segundo?

—Aquella maceta —aclaró Esther señalando una pequeña vasija roja ubicada entre las florecillas que se veían junto a la tapia. Y ante el gesto extrañado de Simón, cuyas cejas interrogantes pedían una explicación, aclaró—: Ahí está enterrado el pequeño trocito de piel que le cortaron a mi niño el día de su circuncisión
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.

—Entiendo.

Simón se llegó hasta ella y, tomándola del suelo, la introdujo en su alforja. Seis ya regresaba con el pequeño pergamino en la mano que, luego de mostrarlo, entregó a Simón y que siguió parejo camino.

—¿Deseáis algo más?

—Éstos son todos mis tesoros.

—Entonces, procedamos.

Simón tomó la cuerda y comenzó a enlazar a las tres mujeres. La primera, Myriam a la que sujetó las manos a la espalda para proceder después a atar la cintura de Esther, dejándole las manos libres para que llevara en brazos a la pequeña Raquel, y en último lugar a Sara a la que ligó sus manos delante talmente cual si fuera una cuerda de galeotes.

—Perdonadme, pero es irremediable si queremos dar a nuestra comedia un tinte de realidad.

El aspecto de las tres, luego de las vicisitudes vividas, era deplorable y ello coadyuvaba a la credibilidad de la farsa.

Atravesaron el pequeño recibidor, donde aún las llamas lamían las paredes, y saliendo a Archeros pisaron la calle. La aljama ardía por los cuatro costados y el llanto y el crujir de dientes del pueblo semita era total. El caos era absoluto, el pillaje y los asesinatos eran moneda común y en cada esquina se realizaba un desafuero. La injusticia y el abuso eran palpables. Los judíos ni tan siquiera trataban de defenderse. El populacho, ebrio de vino y de resentimiento, degollaba cualquier ser viviente que oliera a judío.

Cuando las tres mujeres vieron el espectáculo, quedaron sobrecogidas. Ya que al haberse encerrado en el lavadero al primer estallido de odio, no habían podido calibrar el alcance de aquella barbarie. A lo lejos pudieron ver el resplandor brillante y el humo, fruto sin duda del incendio cuyas llamas habían destruido la sinagoga de la plaza Azueyca, y los ojos de Esther se llenaron de lágrimas en tanto el ama gemía silenciosa.

La voz de Simón sonó autoritaria, ya que en aquellos instantes no cabían sentimentalismos.

—No hay tiempo que perder, cada segundo cuenta.

Él habría la marcha llevando en su diestra la punta del cabo que sujetaba a «las presas», detrás marchaban las tres mujeres, acobardadas y transidas de espanto, y cerraba el cortejo la imponente mole de Seis con el mango del hacha pegado a su extraña mano.

Los grupos de incendiarios se habían hecho los amos de la calle. Cada cual iba a su negocio y una locura colectiva parecía haberse apoderado de todos. En la plaza de Refinadores dos mujeres eran violadas por un grupo, en tanto que sus correligionarios reían y jaleaban. El suelo de la calle estaba resbaladizo de sangre y barro. Los cinco dejaron atrás el denigrante pasatiempo y se dirigieron, siguiendo los límites de la muralla, a la plaza Alfaro para desde allí intentar llegar, dando un rodeo por la calle del Ataúd, hasta la plaza de Refinadores. Allí pareció que su buena estrella les abandonaba. Una banda de patibularios al frente de los cuales iba un herrero conocido como el Martillo, en clara referencia a su oficio y a su musculatura, los detuvo.

—¿A donde van vuesas mercedes en tan curiosa compañía?

—Son nuestras, trabajo nos ha costado prenderlas y no creáis que sus deudos las han soltado fácilmente.

—Y ¿qué vais a hacer con ellas?

—Conozco a alguien que pagará un buen rescate.

—¿Por la vieja también?

Las carcajadas del grupo atronaron la calle.

—¡Venga ya! ¡A otro perro con ese hueso! ¡Entregadnos a las dos jóvenes y os permitiremos partir con la abuela! Debe de tener la entrepierna reseca como la mojama pero acomodada por lo anchurosa.

Los acólitos se rompían las ternillas riendo y se daban fuertes golpes en la espalda bailando el agua al jefe.

Súbitamente, Seis abandonó la cola del grupo y se colocó a la altura de Simón. El otro era algo más bajo pero quizás lo igualaba en anchura de espalda.

—Nos estáis haciendo perder un tiempo precioso y no creo que tengáis autoridad para exigirnos explicaciones. —Éstas fueron las palabras que pronunciaron los labios de Domingo y no, por cierto, en voz demasiado alta.

Las risas cesaron y una rara tensión rodeó al grupo.

—Ahora os vais a quitar de en medio y cada quien seguirá su viaje, claro es, si cuadra a vuesa merced.

—¿Y quién es lo que tal suscribe?

—Quien puede y, ¡vive Dios que se han terminado las explicaciones! Mi amigo y yo vamos a seguir viaje con nuestra carga, que bien ganada la tenemos y vos os vais a ir a la barragana que os parió.

Todos seguían la escena con el morbo de ver en qué acababa todo aquello y en el fondo con la curiosidad de ser testigos de algo que hasta aquel momento jamás había sucedido, que por una vez alguien plantaba cara al matón de su jefe.

Éste entendió que estaba en juego su prestigio y que su fama se resentiría caso de no resolver aquel incómodo envite, rápida y eficazmente.

Las tres mujeres estaban aterrorizadas y, la diestra de Simón bajo su capa asía fuertemente la empuñadura de su daga.

El herrero se vino como un alud sobre Seis y éste hizo lo que había hecho mil veces en la cantera de maese Antón Peñaranda. Aplomó los pies, se agachó algo y, en el embroque, sujetó al otro por la entrepierna y por un brazo y, cual si fuera una piedra, se lo cargó en los hombros talmente como si estuviera en una de las ferias donde Simón lo llevaba para ganar las apuestas de los labriegos. Entonces, con un volteo, lo descargó de espaldas sobre su pierna derecha encogida, partiéndole el espinazo y dejándolo caer sobre el polvo de la calle.

Ni falta hizo ahuyentar a los demás, pusieron pies en polvorosa, los talones les tocaban las posaderas y el último dobló la esquina de la calle en menos que canta un gallo.

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