Jander Sunstar es un elfo dorado, un nativo de las tierras mágicas de Bienhallada, en uno de los Reinos Olvidados. Pero también es un vampiro…
Desgarrado por la pena y la ira, la plegaria de venganza de Jander es escuchada por la magia de Ravenloft y el elfo es transportado a ese reino de pesadilla donde conoce al conde Strahd von Zarovich, el amo del plano dimensional de Ravenloft. Poco a poco, Jander va descubriendo que ni siquiera el conde, también vampiro, es digno de la confianza de un elfo, ya que sus deseos de revancha están directamente ligados a la oscura herencia de Ravenloft.
Christie Golden
El vampiro de las nieblas
Ravenloft-1
ePUB v1.1
Huygens15.08.12
Título original:
Vampire of the Mists
Christie Golden, 1991
Traducción: Concha Cardeñoso
Diseño/retoque portada: Huygens
Editor original:
Huygens
(v1.0 a v1.1)
Corrección de erratas: Gurney
ePub base v2.0
Dedico este libro, con amor (y agradecimiento), a mis padres, James R. Golden y Elizabeth C. Golden, que tal vez no crean en elfos ni vampiros, pero que siempre creyeron en mí.
También doy las gracias a Veleda y a Robert porque leen todo y generalmente les gusta casi todo.
Y, por último, agradezco a TSR el haber permitido que una principiante proyectara sus negras sombras sobre Ravenloft, y a mi editor, Jim Lowder, su paciencia, guía y apoyo.
Aquel que sonríe ante la muerte, como sabemos;
aquel que florece entre las enfermedades que exterminan pueblos enteros.
¡Ay! Si semejante ser proviniera de Dios, y no del demonio,
¡qué potencia bienhechora no sería para este mundo nuestro!
Bram Stoker,
Drácula
Los últimos rayos del sol poniente se filtraban por las vidrieras de las ventanas, en la capilla del castillo, y formaban charcos de colores apagados sobre las losas del suelo. La única iluminación artificial provenía de un pequeño brasero que brillaba en el altar. El Gran Sumo Sacerdote de Barovia siguió con su tarea hasta que sus ojos no distinguían ya con claridad. Finalmente, molesto por la ineludible interrupción, dejó el amuleto a un lado y encendió las velas necesarias para continuar.
La llama cálida de las bujías iluminaba el presbiterio, aunque dejaba en las sombras la mayor parte de la capilla. La baja estructura de madera que formaba el altar, desprovista de su carácter sagrado para la celebración de ritos, había sido transformada en banco de taller sobre el que se amontonaban los útiles de un delicado trabajo de metalistería: martillos pequeños, tenazas, un yunque de platero de bruñida superficie, pedazos de cera para moldes… El sacerdote de blancos cabellos encendió el último cirio y regresó apresuradamente al talismán, amo exigente que le martilleaba el cerebro con su lastimera llamada para que lo terminase.
El Gran Sumo Sacerdote llevaba ya varias semanas fabricándolo, entregado a la tarea con una intensidad febril que le impedía descansar a medida que se acercaba al final. Sin embargo, no por ello acusaba el cansancio; la energía parecía fluir por sus venas al tiempo que guiaba sus manos, torpes e ignorantes. El objeto se hacía a sí mismo y sus dedos nudosos no eran sino meras herramientas.
Por una parte, se sentía culpable de abandonar sus obligaciones como sacerdote y refugio de una comunidad de asustados feligreses. Los ataques de los trasgos se intensificaban continuamente, y él se limitaba a enviar a su ayudante para administrar los últimos sacramentos a los muertos, cuyo número aumentaba sin cesar. La voz del amuleto, por otra parte, lo tranquilizaba recordándole que le había sido asignada una misión de mayor importancia, que no estaba forjando una simple joya de orfebre sino un arma como nunca se había visto en este mundo de lamentaciones, y el enemigo a que estaba destinada era muchísimo más terrible que los trasgos, un enemigo que vendría para sumir Barovia en la más temible oscuridad.
El anciano hizo una pausa y, con las manos temblorosas por la tensión, se restregó los enrojecidos ojos antes de proseguir. Había fundido dos piezas antiguas para crear la nueva, según las instrucciones que oía en la cabeza; el cristal representaba el don de la tierra; el platino donde se engarzaba el cuarzo también era antiguo, aunque sus dedos habían imprimido sobre el metal precioso ciertas runas de amor, en vez de violencia; el colgante tenía forma de un destellante sol y, cuando colocó la piedra en el centro, se llenó de luz y belleza como un verdadero sol en miniatura.
Cinceló con cuidado la última runa, cerró los párpados un instante para desviar el sudor de los ojos y examinó el trabajo de artesanía. Aún quedaba una cosa por hacer; se puso el colgante en el cuello, oculto entre las ropas a la vista de los demás, se tocó el bolso para comprobar si la carta que había escrito de su puño y letra unas semanas antes seguía allí, y sonrió levemente. La energía sobrenatural que todavía lo impulsaba lo alejó del altar y, con la velocidad y seguridad de una persona varios años más joven, lo guió a través de largos pasillos iluminados por antorchas.
Uno de los criados del señor lo oyó salir por los pórticos dobles de la capilla y, tras realizar un esfuerzo para darle alcance, le preguntó:
—¿Qué sucede, Santidad?
—Un caballo —pidió, sin molestarse en mirarlo un momento.
El joven corrió en silencio para adelantarse al sacerdote y cumplir la orden. El señor del castillo, antes de partir hacia la guerra, había recomendado a la servidumbre obediencia a Su Santidad en todo. A pesar de la premura con que actuó el criado, el clérigo tuvo que aguardar impacientemente varios minutos fuera de las hermosas puertas talladas del castillo, hasta que un mozo de cuadras le llevó la montura. El Gran Sumo Sacerdote subió casi de un salto a la silla y, haciendo girar al animal de un brusco tirón, salió del patio entre el estrépito de los cascos en dirección al Círculo, donde completaría el divino encargo.
La niebla descendía sobre la noche mientras el sacerdote y el caballo galopaban por el antiguo camino de Svalich. Hombre y bestia recibían continuas salpicaduras de barro, pero el viajero, ajeno a todo, azuzaba a la montura para aumentar la velocidad por mandato del amuleto. Acuciado por la impaciencia, abandonó el camino y se dirigió hacia el bosque de Svalich. Él no conocía el atajo, pero el talismán sí. Llegó por fin a su destino: un círculo de grandes piedras, justo en los límites del pueblo de Barovia.
Pretendía desmontar, quitarse el colgante y correr hacia el centro del círculo, todo al mismo tiempo, pero sólo consiguió enredarse los pies en las ropas y caer al suelo pesadamente. «Este viejo cuerpo no da más de sí», pensó con amargura mientras se ponía en pie. Se hincó de hinojos en el centro, junto a una piedra lisa y grande, y depositó el amuleto con reverencia.
«La última bendición —se dijo— y todo estará cumplido…».
Bien entrada la mañana siguiente, el joven novicio encontró al sacerdote en el mismo lugar, con una expresión de paz en el rostro, curiosamente desdibujado por la muerte, y los grises labios curvados en una leve y dulce sonrisa; en una mano sujetaba el talismán solar y en la otra, una nota. El joven, con los ojos inundados de lágrimas, tuvo que abrir y cerrar los párpados varias veces para poder distinguir las últimas palabras del Gran Sumo Sacerdote.
He aquí el gran don de los dioses para una tierra abatida. Utilízalo bien, con reverencia, pero transmite el secreto sólo de clérigo a clérigo. La familia de cuervos descenderá y éste ha de ser el santo símbolo de su linaje, éste cuyo poder es semejante al del sol: luz y calor; porque es la última esperanza para contener la sombra que caerá sobre este desgraciado reino.
Lejos de Bienhallada, el
Orgullo de la Reina
se mecía serenamente en las oscuras aguas de la bahía de Aguas Profundas. Una juguetona brisa nocturna agitaba los cabos del catamarán y los lanzaba con estrépito contra la embarcación en la calma relativa de la avanzada hora. El viento arreció y sacudió enérgicamente el estandarte e hinchó la imagen heráldica del árbol dorado sobre cielo azul oscuro cuajado de estrellas. En la distancia, las boyas repicaban amigables avisos y el olor de pescado y salitre impregnaba el aire fresco y húmedo.
Al amparo de una calleja, una silueta solitaria contemplaba el navío nostálgicamente. Bajo la luz de Selune, la piel y el cabello del elfo dorado parecían blancos como las perlas, y su gastada túnica azul adquiría el mismo tono grisáceo que la capa y los calzones. La deslucida plata del ribete de la túnica aún reflejaba el resplandor lechoso de la luna.
Jander Estrella Solar era alto entre los de su raza, casi un metro ochenta centímetros, y delgado; sus rasgos limpios y marcados se suavizaban ahora con el doloroso recuerdo. Las élficas orejas ahusadas, terminadas en gráciles puntas, se perdían, aunque no por completo, entre los abundantes cabellos dorados. Las botas, silenciosas sobre los maderos de la dársena hinchados por la acción del agua, eran de flexible piel gris y lo cubrían hasta la mitad del muslo. Una daga sencilla, envainada, le adornaba la parte izquierda de la cadera.
Sus plateados ojos rebosaban aflicción. ¿Cuántas décadas habían transcurrido desde que había contemplado un barco de su tierra natal por última vez? La gloriosa Bienhallada, lugar de belleza y armonía donde jamás regresaría… Se caló el sombrero con largos y delgados dedos para ocultarse de miradas curiosas.