Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
El doctor Wemberg los aguardaba en pie, sonriente en medio de la estancia.
Manfred, al que aquella situación incomodaba, saludó al galeno con un escueto «buenas tardes» y Helga le sonrió tímidamente.
—Siéntense, por favor.
Los muchachos ocuparon los sillones frontales en tanto que el doctor se ubicaba tras la mesa.
—La verdad, doctor, es que no sé a qué hemos venido.
Fue Manfred el que abrió el fuego.
El doctor Wemberg jugueteó un instante con un abrecartas que estaba sobre la mesa y tras una estudiada pausa tomó unos papeles de la carpeta y los leyó atentamente. Un silencio ominoso se abatió sobre la habitación y, luego de dejar sobre el despacho la carpetilla, el médico habló.
—No he de decirles que todos bogamos en la misma dirección, el partido me ordena que les ponga en antecedentes de ciertas cosas y que en lo posible intente ayudarles para que no acabe en drama el peligroso juego en el que todos andamos metidos.
Manfred se revolvió nervioso en su asiento en tanto que Helga lo observaba interrogante. El médico prosiguió apeando el «usted».
—Según me consta en el expediente que me ha sido entregada vosotros sois marido y mujer y vuestros superiores os han provisto de una documentación absolutamente auténtica y que resistiría cualquier investigación a la que fuera sometida, ya que los datos regístrales que en ella constan son de difícil comprobación. Por otra parte habéis sido instruidos a fin de que, en caso de un interrogatorio, vuestras declaraciones coincidan, aunque siempre quedan cabos sueltos que son muy difíciles de ligar.
—Doctor, todo lo que nos dice ya lo sabemos, lo que ignoramos son los motivos que nos han traído hasta aquí.
El doctor Wemberg, sin contestar la indirecta pregunta de Manfred, prosiguió:
—Hay cuestiones médicas en vuestro caso particular que deben solucionarse a fin de que las circunstancias externas coincidan con las peculiaridades de una pareja de recién casados de tan incómoda condición, en los días que corremos, como son las tuyas.
Al decir esto último sus ojos estaban fijos en Manfred.
—Si no nos habla más claramente me temo que tardaremos demasiado en enterarnos del auténtico motivo de esta visita.
El galeno, sin solución de continuidad, prosiguió:
—Tú eres judío, o por lo menos fuiste bautizado como tal, y esta condición añade un plus de peligrosidad a esta mujer. Caso de ser interrogada, ya sabes lo que ocurre cuando una muchacha alemana se casa o, y perdonadme la claridad, se acuesta con un judío.
Helga había enrojecido hasta la raíz del pelo.
—La mujer no puede desconocer ciertas singularidades de su marido, por tanto hemos de negar tu condición cosa harto difícil ya que tu pene ofrece unas peculiaridades diferentes a la de cualquier cristiano de cualquier confesión.
Manfred no daba crédito a lo que estaba oyendo. El doctor, como si no se diera cuenta de la violencia que estaba creando a ambos jóvenes, prosiguió:
—Es obvio que una mujer conoce perfectamente el cuerpo de su compañero. Por tanto, ante la evidencia de que estás circuncidado, no nos queda otro remedio que justificar tal estado y para ello es por lo que se ha redactado este documento.
Al decir esto último, el médico extrajo de su carpeta un certificado que amarilleaba por el paso del tiempo y se lo tendió a Manfred. Éste lo tomó en sus manos sin atreverse a apartar su mirada de los ojos del galeno. Luego, lentamente, bajó la vista y comenzó a leer.
En Budapest a 15 de marzo de 1926
Hospital Walcoviac
En el día de hoy a las 10.30 de la mañana ha sido intervenido por segunda vez el paciente Gunter Sikorski Maleter de diez años de edad que padece una balanopostitis. Se le ha practicado una recesión completa de la piel sobrante del prepucio y se ha limpiado la zona afectada.
Deberá permanecer hospitalizado un lapso de tiempo de tres días y se le tratará con sulfamidas.
Firmado Dr. Paul Brineski
Al terminar la lectura, Manfred, alzó la vista del escrito.
—¿Qué quiere decir todo esto?
—Sencillamente, el hecho de estar circuncidado no obliga a que, indefectiblemente, seas judío. Es posible que esta justificación te sirva algún día pero sin duda a quien justifica es a tu mujer, una mujer que hace uso del sexo no puede ignorar esta anomalía del cuerpo de su esposo, y en todo caso la salva de haberse unido a un judío.
—¿Qué es todo esto, doctor?
Ahora la que interrogaba era Helga.
—Este documento justifica la anomalía que como católico, tiene tu, digamos, marido.
Helga volvió la vista hacia Manfred y éste le entregó el certificado. En tanto leía, la voz del doctor Wemberg se dejó oír de nuevo.
—La circuncisión de tu marido se llevó a cabo cuando tenía diez años y fue por un problema médico, no por una cuestión de religión.
Helga, cuando devolvió el escrito, estaba roja como la grana.
—Sé que esta conversación no es grata pero es necesaria, no tengo que aclarar que en el archivo del Hospital Walcoviak de Budapest figuran los antecedentes de esta intervención. Y ahora, lamentando violentarte, he de hablar contigo, Helga. Voy a ser muy directo porque es necesario que lo sea: ¿eres virgen? —Ahora el doctor Wemberg miraba directamente a la muchacha—. Mi pregunta os atañe a los dos.
Helga dudó unos instantes y cuando habló, su voz era apenas audible.
—Sí, no he hecho el amor con nadie.
El doctor prosiguió:
—¿Tienes novio?
—Salgo con un muchacho.
—Entonces me alegro, ya que las órdenes del partido, al respecto, son determinantes y siéndolo, mejor será que su cumplimiento no sea traumatizante.
Ahora el que indagó fue Manfred.
—Perdone, doctor, pero no comprendo.
—Es elemental, no existe una sola pareja en Berlín que a los meses de haber contraído matrimonio, ella todavía conserve intacta su virginidad. Sé que esto crea una situación incómoda, pero más incomodidad pueden crear las matronas de la Gestapo en caso de una revisión cuyo resultado afectaría a ambos.
La voz de Helga era un hilo.
—¿Y qué se supone que debo hacer?
El médico sonrió con ternura.
—Si lo que estamos viviendo no fuera tan serio te respondería de otra manera, pero dentro de un mes se me ha ordenado que te haga una revisión, ése es el tiempo que tienes para resolver el problema. Caso de que lo prefieras, hay otros medios que solventan la cuestión con una pequeñísima intervención, ¿me has comprendido?
—Desde luego, doctor, no soy tonta.
La voz del médico, esta vez sonó cariñosa.
—No hagas una tempestad de un vaso de agua, tu novio va a estar muy contento. Y ahora, si no tenéis nada que consultarme, me esperan otros pacientes.
Cuando ambos jóvenes abandonaron la clínica del doctor Wemberg lo hicieron en silencio y agobiados por las revelaciones de las que los dos habían sido partícipes. Una lluvia persistente caía sobre Berlín y las calles mojadas reflejaban las luces de los faroles que rielaban en los charcos. A lo lejos divisaron la parada del tranvía por la que pasaba el 83 que los dejaría a dos manzanas de su casa. Manfred se despojó de su tabardo, que al tener capucha protegía mejor de la lluvia y se lo colocó a Helga sobre los hombros, cubriendo sus rubios cabellos con el capuz de la prenda.
—¿Qué haces? ¡Te vas a empapar!
El muchacho se levantó el cuello de su cazadora forrada.
—Tápate, yo voy bien.
De nuevo el silencio se instaló entrambos y al llegar a la parada del tranvía se sumaron al grupo de personas que aguardaba bajo la encristalada marquesina que los resguardaba de la lluvia. Pasaron varios coches que iban a diferentes lugares y finalmente vieron comparecer en lontananza un 83. La gente comenzó a agitarse, ya que aquel coche hacía un recorrido circunvalante que convenía a muchas personas. Al frenar frente a ellos una pequeña cortina de agua saltó del canal del raíl obligado por las ruedas del coche eléctrico, manchando de barrillo y agua las piernas de ambos. La gente fue encaramándose al tranvía y apretujándose en su interior, ocupando, los afortunados, algunos asientos que estaban libres. El vagón amarillo y blanco se puso en marcha en medio de un rechinar de hierro y el sonido de una campanilla que el conductor hacía sonar pulsando un botón instalado a sus pies. El revisor hacía milagros desplazándose entre el personal y al llegar a la altura de Manfred, éste se desasió de la anilla de cuero que pendía de una barra metálica sobre su cabeza. Y extrayendo, dificultosamente, su cartera del bolsillo posterior de su pantalón, entregó al hombre el abono del mes.
—Cobre dos trayectos.
El cobrador, con un perforador, taladró dos agujeros y devolvió el abono al muchacho que, colocándolo de nuevo en su billetero, lo guardó en el bolsillo al tiempo que el conductor, soltando un exabrupto, frenaba violentamente el vehículo obligando al personal a desplazarse, con brusquedad, hacia adelante. Manfred sin pretenderlo, y al no haber tenido tiempo de volver a coger el asidero, se fue hacia Helga estrujándola contra el cristal.
—¡Huy! perdona, ¿te he aplastado?
La muchacha, medio prensada, volvió su hermoso rostro hacia él.
—No ha sido nada, no me has hecho daño, más me ha dolido lo que he tenido que oír esta tarde. De verdad, no ha sido nada.
Manfred, que había vuelto a recuperar la vertical, se disculpó:
—Es que estaba guardando la cartera y este bestia ha pegado un frenazo que si no llegamos a ir como sardinas salimos por delante.
—De veras que no ha sido nada.
Se había roto el hielo.
—¡Golfilla! No me habías dicho que tenías novio.
Sintió que rebullía inquieta.
—¡Hay tantas cosas que ignoramos el uno del otro! Después de tantos años solamente sabemos quiénes somos y quiénes nos han dicho que somos, yo voy a cumplir diecinueve y tú, si no recuerdo mal, veintiuno, algo habremos hecho durante todos estos años, vamos, digo yo.
—¿Lo conozco yo? —Manfred iba a lo suyo.
Helga dudó un instante.
—No, no lo conoces, es un muchacho de mi barrio cuyos padres eran amigos de los míos.
—¿Alguna vez te acompañó a la joyería?
—¡No seas plomo Manfred! ¿Te pregunto yo algo sobre tu vida, a qué muchachas has conocido y si tienes alguna amante?
—No te enfades mujer, desde luego que no tengo por qué meter las narices en tus asuntos, tengo asumido que ésta es una situación temporal y que luego cada uno seguirá sus caminos.
La lluvia siguió salpicando las calles y de nuevo un silencio triste se instaló entre los dos. Helga apoyaba su frente en el marco de la ventana ensimismada en sus pensamientos en tanto que dos gotas de agua, que se deslizaban perezosas por el cristal, caminaron paralelas un trayecto; finalmente cada una se fue hacia un lado distinto; la muchacha pensó que, cuando toda aquella pesadilla terminara, ocurriría lo mismo con sus vidas.
El caso fue que el recuerdo de los sucesos acaecidos aquella tarde volvían una y otra vez a su pensamiento.
La carta llegó al día siguiente de la visita al doctor Wemberg. Manfred se dirigió por la mañana a la oficina de Breguenstrasse donde tenía el apartado de correos y tras firmar en el libro que le presentó un funcionario, vestido con un guardapolvo azul marino, le fue entregada la correspondencia. Aquél era uno de los medios por el que los miembros del partido, en un lenguaje críptico, se transmitían mensajes en inocuas postales, que variaban desde órdenes a citas clandestinas. Nada más ver el matasellos supo Manfred que aquella carta venía de fuera de Alemania y le traía noticias de los suyos. Conteniendo sus ansias, y como si la cosa no tuviera para él excesiva importancia, la dobló y, guardándola en el bolsillo superior de su cazadora, salió de la oficina de correos. Ya en la calle encendió un pitillo y dando una profunda calada expelió el humo en tanto daba una mirada a uno y a otro lado, costumbre adquirida sin casi darse cuenta, por observar si alguien estaba interesado en su persona; después dirigió sus pasos a un bar situado en la misma calle y tras acercarse a la barra y pedir un café examinó atentamente el sobre y comprobó, inspeccionando el matasellos, que el recorrido de la misiva había sido el de costumbre: en el anverso su nombre, Gunter Sikorski y en el remite el nombre que figuraba en la nueva documentación de su padre, Hans Broster. Luego extrajo la carta y tras rasgar el sobre comenzó a leer.
Apreciado señor Sikorski:
Deseo que al recibo de la presente se encuentre bien de salud y las cosas caminen por buenos derroteros. Nosotros aquí también estamos bien y la vida transcurre con los problemas inherentes que siempre acompañan a los hombres en su peregrinar a lo largo y ancho de este mundo. Mi mujer dedicada siempre a sus buenas obras y recordando los días maravillosos que pasamos juntos, acude frecuentemente a casa de Herr Max [era el nombre clave de Jehová] y lo atosiga con sus cosas y siempre los nombra.
El motivo de ésta es anunciarle que el próximo día 22 va a ir a Berlín aquella muchacha que le visitó en 1936 durante unos días y que había trabajado conmigo. Apenas conoce la ciudad, su nombre es Renata Shenke y le agradecería infinitamente que la recogiera en la estación de Falkensteiner, a la que llegará a las 11.15 en el tren correo que llega de Budapest (el número del convoy es el 13355), y se ocupara de su alojamiento y de sus primeros días en esta hermosa ciudad. Su intención es matricularse de filología germánica. Por si sus ocupaciones le impidieran ir a buscarla en persona y tuviera que enviar a alguien de su confianza, me ha dicho que irá vestida con un suéter de cuello cisne color verde, una falda de franela color mostaza, encima una trenca beige y una bufanda del mismo color.
Espero sus noticias y no deje de escribirme explicándome los detalles del encuentro.
Transmita mis recuerdos a todos los amigos que conocí a través de usted y reciba, con el saludo de mi esposa, la consideración de mi más profundo respeto.
Hans Broster
Manfred guardó la carta en el bolsillo de su cazadora y se dirigió al teléfono del fondo, no sin antes pedir al mozo de la barra que le suministrara una ficha.
Rodrigo Barroso se hallaba en presencia de su excelencia reverendísima don Alejandro Tenorio y Enríquez. Su explicación había sido prolija y detallada y ahora esperaba inquieto la respuesta del prelado. Su único ojo recorría inquieto la estancia admirando la riqueza del conjunto y calculando, por lo corto, cuánto le reportaría la exitosa acción llevada a cabo. El obispo jugueteaba indolente con un cálamo de escritura con cuya pluma se acariciaba la barbilla.