La Saga de los Malditos (25 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—¿Qué tal, Eric?

—Ya ves, actuando como un proscrito y jugándome, por lo menos, la expulsión de la escuela por contravenir las órdenes del gobierno. Tu hermano está un poco para allá, me parece que su cabeza no rige o por lo menos no se da cuenta de los líos en los que mete a la gente. Y el caso es que cuando me quiero dar cuenta, no sé por qué regla de tres, ya me ha convencido.

Sigfrid no respondió directamente a la argumentación de Eric, consultó la esfera fosforescente de su cronógrafo de pulsera y respondió a su amigo:

—Chaladuras de Manfred, a mí también me mete en sus líos, ya sabes cómo es. Los tíos se han ido a Oberamergau a la casa que tiene la madre de tía Anelisse para ver
La Pasión
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, esperemos un poco y así podremos trabajar mejor. Herman ya se habrá retirado aunque por ese lado no hay problema. ¿Quieres que vayamos a algún sitio?

Eric separó los brazos y mostró su vestimenta a Sigfrid.

—Con esta pinta, ¿adónde quieres que vaya? No me van a dejar entrar en ningún local, parezco un mozo de cuerda. Mejor nos sentamos en la furgoneta y hacemos tiempo hablando, hace tiempo que no hablamos.

Sigfrid ajustó la verja en tanto que Eric se instalaba en el puesto del conductor y, alargando el brazo, retiraba el seguro de la puerta del otro lado. Sigfrid la abrió y, sentándose en el asiento del acompañante, se ayudó con la mano derecha para colocar su lesionada pierna cerrando a continuación la portezuela.

—Como puedes ver continúo siendo un trasto inútil.

—No me des la vara que hoy no tengo el día, me he comprometido a hacer algo que me repugna que es desobedecer las leyes de mi país, y solamente me faltas tú con tus monsergas.

Sigfrid se demoró unos instantes antes de responder, extrajo trabajosamente una pitillera de su bolsillo y tras ofrecer un cigarrillo a su amigo, que rehusó, encendió el suyo, abatió el cristal de la ventanilla un par de dedos para que el humo no los incomodara y comenzó a hablar con tiento.

—Vamos a ver, Eric, ¿cuánto tiempo hace que me conoces?

El otro lo miró extrañado.

—¿A qué viene ahora esta memez?

—No es ninguna estupidez, creo que somos amigos desde antes de la universidad, cuando acudimos al primer campamento de verano y nunca jamás nos hemos ocultado cosa alguna, ¿es o no es así?

Eric al observar el tono del otro se puso serio.

—Así es, pero no entiendo a qué viene todo esto.

Sigfrid, como si recitara un soliloquio prosiguió:

—Voy a revelarte cosas trascendentales que el solo hecho de conocerlas te va a comprometer y que a su vez expondrán a otras personas. Si no quieres que prosiga dímelo y me callo pero si por el contrario asumes su conocimiento me has de jurar por Hanna que jamás saldrá de tus labios nada de lo que te confiese.

Al escuchar la exigencia de su amigo, Eric entendió que lo que le iba a ser revelado era algo muy importante.

—¿Tan trascendental es el tema que me pides que jure por tu hermana?

—Tú mismo, sabes lo que mi hermana representa tanto para mí como para Manfred; si te pido que jures por ella es que el asunto es vital para todos.

—Está bien, te juro por Hanna y por mi vida que jamás repetiré a nadie lo que me digas.

Sigfrid dio una fuerte calada al pitillo y comenzó a explicarse. Pese a la pequeña obertura de la ventanilla de su lado, el parabrisas de la furgoneta se había empañado totalmente y el habitáculo invitaba a la confidencia.

—Es evidente que se aproximan tiempos terribles y nadie puede presumir de conocer el futuro que nos va a deparar la vida lo que era una presunción durante los días de la Olimpiada, ahora es un hecho irrefutable, la persecución de la que es objeto no únicamente mi raza sino también otros colectivos como los gitanos, las gentes de color, los discapacitados, etcétera, por parte de este loco de Hitler únicamente un ciego la puede negar.

—Los buenos alemanes nada tienen que ver con todo esto pero ten la certeza de que pasará, pero prosigue.

—Los buenos alemanes lo votaron y te ruego que no me interrumpas hasta que termine. Te consta que mis padres y Hanna se marcharon y para hacerlo tuvieron que hacer mil y una peripecias ya que de no ser así mi familia hubiera perdido todo el esfuerzo de su trabajo. Luego vino un período de silencio, obligado por las circunstancias, que tú mismo padeciste. Mi hermano es un miembro activo del Partido Comunista sin ser un afiliado natural del mismo ya que no es ni un obrero ni un sindicalista pero pensó, y de eso ya hace tiempo, que los únicos que daban la cara y se batían el cobre en las calles eran ellos. Y ahora viene lo que a mí concierne, te recuerdo tu juramento porque ahora estoy contraviniendo las órdenes del partido, yo también pertenezco a esas gentes, aunque de un modo diferente, ya que no veo otra formación capaz de parar los pies a estos bestias, por el momento solamente soy un liberado.

Hubo un tenso silencio entre los amigos.

—¿Qué quieres decir con lo de «liberado»?

—No estoy adscrito a ninguna célula ni consto en archivo alguno, mi misión consiste en intentar husmear cuantas cosas puedan ayudar a los míos y pasar información notificando las que interesen al respecto de los planes futuros de los nazis y así mismo ser un comando de apoyo dentro de Berlín. Ahora, si lo que te he revelado te escandaliza y consideras que es tu obligación denunciarme, hazlo.

Eric tenía la mirada en un punto lejano como si pudiera taladrar el espacio pese a la oscuridad y a través del cristal empañado.

—Te he hecho un juramento y si alguien me conoce bien ése eres tú, Sigfrid. Tengo un orden de prioridades y sé lo que antepongo a qué. Ello no quiere decir que esté conforme con tus criterios, pero para mí la amistad es lo primero y en caso de tu familia los límites han sido desbordados por mi amor hacia tu hermana. Cuenta con mi absoluto silencio. Si alguna vez me pides algo que repugne a mi conciencia, que sé que no lo harás, tal vez lo rechace, pero de mi boca no saldrá una palabra que pueda comprometer ni a ti ni a los tuyos. Por otra parte, creo que en algunas cosas se han pasado y mucho, pero estoy seguro que remitirán los abusos.

—Pues yo pienso lo contrario y creo que lo peor aún está por venir. Además, ¿tú crees que se fundamentan en algún derecho las leyes que han promulgado? ¡Mi padre tuvo que cerrar sus negocios, pero eso tal vez sea intrascendente ante el cúmulo de barbaridades que se han cometido y que se siguen cometiendo cada día en nombre de no sé qué leyes ni qué mierda de superioridad de la raza aria!

Sigfrid se iba exaltando.

—Sosiégate, que yo no legislo este país y ya te he dicho que no estoy conforme en muchas cosas.

Sigfrid se lanzó imparable cuesta abajo.

—¿Te acuerdas del hijo del conserje de la Escuela de Alpinismo? Era cojo de nacimiento, no como yo. Pues bien, lo vinieron a buscar una mañana para recluirlo en un centro para discapacitados físicos.

—¿Y?

—Pues que hace un mes comunicaron a sus padres, eso sí, en una correctísima y sentida nota, que había tenido un percance y que había muerto de una caída.

—¿Qué insinúas?

—No insinúo, te cuento hechos comprobados. Cuando fueron al lugar ya lo habían incinerado y enterrado. ¿Tú crees que esto se puede consentir?

—A lo mejor tenía alguna enfermedad infecciosa.

—¡Eres más perspicaz que todo esto, Eric, te ruego que no menosprecies mi intelecto! ¿¡Qué me dices de los juicios sumarísimos y de las condenas de gentes que prácticamente comparecen ante sus jueces sin dar tiempo a que sus abogados preparen su defensa!?

—Sé que todo es una barbaridad, pero a pesar de ello, yo creo en Alemania.

—Pues yo ya no. Únicamente en la universidad hay voces discordantes.

Eric calló y una nube de silencio se instaló entre ambos amigos. Luego Sigfrid rompió la tensa escena cambiando el tercio.

—Déjalo, tú no tienes la culpa de esta siniestra ceguera ni tampoco de haber nacido en el seno de una familia puramente aria, vamos a lo nuestro.

Ambos descendieron de la furgoneta y tras comprobar que nadie se divisaba en la bocacalle se fueron a la trasera y abriendo las puertas comenzaron a descargar los sacos y cajas que iban alojadas en su interior.

La tarea no fue sencilla, los bultos pesaban y el llevarlos hasta la parte posterior del palacete les llevó un buen rato. Cuando tuvieron todo apilado junto a la escalerilla que daba al invernadero se detuvieron para recuperar el resuello. Eric había cerrado la camioneta tras aparcarla en el vado del garaje y Sigfrid lo aguardó junto a los paquetes.

—Pero ¿todo esto es necesario para realizar tu trabajo?

—Es lo que me ha suministrado tu hermano, a lo mejor alguna cosa sobra, pero no quiero que por una tontería no lo pueda terminar y debamos volver otra noche.

—Pero ¿qué pretendes?, ¿montar una central de transmisiones?

—Tu hermano ha dicho que aumente la señal tanto como pueda, he de cambiar el transmisor y alargar la antena. —Señaló un paquete de forma circular—. Esto es hilo de cobre, debo salir al tejado y rodear la casa ocultándolo detrás del canalón del desagüe por debajo del voladizo, empalmándola con la que ya instalé y que está oculta bajo la hiedra. Nos va a llevar bastante tiempo, si no puedo terminar hoy acabaré el próximo día, o sea que démonos prisa.

Sigfrid extrajo de su bolsillo un manojo de llaves y tomando un llavín de sierra lo introdujo en la cerradura de la puerta abriendo ésta en silencio. El acarreo fue lento y cuidadoso, y fueron transportando todo, paquete a paquete, hasta la base de la escalera principal. De vez en cuando los ruidos propios de la noche los obligaban a detenerse y a aguzar el oído, ahora crujía el parqué y luego el gran carillón del comedor daba los cuartos o las medias. La casa a aquella hora y en tanto cumplían aquella tarea, resultaba solemne y extraña, a ambos les hacía el efecto que eran unos furtivos cometiendo un delito. Los criados dormían en el ala este de la mansión y no era fácil que alguno de ellos, caso de levantarse, acudiera a aquellas horas a donde ellos estaban. En el primer piso hicieron una parada para luego proseguir, hasta que finalmente todo el material llegó a la buhardilla. Entonces Eric, ayudado por su amigo, comenzó su tarea. A las cinco de la mañana el trabajo interior estaba finalizado, los papeles de embalaje, los cordeles, restos de fino alambre, herramientas de la caja de Eric, y plomo de soldadura junto al soldador yacían por el suelo en un desorden controlado. Sigfrid intentaba ayudar en todo lo que su amigo le mandaba.

—Bueno, esto ya está.

—No sé cómo te aclaras con tanto cable y tanta conexión.

—Es mi trabajo, no solamente nos exigen hacerlo bien sino hacerlo deprisa. El martes llegó a casa una orden de alistamiento, dicen que nos van a asimilar a transmisiones militares de la Kriegmarine, pero son cosas de radio macuto. Nadie sabe nada, pero en la escuela se habla.

—¿Te vas a incorporar?

—¿Qué crees?, ¿que todos podemos alegar una incapacidad?

—Mira por dónde ahora resulta que ser cojo vale la pena... si eres rico, claro.

—Pese a todo lo que hemos hablado, sigo pensando que, cuando pase todo esto, la gran Alemania resurgirá y yo quiero integrarme a ella a pleno derecho. Por lo tanto, agotadas mis prórrogas de estudio, debo incorporarme a su Marina durante mi servicio. Otra cosa es que prefiera que no estalle ningún conflicto durante ese tiempo y que Hitler pierda las próximas elecciones.

Sigfrid no hizo comentario alguno y cuando volvió a hablar, señalando el hilo de cobre que permanecía enrollado en su carrete de madera, indagó:

—Y ahora, ¿qué es lo que hay que hacer?

—Lo primero traerme una escalera y luego abrir la claraboya del tejado. Si me dices dónde está, iré yo.

—Es más complicado explicártelo que ir a por ella.

Salió Sigfrid de la habitación y cuando regresó, llevando la escalera sobre el hombro, halló a su amigo pertrechado con un herraje de alpinismo que le sujetaba por las piernas y por la cintura y del que pendía un gancho que cerraba con un gatillo.

—Qué pasa ahora, ¿vas a escalar la Jungfrau
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?

—Pasa que no quiero matarme resbalando por las tejas mojadas por el relente.

—Me gusta porque eres precavido.

—Menos guasa, que se hace tarde. —Luego comenzó a desliar una cuerda de
rappel
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y procedió a pasarla por la anilla del gancho.

—Busca un punto firme y átame, no quiero acabar estrellado porque a tu hermanito le ha dado por hablar con Australia.

Sigfrid tomó el extremo de la cuerda y miró alrededor.

—¿Te parece bien ahí?

Señaló la pata de una de las camas.

—No creo que el catre pase por la abertura del tragaluz, haz firme.

Sigfrid procedió a sujetar sólidamente el extremo del cabo en la pata de hierro de la cama y, cuando se dio la vuelta, Eric había desplegado la escalera y subía los cuatro peldaños hacia la gatera del techo. Luego la abrió sin dificultad y antes de salir al exterior dio órdenes a su amigo.

—Cuando esté fuera me pasas la bolsa de las herramientas y la linterna, y cuando te lo pida me das el hilo de cobre.

Dándose impulso en el marco de la claraboya, Eric asomó medio cuerpo a la noche. Una lluvia fina y pertinaz comenzaba a caer sobre Berlín; y sobre la dificultad natural de aquel arriesgado ejercicio de funambulismo, se añadía la humedad de las tejas de barro vitrificado. Eric, con una poderosa extensión de sus brazos, desapareció por el agujero y en un instante la cara del alpinista se enmarcó en el tragaluz.

—Si puedo, voy a trabajar sin encender la linterna, no quiero que alguien pueda verme desde la calle. Ahora ve soltando cuerda que voy a bajar hasta el borde.

La tarea resultó larga e incómoda. Al cabo de una hora y media, cuando clareaba la madrugada, Eric, empapado y aterido de frío, regresaba a la buhardilla. Descendió patoso los peldaños de la escalera y se acercó al radiador.

—Bueno, ya está, vamos a ver ahora si esto funciona.

Ambos se colocaron frente a los mandos del nuevo transmisor y Eric, que en tanto se había desprendido de los herrajes de escalador, se puso a manipular botones, interruptores y ruedecillas que movían los diales. Súbitamente, tras varias tentativas infructuosas dando su código de radio, entre toses y carraspeos de la estática, una lejana voz que llegaba a través del éter respondió desde Escocia.

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