Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Luego recordó que introdujo el canutillo en una argolla y lo aseguró en la pata del palomo, abrió la puerta tapándola con su cuerpo a fin de que las demás aves no escaparan y, depositando el roce de un beso en las metálicas plumas del cuello de la avecilla, la lanzó hacia la luna, que burlona acababa de asomar entre el follaje. Recordaba que se quedó plantada siguiendo con la mirada el vuelo del palomo, éste ascendió sobre la vertical del huerto y, así que hubo tomado altura, describió dos grandes círculos y, cuando ya los cristales de su pequeño cerebro le marcaron el rumbo, salió disparado como si desde algún lugar ignoto alguien, con un cordel, tirara de él. Al cabo de unos instantes, la muchacha, agitando un pañuelo en su diestra, lo despidió, hasta que la avecilla se hizo un punto en el firmamento y se perdió de vista.
Su pensamiento seguía transitando libre por sus recuerdos. En aquellos años había sellado una profunda amistad con una muchacha casada con un comerciante de Esmirna, y que había conocido en una de las semanales reuniones que se celebraban en los domicilios de los que constituían las fuerzas vivas de la aljama. La coyuntura que las unió en un principio fue su común carencia de hijos y su inexperiencia compartida en temas de sexo. Myriam Vidal Gosara, que así se llamaba, era algo mayor que ella y una de las tardes que las casadas compartían experiencias entre risas contenidas e insinuaciones de carácter íntimo, hizo la muchacha un aparte con Esther y se sinceró con ella al respecto de que, al ser su marido mucho mayor que ella, jamás había sentido en el tálamo las sensaciones de las que hablaban aquellas mujeres. Esther, al ver que alguien se sinceraba con ella en cuestión tan íntima, hizo lo propio y comenzando aquella tarde por el asunto de la tardía consumación de su matrimonio y siguiendo en días sucesivos por su peripecia vital al respecto de la muerte de su amado y su boda cumpliendo el deseo de su padre, abrió su alma a aquella gentil muchacha que pronto fue su gran amiga y su mejor y única confidente. Luego Jehová la bendijo con dos embarazos y sin embargo el vientre de Myriam seguía yermo, cosa que Esther atribuyó a su anciano marido que no al hecho de que su amiga fuera estéril. Ella fue de esta manera la única persona que tuvo conocimiento del auténtico motivo de la suelta de
Volandero.
—¿Qué os ocurre, niña? ¿Ya os habéis vuelto a instalar en las Batuecas?
La voz de Sara la descendió de su ensueño.
—¡Os he dicho una y mil veces que ya no soy una niña! ¡Ocupaos de vuestros asuntos e id a bañar a Benjamín, que vendrá su padre y lo encontrará hecho una roña!
Y, lanzando al cesto la labor que estaba realizando, abandonó con paso acelerado la galería del primer piso.
El toque de queda al respecto de los judíos era terminante, aquellos que se atrevieran a estar fuera de sus domicilios después de las horas prefijadas se arriesgaban a no volver a ver nunca más a los suyos. Más de uno, al hallarse lejos de su barrio, al no poder conducir vehículos y tampoco acceder al transporte público a partir de las ocho de la noche, optaba por acudir a casa de algún amigo y a pedirle asilo por pasar la noche avisando por teléfono a los suyos a fin de que no se angustiaran.
Manfred, Sigfrid y Hanna, al tener sus documentos perfectamente acreditados con otras identidades, seguían con sus vidas intentando cada uno de ellos cumplir con las obligaciones que se habían impuesto, aunque eran conscientes de que se jugaban la vida. Sigfrid supo a través del capitán Hans Brunnel la verdad extraoficial del suceso del Berlin Zimmer, e hizo el papel de hombre totalmente horrorizado y sorprendido. Y lo hizo tan bien que el otro no sospechó en ningún momento que tuviera algo que ver con el atentado. Hanna iba a la facultad de filología y allí procuraba captar, para la Rosa Blanca, estudiantes de otras facultades de cuyo color político tuviera seguras referencias. De cualquier manera, aquellos días, su obsesión constante era Helga. No sabía cómo pero la tenía que convencer para que hablara con su hermano y le comunicara su embarazo.
Aquella tarde en particular tenía una extraordinaria misión que cumplir. Su amigo Klaus Vortinguer, el atleta amigo de Sigfrid al que había reencontrado la noche de la conferencia de Alexander Schmorell en el Schiller, la había avisado que aquel joven profesor, ayudante de la facultad de filología inglesa y de seguros antecedentes antinazis, que debía haber ido a la conferencia de Schmorell con su hermana, tenía mucho interés en conocerla. Quedaron citados en el distrito de Willsmedorf, en el café Duisbrg, ubicado en el número 116 de la calle del mismo nombre. El lugar lo determinó Klaus, cuyo odio al «cabo Adolf», como él lo llamaba, era notorio y cualquier cosa que pudiera hacer a favor de un disidente ya fuera comunista, anarquista, trosquista o judío, la hacía sin vacilar hasta el punto que Sigfrid la advirtió al saber que ella lo frecuentaba: «Ten cuidado con Vortinguer, siempre ha sido un apasionado y para el trabajo que hemos escogido los tres, eso es malo. Los patriotas no debemos ser temerarios, la temeridad ofusca el buen juicio y a la larga hace que te equivoques, creo que se la juega en exceso.» «Es demasiado buen contacto para despreciarlo —arguyó ella—. Ya tomaré medidas.»
El lugar era la clásica cervecería de corte bávaro decorada como los típicos establecimientos muniqueses, con motivos rústicos de maderas claras, adornos tiroleses y cencerros de vacas colgando del techo mediante anchas tiras de cuero. En las paredes, fotografías de saltos del equipo nacional de esquí, tomadas a vista de pájaro. El lugar destinado a la clientela imitaba un tren de montaña, de tal manera que cada compartimento se hallaba separado del otro, de modo que se podía conversar privadamente y hasta que un camarero abriera la puerta corredera de cristal para tomar las comandas o para atender a las llamadas de los clientes, cosa que se hacía tirando de una cadenilla que descendía del techo y que obligaba a bajar un número blanco en la pizarra electromagnética negra fileteada de oro del mostrador, indicando la procedencia de la llamada: nadie podía oír a nadie y la privacidad era absoluta.
Cuando Hanna cruzó la puerta del local, los dos hombres que la estaban esperando y la vieron llegar a través de los cristales de su compartimiento, al acercarse ella al reservado, se pusieron en pie. Tras las presentaciones de rigor, se sentaron; Klaus y ella en un banco y el joven profesor enfrente tras la mesa, teniendo buen cuidado de cerrar la corredera de cristal. Klaus abrió el fuego.
—Vamos a pedir ahora para que después nadie nos interrumpa y entretanto hablaremos de cosas intrascendentes.
Consecuente con sus palabras, alzó la mano y tiró de la cadenilla del techo. Al punto observaron cómo los dos camareros que estaban en la barra levantaban sus ojos hacia la pizarra automática y, luego de ver el número que se había iluminado, miraban hacia el compartimiento donde se hallaban y el más bajo tomaba un bloc de notas e iba hacia ellos. El trámite fue rápido y, apenas transcurridos unos minutos, se hallaron ante sus consumiciones y cerrados en su cubículo.
—El nombre de Renata siempre me ha gustado, me ha dicho Klaus que estudias filología alemana y que eres austriaca.
—Eres muy amable, a mí August también me gusta.
Al principio mantuvieron una conversación banal e intrascendente, en tanto se estudiaban. Hanna tenía una confianza absoluta en su instinto y no acostumbraba a errar cuando una persona, al primer golpe de vista, no le gustaba, pero enseguida percibió que una sinergia positiva se establecía entre el joven profesor y ella, su mirada inteligente bajo las gruesas gafas de concha, la barba recortada, su pipa de espuma, el suéter azul marino de cuello alto e inclusive aquel olor dulzón a tabaco de miel y a lavanda que desprendía su presencia, todo le agradaba y rápidamente entraron en materia.
—Creo que simpatizas con los de la Rosa Blanca.
—Así es, la otra noche dejé mi nombre por si les interesa contactar conmigo. Su idea de resistencia pacífica dentro de la universidad me parece magnífica y es tan subversiva como poner bombas. Lo importante ahora es ganar adeptos, y creo que la palabra es la gran arma a nuestro alcance, además no nos queda otra. El tiempo de las luchas callejeras entre los comunistas, que tampoco son de mi cuerda, y los nazis, ya pasó a la historia. Ellos tienen el poder elegidos por el pueblo, si queremos despertar a los buenos alemanes para que se den cuenta de lo que está pasando es a base de dar aldabonazos sobre sus conciencias y eso solamente se hace con la palabra, hablada o escrita, y es lo que están haciendo los hermanos Scholl.
El profesor la miraba admirado y curioso. Klaus intervino.
—Qué, te gusta, ¿no es cierto?, ya te dije que era una fiera.
—Ciertamente, no es normal que una muchacha tan joven tenga las ideas tan claras.
Luego se habló de los judíos, se tocó el tema de la invasión de Polonia, y de la explosión de gas del Berlin Zimmer.
—¿No crees que ha podido ser un atentado?
—No lo creo —respondió ella—, no hay nadie preparado para una cosa así y si alguien lo ha hecho que Dios lo ampare.
—Pues yo sí lo creo, los periódicos no han removido el tema y han echado tierra encima demasiado rápidamente. Eso no hubiera ocurrido si una orden superior no los hubiera silenciado, y ésta ha venido porque al régimen no le interesa que se siga hablando del asunto.
—Y eso, ¿por qué?
—Porque, evidentemente, tienen algo que ocultar y no van a echar la mierda al ventilador, sobre algo que los desprestigiaría ante los ojos del pueblo alemán. Huelo algo turbio, y no se por qué, me da que, tras todo ello, hay una trama de maricones y droga.
—Si es como tú dices, tarde o temprano se sabrá. Esas cosas terminan por ver la luz y si así es aprovecharemos la coyuntura para airearla y que la gente sepa la ralea moral de esa pandilla de fanáticos.
Se separaron al cabo de tres horas y cuando August se alejó lo hizo con los hombros caídos, arrastrando algo los pies con un andar cansino propio de la gente a los que no importa en absoluto la prestancia y el físico porque su mente está en otras cosas. Hanna tuvo el convencimiento de que Newman era un gran tipo y que a lo largo de su vida lo iba a encontrar de nuevo.
Helga había tomado una decisión trascendental y la culpable de ello era Hanna. Tras muchas horas de meditarlo y de hablarlo con ella, había decidido abrir su corazón a Manfred y explicarle que dentro de seis meses iba a ser padre. Su relación había prosperado y, luego de una apasionada noche de amor, él le confesó que la quería. «No puedo ofrecerte nada, Helga, pero el día que esta tormenta escampe y seamos libres, si me aceptas, quiero ser tu esposo», le dijo. La muchacha no pudo contener los sollozos y, acurrucada en su hombro, lloró. Cuando ya el sentimiento se lo permitió, enjugándose una lágrima furtiva, argumentó: «Pero Manfred, tus padres no me aceptarán.» «Tendrán que hacerlo —dijo él—. A mí tampoco me consultaron nada antes de casarse; si lo hubieran hecho, y ante la posibilidad de que naciera un loco como yo, no los hubiera dejado.»
Helga sonrió en la oscuridad sintiéndose la mujer más feliz del mundo, al extremo que estuvo apunto de confesarle su embarazo, pero, sin saber bien el porqué, se contuvo. Bien fuera porque en su interior algo le decía que aquella nueva iba a trastornar y a comprometer en demasía las actuaciones de su amado o porque en aquellos días y desde la explosión del Berlin Zimmer, lo encontraba inquieto y receloso y cuando estaba en casa cualquier ruido anómalo lo tensaba y lo ponía en guardia a la vez que sus salidas eran cada vez más frecuentes e imprevisibles. Fuere por lo que fuere, no le dijo nada.
La Kripo y la Gestapo no cejaban en sus investigaciones. De un modo discreto pero incansable. Como perros de presa, iban devanando la madeja de indicios siguiendo todas las pistas, por tenues que fueran, y a partir de los restos del naufragio iban tirando del hilo. En primer lugar, la sección de la policía científica, que estaba especializada en explosivos, dedujo rápidamente que el origen de la deflagración había sido una mezcla de cloritita y dinamita, colocada en uno de los amplificadores ubicados tras la mesa de presidencia y cuya carga se había conectado, al cerrarse el circuito, mediante un temporizador que había puesto en marcha el mecanismo de ignición y que al explosionar había contagiado por simpatía a su gemelo, produciendo la masacre. Los detectives iniciaron sus pesquisas hablando con los porteros a los que interrogaron a fondo en las dependencias de la central de Nattelbeck. Los asustados funcionarios dieron cuantas explicaciones y aclaraciones les exigió la policía y hablaron largo y tendido de la visita que a última hora les hizo aquel grupo de instaladores de sonido a cuyo frente iba un afectado personaje, con ínfulas de persona importante, cuya condición de afeminado era innegable, mostrando una carta de autorización sellada en papel de la acererías Meinz, firmada por el apoderado que acostumbraba a alquilar el palacete, que les obligó a dejar paso franco al trío, a riesgo de buscarse complicaciones. El conserje entregó a la Kripo la carta con la autorización. Las declaraciones del conserje y del portero, que fueron interrogados por separado, coincidieron y validaron la versión de ambos. La policía extendió sus tentáculos en dos vertientes, la primera hacia las acererías Meinz, que estaban pasando un momento delicadísimo a causa de la muerte de su director general. El apoderado negó haber dado cualquier autorización al respecto del alquiler de un equipo de sonido para aquella noche, a pesar de que reconoció que la firma que ratificaba el documento era exactamente igual a la suya. Luego, los pasos de los investigadores se dirigieron, ante la descripción de los porteros, al Silhouete y al Kleist-Casino, los centros principales de los núcleos de homosexualidad distinguida y discreta de Berlín, cuyas saunas aglutinaban a los más diversos y encopetados personajes, tanto del mundo civil como del estamento militar, y allí recabaron sus archivos inspeccionando con lupa la lista de los socios. Cuando las fichas estuvieron en su poder, las mostraron a cuantas personas habían estado en contacto con el comando de instaladores. El resultado fue demoledor: de entre treinta y dos personas que habían visto a aquellos individuos trabajando, veintinueve de ellas reconocieron la foto del que llevaba la voz cantante en el carné de socio del gimnasio cuyo nombre era Teodor Katinski.