Si Petya hubiera tenido más experiencia en la vida, habría percibido el sutil cambio de actitud de los habituales cuando entró silbando; si hubiera tenido algo más de diecisiete años, se habría quedado allí un tiempo prudencial y habría regresado enseguida con los suyos. Pero era joven y estaba plenamente convencido de que lo sabía todo.
Componía una estampa poco frecuente, y más bien parecía un zorro de llamativos atavíos y ojos luminosos cabrioleando entre una manada de oscuros perros. Saludó a un hombre con un manotazo en la espalda y a otro de viva voz, y dejó una moneda frente al ceñudo cantinero.
—Una jarra de lo mejor, para celebrar la estación, ¿de acuerdo?
El tabernero, callado, dejó un jarro delante de Petya.
—¡A vuestra salud, caballeros! —Encendido por el placer de la hora anterior, bebió un buen trago y clavó los ojos en la puerta, donde acababa de aparecer una figura indecisa—. ¡Entra, amigo! —lo animó, envolviendo incluso al extraño en la euforia de su noche de conquista—. ¡Que ningún hombre se aleje de la compañía de los suyos cuando media un buen trago!
—Tienes razón, joven —respondió el desconocido al tiempo que entraba y se sentaba junto a Petya.
Las conversaciones en voz baja cesaron, y los parroquianos miraron boquiabiertos al dorado intruso. Algunos hicieron un gesto de protección contra el diablo y otros salieron con premura; otros, por el contrario, se limitaron a mirarlo fijamente y unos pocos estudiaron al entrometido con hostilidad declarada.
Jander se acobardó en su interior, comprendiendo de pronto que los planes de recoger información sin mayores contratiempos no iban a funcionar; nunca había tropezado con semejante hostilidad desde que había dejado Daggerdale. Afortunadamente, el locuaz muchacho gitano no mostraba la misma reticencia que el resto de los habitantes.
—Parece que vienes de lejos, amigo —comentó Petya—. ¿Aceptarías un trago de
tuika
? Es una especialidad baroviana.
Barovia
. Jander hizo un esfuerzo por contener la emoción de saberse en el extraño paraje nombrado por Anna.
—No, gracias —replicó amablemente—. Me preguntaba si habría habitaciones libres en esta posada.
—Entonces, hable conmigo, no con ese miserable vistani —gruñó el hospedero al tiempo que miraba irritado al indiferente joven—. Ve a ganarte los tragos, Petya, o vuelve al campamento.
—Si cambias de opinión, el convite sigue en pie —susurró el gitano al oído de Jander—. Sé cómo tratan a los recién llegados en este pueblo.
Con una reverencia burlona al patrón, Petya bajó del taburete y se situó en una esquina. Empezó a revolver en el saco y emergió sonriente con una increíble variedad de pelotas, palos y antorchas entre los morenos brazos.
Encendió las antorchas, las colgó en la pared y enseguida iluminaron con alegres llamas; comenzó entonces a hacer diestros malabarismos con los objetos.
—El muchacho tiene talento —comentó el elfo—. Me llamo Jander.
—Lo siento —replicó el tabernero con gesto ceñudo—. No puedo alojarlo esta noche.
—¿Es que todas las habitaciones están ocupadas?
—No, hay muchas vacías, pero no admitimos extraños a partir de la puesta del sol.
—¿Una posada que no admite a un viajero dispuesto a pagar? —Jander levantó una ceja y curvó los labios en gesto burlón de desprecio.
—Vuelva mañana por la mañana y lo discutiremos. Por la noche no se admite a nadie —reiteró.
Jander calibró al hombre y percibió el olor del miedo que emitía bajo el hosco tono de voz y la actitud de rechazo. No se había equivocado: la aldea vivía sojuzgada por el terror. Se fue a un rincón en sombras y se caló la capucha sobre el brillante cabello dorado. Con los sentidos aguzados, se dispuso a escuchar sin más contratiempos las conversaciones a media voz y captó algunos retazos: «Diablo… quedarse en casa… Strahd». Ese nombre surgía continuamente, y siempre pronunciado con un tinte de temor. Tras escuchar de forma solapada varias discusiones, se concentró en la que se desarrollaba más cerca.
Un hombre bastante joven, con espesa barba negra, tomó un trago de cerveza. Su compañero, canoso y con barba de dos días, se limitaba a mirar abstraídamente su jarra, intacta todavía.
—No tendría que haberme marchado —dijo el mayor lánguidamente, con la voz trémula de dolor.
—Tratándose de fiebres —replicó el joven, al tiempo que le ponía una mano cariñosa en el brazo— hay que ser prudente. Lo sabes tan bien como yo, padre —añadió afable—. Además no sabemos cómo se contraen.
—Era tan joven y hermosa… —susurró angustiado, con la mirada aún empañada—. Mi pequeña Olya, pobre criatura… —se lamentó mientras los ojos se le ponían cada vez más brillantes.
El gesto del hijo reflejaba dolor, compasión y una furia que a Jander le parecía fuera de lugar.
—¿Alguien ha ido a contárselo a
él
?
El desconsolado padre se enjugó las lágrimas con dedos rechonchos.
—No, nadie se atreve a subir al castillo con semejantes noticias.
—Apuesto a que se va a enterar enseguida. El conde siempre se entera de lo que le interesa.
La expresión del anciano cambió al instante del sufrimiento al odio.
—Me alegro de que haya muerto —espetó—, me alegro de que haya muerto y no pueda tocarla más con esas manos heladas…
—¡Padre! —susurró el joven tratando de apaciguarlo.
El anciano comenzó a sollozar amargamente, y otros dos clientes ayudaron al hijo a acompañarlo a la puerta mientras los demás observaban en silencio.
Jander observó que el gitano había parado el espectáculo, sin rastro de la euforia anterior, y miraba atentamente con sus oscuros ojos. «Ese muchacho no es exactamente el payaso que finge ser», pensó. Petya se había alejado de su sitio junto al fardo de arpillera para ver la salida del padre y el hijo y, mientras el vampiro lo estudiaba a él, uno de los habituales pasó junto al muchacho y dejó caer un pequeño bulto en el saco. El hombre bigotudo de ojos de cerdo y boca cruel pidió otra cerveza y regresó a su asiento.
Jander iba a decir algo, pero dudó un momento. Era preferible no llamar la atención sobre sí mismo. Aguardaría al desenlace de la escena. Cada cual volvió a su sitio y los murmullos recomenzaron.
Petya encendió de nuevo las antorchas y continuó con los malabarismos. Un instante después, el grito de «¡Ladrón!» resonó en la sala. Con una rapidez mayor de la que el elfo les hubiera atribuido, varios de los presentes sujetaron al asombrado muchacho, le colocaron los brazos hacia atrás y comenzaron a aporrearle el estómago. Las antorchas salieron despedidas y otros cuantos aldeanos se apresuraron a apagarlas antes de que provocaran un incendio en el local.
La puerta se abrió de golpe y un hombre corpulento y gordo, con gruesas mejillas y un gran bigote, se precipitó dentro. Sus ropas eran mucho más elegantes que las camisas y chaquetas de los demás, y parecía acostumbrado a que sus órdenes fueran obedecidas.
—¡Burgomaestre Kartov! —exclamó un hombre pequeño y rechoncho—. ¡Hemos atrapado a este vistani robándole la cartera a Andrei!
Andrei, el de los ojos de cerdo y la boca cruel, asintió enfáticamente, y Kartov clavó una furiosa mirada en el chico, que estaba francamente atemorizado. A pesar de ello, Petya apretó las mandíbulas y lo miró sin titubeos.
—Ese hombre miente —manifestó fríamente el joven, sin que la voz delatara el terror que saturaba la pituitaria de Jander—. Yo sólo hacía mis juegos para ganarme unas monedas, y esa acusación es falsa. Además, si le hubiera robado la bolsa —añadió con un bufido—, él no se habría dado cuenta.
La mano de Kartov cayó de pronto sobre la cabeza de Petya en un violento revés, y el chico comenzó a sangrar por la boca.
Un grito agudo cortó el aire, y una muchacha se arrojó sobre el burgomaestre desde el umbral.
—¡No, padre! ¡Detente!
Con objetivo distanciamiento, Jander notó que también el rostro de la joven presentaba señales de una paliza. Su padre no le hizo el menor caso y con toda indiferencia la apartó de un manotazo, mientras que concentraba el ardor de su furia en el vistani.
—Si me tratas mal, mi gente lo tomará como una ofensa —le advirtió Petya con voz grave.
Evidentemente no se trataba de un alarde. Jander percibió la inquietud de algunos; al parecer, era preferible no provocar la ira de los vistanis. No obstante, Kartov estaba incapacitado para razonar en esos momentos.
—¡
Nosotros
somos los ofendidos cuando roban a un ciudadano honrado! —rugió.
—¡Que cuelguen a ese villano! —reclamó una voz anónima cuyo autor Jander no logró localizar. La consigna se generalizó rápidamente.
Kartov se inclinó hacia Petya, y sólo el gitano y el vampiro oyeron lo que el enfurecido padre le siseó.
—Cuando terminemos contigo, preferirías encontrarte en el castillo de Ravenloft. ¡Sé lo que le has hecho a mi hija!
Petya palideció bajo su tez morena. «¡Ah!», dijo para sus adentros Jander al comprender las implicaciones.
—¡No, papá! —intercedió la muchacha otra vez—. ¡Él no tiene la culpa!
—¿Es que no has recibido bastante? —exclamó el padre con una mirada iracunda.
Jander observaba asqueado. Despreciaba a los valentones, y el pueblo estaba gobernado claramente por uno de primera categoría. Se preguntó si ese hombre de temperamento ardiente sería el misterioso «él» a quien temía el entristecido padre de antes.
—Ya me encargaré de ti después, Anastasia —prosiguió Kartov—, pero en estos momentos vas a contemplar la muerte de tu amante.
—¡No! ¡Petya! —gemía la muchacha, mientras uno de los acompañantes de Kartov la sujetaba con firmeza.
—Kartov de Barovia —comenzó el gitano con voz cantarina; Jander sintió admiración por la actitud del joven—, en la noche de hoy, tú serás el ejecutor de los hechos. Boris Fedorovich Kartov, maldigo tu… —se vio interrumpido por un trapo sucio que le metieron en la boca.
Aunque la maldición no había sido enteramente formulada, algunos de los presentes dudaban de seguir al lado del burgomaestre; otros, sin embargo, agradecían la oportunidad de plasmar en la acción sus temores perpetuos.
Maniataron a Petya fuertemente con los brazos en la espalda, utilizando su propio pañuelo de alegres colores, y lo empujaron afuera entre insultos y burlas. El muchacho tropezó en el umbral y cayó de bruces sobre los guijarros del suelo, sin la menor posibilidad de frenar el golpe. El gentío estalló en carcajadas mientras Kartov lo ponía en pie agarrándolo por el sedoso cabello negro. Petya gimió de dolor.
La luz de la taberna se coló por la puerta abierta hasta el centro de la plaza, y su resplandor amarillo ofreció un vivo contraste con la palidez del reflejo de la luna. Comenzaron a iluminarse las ventanas más cercanas a la plaza, en tanto los aldeanos atisbaban por las rendijas de las persianas con curiosidad y cautela.
La muchedumbre invadió la noche en una riada de entusiasmo colectivo, y a fuerza de empellones obligaron al desventurado vistani a avanzar hacia la horca, situada en el otro extremo de la plaza. El lacayo de los ojos de cerdo se había adelantado a preparar el nudo corredizo para la víctima y aguardaba con una malvada sonrisa mientras el tropel se acercaba en su dirección. Obligaron a Petya a subir los escalones del cadalso y aún se debatía cuando el de los ojos porcinos le colocó la soga al cuello.
Nadie se percató de que el desconocido elfo se apartaba de la multitud y desaparecía como una sombra en la noche. En cambio, todos escucharon el aullido de la manada de lobos que se acercaba.
Sus voces los precedían como la música de los cuernos a los cazadores, y la estremecedora melodía preñaba la noche de un sonido espantoso que helaba la sangre en las venas. Los lobos nunca se habían presentado en el pueblo directamente, aunque, en realidad, muchos eran los sucesos que ocurrían en Barovia cuyo examen a fondo era preferible evitar.
Los aldeanos se dispersaron inmediatamente ante la llegada de las bestias con la misma unanimidad con que se habían congregado para saciar su sed de sangre. A medida que los aullidos se cerraban alrededor, corrían temblando de miedo y tropezando hacia el refugio que las pequeñas casas pudieran proporcionarles.
Anastasia aprovechó la coyuntura para escapar de las manos del que la sujetaba, que ya las había aflojado, y subió los escalones del cadalso. Haciendo caso omiso de su propio terror, se aplicó a desatar las ligaduras de Petya. Lo habían atado a conciencia; el pañuelo se le hundía en las muñecas y prácticamente tuvo que escarbar en la carne para encontrarlo. Estaba a punto de deshacer los nudos cuando su padre la asió por el brazo.
—¡Anastasia, ven! ¡Date prisa!
En ese momento, una enorme sombra peluda emergió de entre las sombras, subió al patíbulo de un salto y cayó sobre Kartov. Las mandíbulas del animal estaban cerradas, pero lobo y burgomaestre rodaron juntos por la plataforma, bajo el peso de aquél, hasta caer en el firme empedrado. La bestia soltó la presa con la misma rapidez con que la había tumbado y le mordisqueó los pies como empujándolo hacia su casa. No fueron necesarias más indicaciones pues, aunque el burgomaestre amara a su hija, se amaba más a sí mismo.
Los ocho lobos cruzaron veloces la plaza mezclando sus aullidos con los gritos de las pretendidas víctimas. Perseguían a los aldeanos que huían despavoridos, arañaban rabiosos las puertas atrancadas y se lanzaban ciega y brutalmente contra las ventanas cerradas a cal y canto. Uno de ellos se asió al marco de una ventana con sus colosales mandíbulas, pero el madero saltó con un brusco crujido y el lobo aulló de dolor, estupefacto por la sorpresa.