La Saga de los Malditos (65 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—Bien, agradeceré de un modo palmario cuanta ayuda podáis prestarme en tan espinoso tema, pero no quiero saber nada ni me hago responsable de los métodos que empleéis para conseguir vuestros fines. Soy, como os he dicho, un hombre de iglesia y no puedo admitir ciertos procedimientos, comprendiendo las dificultades que ello entraña, pero os debo decir que para mí el fin no justifica los medios.

—Os entiendo, pretendéis nadar y guardar la ropa, pero no echéis en el saco roto del olvido que también don Ferrán Martínez es hombre de Iglesia y sin embargo no opina igual que vos.

—El arcediano de Écija tuvo grandes problemas con mi antecesor y con el monarca; no quisiera yo, para resolver una dificultad, meterme en otra de mayor calado, cada uno tiene un estilo de hacer las cosas. Quiero subrayar que, si bien remuneraré generosamente cualquier intento que hagáis por arreglar el asunto, no seré partícipe de actos que repugnen a mi conciencia, aunque entiendo que de una forma u otra deberéis presionarlo. ¿Queda esto claro?

—Como la luz, ilustrísima. Dejadme hacer a mí que no soy tan puntilloso ni tengo, a Dios gracias, una conciencia tan estricta; descuidad que la mano que se manchará en el empeño será mi siniestra, pero ya sabéis la recomendación evangélica: «Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda.»

—Bien está, dejémonos de citas sagradas y vayamos al grano, ¿cuál será el precio de vuestro trabajo?

—Si fuera hombre adinerado no os cobraría por ello un mal maravedí, tal es el sentido del deber que como cristiano viejo me embarga, pero no es el caso amén de que deberé contar con colaboradores que me ayuden a conseguir el fin perseguido, pero decidme vos, excelencia, que seguro entendéis mi postura, y lo que acordéis será justo y proporcionado al riesgo que sin duda correré al responsabilizarme de mis actos.

—¿Os acomodan cien doblas de oro?, ¿cincuenta ahora y el resto cuando consigáis el fin perseguido?

—Vuestra generosidad es manifiesta y vuestra munificencia legendaria.

El obispo abandonó la estancia dejando al Tuerto con el corazón batiendo acelerado ante el generoso ofrecimiento del prelado y que entendió al comprender que, siendo él el único responsable de las acciones que emprendiera, ese riesgo era justo que estuviera bien remunerado. Si fallaba no podría recurrir, como la vez anterior, a la protección de su patrocinador, ya que éste se desentendía de cualquier acción violenta. Y lo que estaba gestando su mente sin duda podía resultar, pero, indefectiblemente, no era un apacible paseo en barca por el Guadalquivir.

Regresó el prelado portando una fina bolsa de buen cuero cordobés abultada por su contenido y abriendo las guitas que cerraban su embocadura, volcándola sobre la mesilla, hizo que su áureo contenido se desparramara sobre ella con el inconfundible y alegre tintineo que produce la buena moneda.

—No son doblas castellanas, reverencia.

—Ciertamente, es moneda almohade, tan sólida y fácil de cambiar como la nuestra pero menos rastreable, ya que viene de Granada y es más propia de los grandes comerciantes que negocian con los nazaríes que de su obispo; ya os he dicho que me une con el califa una buena amistad, sin embargo nadie imaginará que el obispo pueda tener esta clase de moneda. El miedo guarda la viña y toda precaución es poca.

El bachiller tomó en sus manos una de las doblas y la examinó a conciencia. En el anverso pudo leer:
Al-hamdu li-llah rabb al-alamin,
y en el reverso,
al-hamdu li-llah wahdahu
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.

—Me da igual quién la haya acuñado, el oro siempre es oro. La otra mitad me la abonaréis cuando haya conseguido nuestros propósitos.

—Vuestros propósitos, bueno será que no olvidéis esto último. Entendedlo bien, no me volveréis a ver. Cuando todo haya terminado y con bien, alguien os transmitirá mis noticias y os pagará vuestros empeños, caso de que den resultado, de los que repito nada quiero saber.

—Sea como gustéis, ilustrísima. Y no dudéis que quedaréis satisfecho de mí y de mi trabajo.

Rodrigo Barroso recogió la bolsa y, ajustando los cordoncillos que cerraban su embocadura, la introdujo en su escarcela. Luego, tras el protocolario saludo del besamanos, que en esta ocasión fue mucho más rendido y efusivo, abandonó la estancia.

Don Servando Núñez Batoca, sin poderlo impedir, con la palma de su mano izquierda se frotó fuertemente el dorso de su diestra, allí donde el bachiller había depositado su ósculo, y respiró. Luego se dirigió a la ventana y la abrió, permitiendo que el aire de la calle invadiera la gran sala. Aquel individuo le había proporcionado una ingrata sensación, tenía algo de sierpe en la fijeza de la mirada de su único ojo y su tacto era viscoso como la baba del sapo; cuando aquel enojoso asunto terminara no deseaba volver a verlo.

La amenaza

La situación era tensa. Era evidente que el rey Juan necesitaba a los banqueros y cambistas judíos para obtener recursos y de esta manera hacer frente a una nobleza levantisca e inquieta, y por ello lanzaba sobre los pecheros de sus reinos jaurías de perros de presa que salían de las filas de los semitas para esquilmar a los modestos contribuyentes hasta el último maravedí. Los impuestos eran incontables, a la infurción y a la martiniega
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seguían el marzadgo
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, el yantar
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y la fonsadera
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, pasando por el montazgo
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, el diezmo del mar
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y finalmente las monedas
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. Acto seguido, y para solventar los problemas que esto generaba, las gentes sencillas se lanzaban irremisiblemente en las garras de los usureros judíos en demanda de unos dineros inmediatos que salvaran momentáneamente la situación de ruina de sus comercios o de sus cosechas pero que a la larga hacía que todo empeorara. De esta manera el círculo se cerraba, el rey recaudaba pero el pueblo llano se moría de hambre. El campo estaba abonado y el tiempo era propicio para que la semilla del odio que esparcía el arcediano de Écija fructificara. La chispa que hiciera saltar todo por los aires podía producirse en cualquier momento y desde la refriega del marzo anterior, cuya herida se había cerrado en falso, los ánimos estaban tensos. En sus sermones, aquel enloquecido personaje pedía que se demolieran las veintitrés sinagogas que, según él, existían en Sevilla ya que «estaban edificadas contra derecho». Pedía así mismo que las aljamas quedaran clausuradas y que la población judía no tuviera contacto con la población cristiana. Recomendaba a los habitantes de los pueblos que no permitieran a los judíos residir entre ellos y ordenaba así mismo que todos los servidores musulmanes que trabajaran para los levitas se bautizaran, y de esta manera ya no podrían estar a su servicio al acogerse al decreto de que ningún cristiano podía servir a un hebreo. A pesar de que en repetidas ocasiones el cabildo catedralicio le había llamado la atención, sus sermones eran, más que homilías, inflamadas diatribas, hasta el punto que en cierta ocasión llegó a decir que él mismo había recogido en sus manos cien prepucios de cristianos circuncidados, cosa que indignó al rey al extremo que exigió que le mostraran todos aquellos prepucios so pena de encarcelamiento
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, todo había sido en vano y él continuaba con sus flamígeras prédicas que pronto tendrían dramáticas consecuencias. La escena se desarrollaba en el comedor de la quinta de los Ben Amía. Habían terminado de comer y una de las criadas estaba retirando los servicios del postre.

—Ama, ¿deseáis la infusión aquí o la sirvo en la galería?

—Hacedlo en la galería y dejadnos ahora.

La sirvienta se retiró silenciosa llevándose los enseres del servicio.

Esther clavó sus ojos en su esposo, que ocupaba el otro extremo de la mesa, y aguardó a que éste acabara de leer el documento que tenía entre las manos. El
haroset
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que tanto le agradaba y que Esther procuraba servirle aun fuera de la Pascua, permanecía intocado ante él.

—¿Cómo ha llegado este engendro hasta aquí? —interrogó Rubén.

—Ha venido a verme Myriam; y estábamos en el jardín y a Benjamín, que jugaba con Gedeón, se le ha ido la pelota al estanque. Gedeón ha ido a buscar un palo a fin de traerla hasta la orilla cuando alguien, por encima de la tapia, ha lanzado esto que os he entregado, sujeto a una piedra. Myriam lo ha recogido y lo ha traído hasta mí, ni que deciros tengo que lo he leído y me he quedado paralizada.

Rubén, sin responder, volvió a leer el pergamino que había depositado sobre la mesa.

En una letra menuda y en apretadas líneas decía así:

La terquedad es mala consejera y no hará sino traeros graves dificultades. No conviene ni a vos ni a vuestra familia permanecer en Sevilla. Sé quién sois y de dónde venís, rabino Ben Amía. El tiempo se agota al igual que la paciencia de los buenos cristianos que no soportan tanta humillación. Pensad que lo ocurrido en Toledo a vuestra familia es nada al lado de lo que puede suceder aquí.

¡¡¡MARCHAOS, PERROS!!

Al terminar la lectura, Rubén dejó sobre la mesa el escrito y, con un gesto cansino y habitual, se frotó con el pulgar y el índice de la diestra el puente de la nariz.

—Rubén, esposo mío, la persona que ha escrito esto nos conoce bien, si no, ¿de qué iba a saber vuestro nombre y lo que nos pasó en Toledo? Hace unas semanas me relatasteis la entrevista que sostuvisteis con el obispo; os ha dado dos opciones, la primera cambiaros de religión, como parece ser que ya han hecho algunos de los más notables del reino, y la segunda marcharnos de Sevilla, lo cual cada día me parece más prudente. No estoy dispuesta a pasar otra vez por lo que pasamos.

—Calmaos, Esther, no es tan sencillo. Llevo examinando el tema desde aquel mismo día, he consultado con los
dayanim
de las aljamas y he pasado noches en blanco sin que el sueño reparador haya venido en mi ayuda, pero a cada argumento que mi lógica expone le responde mi sentido del deber aconsejando lo contrario.

—Pero el tiempo apremia, esposo mío, y cuando las aguas bajan torrenciales entonces es ya tarde para salvar los enseres y las pérdidas son irreparables, fijaos si no en los altercados del mes de
adar
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.

—Sabéis que lo material no me importa, convertir lo que poseemos en letras cambiables y partir hacia otros horizontes poco o nada me costaría, pero partir, ¿adónde? ¿Quién me asegura que allá donde vayamos no vuelva a ocurrir lo mismo? ¿Hemos de ser un pueblo errante, condenado a vagar por el desierto cada vez que se le pase por la cabeza a algún tirano? Vamos a esperar, esposa mía; han acudido a ver al rey los más importantes de la comunidad: Mair Alquadex, Samuel Mattut, Salomón Ha Levi y David Ben Gedalya Ben Yahía
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, ellos llevan la lista de los ultrajes y desafueros que se están cometiendo todos los días contra nosotros, y le hablarán de la humillación que representó que se indultara a los causantes de los disturbios a los que anteriormente habéis aludido. El rey nos necesita, dadme tiempo y al regreso de los jueces estaré más capacitado para tomar la decisión acertada, pero ya os adelanto que jamás harán de mí un apóstata.

—Ya os he dicho mil veces que a mí no me asustan ni las alharacas de gentes exaltadas ni las amenazas anónimas, pero debo recordaros que tenemos dos hijos, Rubén, y que si algo les ocurriera a la pequeña Raquel o a Benjamín a mí se me pararían los pulsos y se me acabaría la vida.

—Pienso en ellos tanto como podéis hacerlo vos, pero no veo salida para conciliar mi obligación con mi conveniencia. Si cambiara de religión y me cristianizara posiblemente me sentiría el ser más desgraciado y abyecto del mundo, el hecho de abandonar, sin convicción y por miedo, la ley de mis padres me convertiría ante mis ojos y los vuestros en un paria despreciable, y por mucha pompa y boato que prestaran a mi conversión no dejaría de ser, ante mi comunidad, un renegado, eso sin contar el inmenso perjuicio que causaría, pues me consta, y por ello es por lo que el obispo insiste, que muchos apostatarían de su religión y tomarían la que yo adoptara.

—No seríais el primer converso ni el último; mirad a vuestro alrededor, antes los judíos únicamente tratábamos los temas del dinero, de los impuestos y de la banca, ahora muchos de estos conversos ocupan cargos de responsabilidad junto al rey y varios han llegado a obispos y a consejeros reales y aún tienen más influencia y poder que antes. Además, os consta igual que a mí que en sus casas continúan profesando la religión de sus padres. ¿Acaso no veis que envían a vuestra sinagoga aceite para las lámparas? ¿No sabéis que observan nuestras costumbres con respecto al luto y a las normas de la comida? ¿Vos creéis que Adonai exige, en los tiempos que corremos, una fidelidad hasta la muerte?

—Me duele oíros hablar de esta manera, esposa mía, e intuyo que os sentís más madre que judía, no sé lo que hacen los demás, únicamente sé lo que yo debo hacer y por el momento no deseo hablar más de este asunto.

—Como buena esposa, debo obedecer sumisa lo que mandéis, pero si veo que el peligro se cierne sobre mis hijos, antes que mi religión estarán ellos y habilitaré cualquier medio para salvarlos aun a riesgo de teneros que pedir el divorcio en caso de que persistáis en la cerril actitud de posponer vuestra familia a vuestras convicciones religiosas.

La voz de Esther sonó apenada pero firme.

—¿A tal llegaríais?

—He aprendido a quereros como quise a mi padre, no lo dudéis, por algo firmamos vos y yo las condiciones de nuestro matrimonio en la Ketubá, pero si algo amenaza a Raquel o a Benjamín, ellos son para mí lo primero.

Un hosco silencio se estableció entre la pareja, luego Esther lo rompió:

—Pero no hablemos ahora de ello, algo os quiero pedir antes de que los negros nubarrones devengan en tormenta.

—Si está en mi mano...

—Me da miedo vivir tan apartada del centro, máxime cuando vos estáis prácticamente fuera todo el día, al punto que frecuentemente no venís ni a comer y cuando tenéis reuniones llegáis muchas veces a altas horas de la madrugada.

—Mis obligaciones son muchas y variadas, el rabinato de mi sinagoga, mi cargo de
mohel
de la comunidad que me obliga a circuncidar a los neonatos al octavo día, las clases en la jeder y las reuniones con los demás rabinos para discutir cuestiones fundamentales que afectan a nuestro pueblo, hacen que el tiempo que reste para mi familia, pese a distribuirlo con sumo cuidado, sea escaso. En esto os doy la razón.

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