La Saga de los Malditos (26 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Preparando el regreso

Desde el día de la cita con el doctor Wemberg la actitud de Helga hacia Manfred había cambiado. Las veladas en las que se enfrascaban en interminables discusiones sobre música o sobre política, habían dado paso a noches en las que, ante la falta de respuestas de la muchacha, Manfred tomaba el volumen que estaba leyendo y se enfrascaba en la lectura. Sin embargo, cada vez que

levantaba la cabeza de las páginas, sus ojos se topaban con la mirada de ella, que al instante desviaba hacia lo que estaba haciendo, ya fuere a veces una labor de punto que tenía aromas de eterna o bien un aburrido crucigrama a la que era muy aficionada.

—¿Qué te ocurre, Helga?

La respuesta siempre era la misma.

—¿A mí? Nada.

O bien:

—Cosas mías que si te las explicara no las llegarías a entender. Estoy deseando que llegue tu hermana. Los hombres sois un jeroglífico que no acierto a resolver, quiero hablar alguna vez de cosas intrascendentes, ¡yo que sé!, trapos, modas, la última película de Emil Janings
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o del reportaje sobre moda que ha filmado Leni Riefenstahl
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. Estoy un poco harta de que haya recaído sobre nosotros la tarea de arreglar el mundo.

Eran las ocho de la noche, él ponía la mesa para los dos y Helga trajinaba entre los peroles.

—¿Pongo plato de sopa?

La voz de ella llegó desde la cocina del apartamento:

—Hoy tenemos restos, es final de mes y nos hemos de ajustar; plato único.

La chica apareció en el pequeño comedor con una bandeja de humeantes raviolis.

—¡Pasta! Ya sabes que la comida italiana no me gusta y además te he dicho mil veces que yo pagaré el gasto de esta casa, da igual que sea final de mes que primero de año.

Manfred carecía de problemas económicos, ya que antes de su partida su padre había dejado las cosas arregladas a través de la cuenta de una fundación de la que era ficticio administrador el notario de su familia y que le suministraban fondos suficientes y generosos tanto a él como a Sigfrid, de forma que la reserva de purísimas piedras que le había entregado para cualquier emergencia permanecía intocada y oculta en un seguro escondrijo.

—No se olvide que está usted viviendo en mi apartamento, señorito quisquilloso, y que debe acostumbrar su exquisito paladar de niño rico a las circunstancias.

Manfred se alegró del tono de Helga y siguió la broma.

—Y usted recuerde que todo marido que se precie debe correr con los gastos de su casa.

—Esto será entre los de su clase, entre los de la mía, la buena esposa alemana y trabajadora aporta al hogar su modesto jornal para ayudar a su marido que acostumbra a ser un obrero inscrito al Partido Nacionalsocialista.

—Pero yo no soy eso, tengo estudios y un buen pasar económico, por ahora.

—Pues como quiero que te dure y tampoco eres mi marido, ya lo sabes: o raviolis o a la cama sin cenar como un chico malo.

Manfred sonrió y se alegró de que aquella noche el humor de Hclga hubiera cambiado.

—¿A qué se debe este repentino cambio de humor de la señora?

—Las mujeres tenemos días y yo mientras dudo y hasta que tomo una decisión acostumbro a estar muy metida hacia dentro. Cuando ya la he tomado, para bien o para mal, entonces vuelvo a ser yo misma.

—¿Y cuál es esa importantísima decisión que tan concentrada te ha tenido estos días, si se puede saber?

—Pues no, por el momento no se puede saber.

En aquel instante sonó el teléfono. Tres timbres y colgaron.

—Mi hermano, Eric o mi jefe de célula. Bajo a la cabina de la calle.

En tanto tomaba el tabardo y ya desde la puerta exclamó:

—Empieza sin mí, no te importe si se enfrían los raviolis, no me gustan ni fríos ni calientes.

En aquel instante la cabina del ascensor estaba ocupada; descendió la escalera saltando los peldaños de dos en dos y en un santiamén llegó al portal, abrió la puerta con el llavín y en un momento llegó junto al locutorio del teléfono público que estaba ubicado junto a la parada del tranvía. Apenas cerró la puerta tras él, cuando el aparato comenzó a sonar, descolgó el auricular y esperó; la voz de Eric sonó al otro extremo del hilo.

—¿Eres tú?

—Sí, ya me ha dicho mi hermano que todo ha ido fenomenal y que hicisteis la prueba.

—Acabamos a las siete de la mañana y quiero decirte algo, lo he estado pensando mucho, te ruego en nombre de nuestra vieja amistad que no me vuelvas a pedir algo así, porque después de hacerlo me he encontrado muy mal conmigo mismo, creo que os estáis pasando de rosca y yo quiero ser un alemán al que su conciencia no le recrimine nada.

—No te preocupes, mensaje recibido, ésta será la última vez que requiero tus servicios. ¿Has dormido luego, o has empalmado?

—He ido directamente a la escuela, tenía clase de transmisiones y el catedrático es un hueso. Me voy a dormir, pero ¡ya!

—Si eres capaz de aguantar una hora tengo una gran noticia para ti.

—¿Vale la pena?

—Yo creo que mucho.

—Está bien, ¿dónde nos vemos?

—En los billares dentro de media hora.

El Stadion Billar estaba a diez minutos de donde se encontraba y pensó que debía avisar a Helga para que no se inquietara. Marcó desde allí el número de su teléfono, el timbre sonó cuatro veces, la clave era que, si la conversación era delicada, al tercer timbre el interlocutor, que únicamente podía ser Eric, Sigfrid o Karl Knut, colgaba y entonces Manfred bajaba a la cabina; a partir del cuarto timbre la llamada era normal. La vocecilla de la muchacha llegó nítida a sus oídos.

—¿Quién es?

—Soy yo, Rosa, tardaré un poco, no me esperes despierta, si no quieres.

La voz de ella sonó desilusionada e inquieta.

—¿Pasa algo?

Manfred esbozó una sonrisa.

—Nada de particular, no te preocupes que tu maridito llegará pronto.

—Está bien Gunter, ya sabes que te he hecho para cenar raviolis, que tanto te gustan.

—Bueno, pues hasta ahora.

—Adiós y abrígate que hace mucho frío.

Esperó que colgara ella y luego lo hizo él. Salió de la cabina y, tras subirse el cuello del tabardo y mirar hacia ambos lados de la calle, costumbre inveterada que sin querer había adquirido en los últimos tiempos, se metió entre la gente de aquel barrio que a aquella hora regresaba presurosa a sus respectivos domicilios tras una agotadora jornada laboral.

La calle Von Ristchofen, más conocido como el Barón Rojo, así nominada en recuerdo del as de la aviación germana en la guerra mundial, desembocaba en Maybachplatz, junto a Schnaquenberg, una recoleta plazuela en la que en las horas diurnas y a la sombra de sus plátanos se podían ver en sus bancos una elevada cantidad de gentes sencillas leyendo los periódicos o jugando a la petanca. Al sur de la misma se hallaba el Stadion, que era como un casino de estudiantes y de obreros en el que se servían comidas y también se podía pasar el tiempo jugando al billar de carambolas o al de palos, y así mismo celebrar partidas de dominó o de cartas en unas desvencijadas mesas de mármol. Manfred llegó al lugar antes del tiempo previsto y se colocó en un rincón de la barra desde cuyo ángulo se divisaba la puerta del local. Colgó su gorra en un perchero y se desembarazó del tabardo, que colocó en el respaldo de una silla de una mesa desocupada para reservarla y de esta manera poder hablar con su amigo de una forma más íntima. El mozo del que únicamente veía el medio cuerpo que sobresalía de la barra del mostrador, apareció ante él secándose las manos en un mandil rayado que llevaba sobre una camisa blanca que adornaba con una mugrienta corbata de pajarita.

—¿Qué va a ser?

—Estoy esperando a un amigo pero póngame una cerveza negra y un café, él siempre toma lo mismo —se justificó.

Cuando el hombre se alejó, a través de los cristales de la puerta divisó a Eric, que al entrar se detuvo, paseando su mirada por encima del personal, buscándole. Manfred le hizo un gesto alzando la mano en tanto emitía un característico silbido que flotó por encima del barullo de la gente e hizo que el otro lo viera en el acto. Eric, zigzagueando entre las mesas, esquivando los tacos de los jugadores de billar que sobresalían al inclinarse éstos sobre los verdes tapetes para atacar las bolas respectivas, llegó hasta su lado al tiempo que el mesero ponía, tras limpiar el mármol con un trapo, las consumiciones frente a ellos.

—Nos vamos a sentar, yo las llevo.

Y sin dar tiempo a que Eric llegara hasta donde él estaba, Manfred tomó las dos consumiciones y se acercó a la mesa donde había dejado el tabardo, y que se ubicaba junto a la pared algo alejada del centro. Su amigo lo siguió. En tanto que Eric colgaba su gabardina en un gancho de latón de la pared, él dejaba sobre la mesa la cerveza y el platillo con la taza de café.

—¿Querrás azúcar?

—Ya sabes que no, ¿qué tal, cómo va todo? —indagó Eric.

Ambos se sentaron.

—Bailando al son que tocan, y tú, ¿qué tal?

—Mis cosas marchan bien, y no tan bien cuando me meto en líos por complacer a mis amigos que son una panda de insensatos.

—No volverá a ocurrir, no te preocupes, ya he hablado con mi hermano, no quiero forzar tu conciencia de buen alemán.

—No lo entiendes, ni sé ya cómo te lo tengo que decir, han pasado y pasan cosas con las que no puedo estar de acuerdo, pero ya hemos recuperado los Sudetes
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y las demás naciones no han tenido más remedio que darnos la razón en el Tratado de Munich, porque ahora nos respetan, ¿sabes? Y era una reivindicación histórica. Además, aparte del problema policial contra algunos colectivos que sin duda existe y con el que no puedo estar conforme, es innegable el progreso que ha realizado el Führer en el tiempo que lleva gobernando este país.

—De veras, Eric, no quiero volver a empezar, ni te voy a convencer ni tú me vas a convencer a mí, ahora hablo en serio, no volveré a pedirte algo que repugne tu conciencia, el tiempo dará la razón a quien la tenga y ahora dime, ¿cómo quedó lo de ayer?

—Un radioaficionado escocés me contestó al segundo o tercer intento.

—¡Eso es magnífico! Y ¿hasta dónde alcanza ahora la potencia del aparato?

—En una noche afortunada puedes hablar hasta con Sudáfrica, por ejemplo. Depende de la climatología pero lanzarás a las ondas del éter tu mensaje y si el que lo espera está atento es impensable su alcance. Eso sí, de no hablar en clave, todo el mundo que se halle en el aire y sintonice tu frecuencia, te podrá escuchar y saber quién eres.

—¿Y si yo no digo mi nombre ni quién soy?

—Da lo mismo, no se sabe quién habla pero sí desde dónde.

Manfred quedó un instante pensativo.

—Buen trabajo Eric, algún día te alegrarás de haberlo hecho.

—O lo lamentaré, eso ya se verá.

—Te aseguro que nadie sabrá que tú has sido el que ha hecho el milagro.

—Me he limitado a colocar las piezas en su sitio. El emisor que te han dado, no sé ni quiero saber quién te lo ha facilitado pero es una bestia en cuanto a potencia se refiere. No había visto algo así nunca.

—No importa, cuanto menos sepas mejor; pero el mérito es tuyo. Una cosa es darte el tornillo y otra saber dónde hay que ponerlo.

—Bueno, dejémoslo así, prefiero no saber.

Callaron un instante mientras los dedos de Eric jugaban con un llavero.

—Te quiero advertir que un equipo fijo como el tuyo, si lo empleas con más potencia de la autorizada, si se dedican a ello, puede ser detectado.

—Únicamente en un caso extremo lo emplearé con la intensidad de señal que has instalado. Normalmente seré un radioaficionado corriente que trabaja con la potencia autorizada. ¿Qué has querido decir con lo de equipo fijo?

—Que si, por ejemplo, el equipo que tú tienes lo instalaras en un coche con una buena antena y te fueras moviendo cada vez que entraras en el éter, entonces sería mucho más difícil localizarte.

—Y ¿eso se puede hacer?

—Hoy día todo es posible, pero ¿qué estás pensando?

—Nada, déjalo. Pero y si no me muevo, ¿qué puede ocurrir?

—Que con tres radiogoniómetros que crucen sus señales en un mapa, en cuanto detecten tus cristales magnéticos, te tienen localizado.

—De lo cual se infiere...

—Pues que si pretendes que no te localicen has de ser muy breve.

Hicieron una pausa y Eric, tras dar un sorbo de su café, inquirió:

—Bueno, ¿cuál es esa noticia tan importante que tenías para mí?

Manfred se recreó un instante y luego, consciente del impacto que iba a causar en su amigo, habló.

—El día 22 Hanna regresa a Berlín.

Como si le hubieran dado con un mazo en la cabeza, Eric dejó de beber y casi se derrama el café encima.

—Repite lo que has dicho.

—Mi hermana vuelve a Berlín, y no hace falta que te aclare que regresa por ti, lo hace con documentación falsa y se juega la cárcel, ya sé que dices que no está pasando nada, pero yo opino lo contrario y, como es lógico, he tomado precauciones.

Eric se mesó los rubios cabellos con la diestra y el otro prosiguió:

—Si la pillan le harán pagar el hecho de que es judía, que se marchó sin permiso y que ha regresado con documentación falsa. Su ventaja sobre mí es que ella no es comunista, pero el amor es así de insensato.

—Tengo tantas cosas que preguntarte que no sé por dónde empezar. En primer lugar, ¿cuándo vuelve y cómo?

—El día 22 a las 11.15 en un tren que llega a la estación de Postdam desde Hungría, el número del convoy es el 13355, pero ella bajará en Falkensteiner.

—¿Dónde va a vivir?

—De momento conmigo, luego ya veremos lo que decide, porque Sigfrid no quiere vivir con los tíos por no comprometerlos y a lo mejor vive con él. Ya sabes que, como no haya cambiado mucho, e imagino que no desde el momento que regresa en contra de la opinión de mis padres, cuando a Hanna se le mete algo en la cabeza es imposible apartarla de su idea.

—Quiero ir a la estación a recogerla, me lo debes.

—Cierto, pero debo consultarlo.

—¿A quién? Ella no pertenece al partido.

—No querrás ponerla en peligro. —Ambos se miraron con intensidad—. De acuerdo, te lo debo. Ah, por cierto, tu novia, ahora, se llama Renata Shenke y es austríaca.

Un rumor les hizo levantar la cabeza y observar su origen, Dos parejas de la Gestapo habían entrado en el local y, comenzando por el lado opuesto al que ellos estaban, avanzaban pidiendo documentaciones.

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