Petya se internó en la oscuridad del bosque con Jander a la zaga. Los tupidos árboles formaban una bóveda sobre ellos y tapaban la luz de la luna; las gruesas raíces se entrecruzaban en el sombrío suelo forestal, aunque Petya sorteaba los impedimentos con paso seguro y ánimo decidido.
—Parece que los aldeanos temen la noche —aventuró Jander—; tú, sin embargo, la cabalgas como un héroe, Petya. En este reino hay lobos. ¿Es que no te asustan?
—Tú hablas con ellos, Jander, y un bandido que se precie de tal jamás atacaría a un vistani. —Hizo un gesto jocoso por encima del hombro—. Los vistanis sabemos echar mal de ojo, ¿sabes? Y, en cuanto a otros peligros no tan mortales, este lugar no me afecta en absoluto. Por eso Strahd… —Se interrumpió de pronto para lanzar una maldición entre dientes—. Me aflojas la lengua, elfo, y no siempre es cosa favorable. Ya he hablado demasiado, me parece. Vamos, ahora cuéntame tú cosas de tu país.
—Nací en una tierra llamada Bienhallada donde sólo moraba mi raza; sería incapaz de empezar siquiera a describirte lo hermosa que era. Yo cantaba y tocaba la flauta, y celebrábamos bailes en las arboledas durante el verano. Jamás he visto nada igual desde entonces. —La voz se le tornó dura—. Y créeme, Petya, he visto muchas cosas.
—Te creo, elfo —respondió Petya con una mirada inquisitiva, pero suave y sincera—. Es posible que esta noche encuentres un bálsamo para tu alma.
Jander y su inusitado aliado se abrieron paso a través de la melancólica oscuridad del bosque de Barovia mientras el elfo proseguía con la descripción de Bienhallada. Petya guardaba un silencio respetuoso y escuchaba, afectado quizá por el profundo matiz de tristeza de la musical voz del elfo. Avanzaban con el río a la derecha casi todo el tiempo, aunque el murmullo quedaba sofocado cuando se adentraban unos metros en la espesura. Por fin, el rumor del agua dio paso a otro diferente: relinchos, ladridos y el susurro de conversaciones humanas.
Salieron de entre las sombras de los corcovados árboles, y Jander percibió el resplandor de las hogueras en la distancia. Su aguda visión élfica, aumentada por las facultades vampíricas, le permitió distinguir varias docenas de carromatos, alegremente decorados con colores brillantes y grabados imaginativos. Caballos, cabras y pollos, que formaban los ganados de los gitanos, deambulaban por los límites del campamento y algunas sombras evolucionaban en torno a la hoguera.
La calidez de la acogedora escena no fue lo primero que le llamó la atención. Hacia el norte del campamento se levantaba una enorme aguja. El firmamento estaba negro, moteado de diminutos puntos fríos de luz, pero la silueta que se alzaba hacia el cielo era mucho más negra; un imponente castillo coronaba el precipicio. Jander reconoció la estructura que había visto desde el camino al llegar a Barovia. Entonces ya le había intrigado, pero ahora conocía su siniestra identidad.
—Sí —dijo Petya en voz baja, siguiendo su mirada—, es el castillo de Ravenloft, donde habita el conde Strahd.
A Maruschka no le gustaban los niños, pero, cuando Lara le pidió que cuidara a su pequeño mientras bailaba, no encontró la forma de negarse amablemente. La joven vistani, malhumorada y ceñuda, se sentó en una tosca banqueta de madera con la infeliz criatura en los brazos mientras Lara danzaba airosamente con su esposo. A la luz parpadeante de la fogata comprobó que el niño había vomitado la sopa de remolacha que le había hecho tragar. Cuando el impertinente crío trató de llevarse a la sonrosada boca la punta de la gruesa trenza de Maruschka, la gitana decidió que el compromiso de amistad no daba más de sí.
Echando chispas por los ojos, se inmiscuyó entre los danzantes hasta llegar a Lara y le puso a su hijo entre los brazos.
—Tómalo —le dijo en lengua vistani—, no quiero que me vomite encima otra vez.
La pareja rió de buena gana y acogió cariñosamente al pequeño mientras Maruschka se alejaba con determinación.
—Los dioses cometerían un grave error si le dieran un hijo a esa muchacha. —La gitana rió entre dientes mientras seguía a su amiga con una mirada de afecto y lástima.
—Sí —asintió su marido, al tiempo que tomaba al bebé en brazos y le besaba la blanda mejilla—. Más le vale seguir el ejemplo de su abuela.
El pequeño balbuceó unos sonidos y se durmió enseguida entre los amorosos brazos de su padre.
El repentino acceso de cólera llevó a Maruschka hasta el final del círculo iluminado por la fogata del campamento. Sacudió hacia atrás la gruesa trenza de lustroso cabello negro y se quedó mirando el camino; después alzó la vista hacia las estrellas. Hacía ya cuatro horas que Petya, su hermano menor, había partido, presumido y fanfarrón como siempre. Con cuatro horas tenía tiempo más que suficiente para enzarzarse en cualquier lío.
Presentía que a Petya le había sucedido algo malo, y ella siempre escuchaba sus sentidos internos porque generalmente acertaban. Muchos de los que vivían en el campamento tenían algún tipo de visión especial; Lara, por ejemplo, leía la fortuna en las cartas y Keva oía voces que hablaban con precisión del futuro. Maruschka, en cambio, poseía el don de la visión total; era la única de su generación que había recibido esa bendición… o maldición.
Leía en cualquier superficie, fuera en una taza de agua, en una bola de cristal o en un espejo. Los naipes siempre le revelaban el destino del consultante, igual que las hojas de té, e interpretaba las rayas de las manos y del rostro; a veces incluso tenía iluminaciones instantáneas de conocimiento. Esos poderes le habían granjeado el respeto de la tribu, pero, en algunas ocasiones, la alta y esbelta vistani de veinte años de edad deseaba ser una mujer normal. Por el momento, lo único que la visión le revelaba era que Petya había tropezado con dificultades.
—Enseguida regresará, pequeña; no te apures —le susurró por la espalda una voz seca.
Se sobresaltó, pero enseguida saludó a
madame
Eva con una sonrisa. La anciana tenía la desconcertante costumbre de acercarse sin ruido; era aconsejable no hablar a su espalda, ni
pensar
siquiera, según decían, y Maruschka opinaba de la misma forma.
Nadie sabía con exactitud la edad de
madame
Eva, y ella jamás la confesaba. Conservaba la espalda recta, aunque su cuerpo era frágil y tenía el rostro tan arrugado como las ciruelas barovianas secadas al sol; llevaba suelta su blanca melena, desparramada sobre la espalda como si fuera luz de luna, y los ojos, brillantes y vivarachos, aún percibían con exactitud. A pesar de que apenas le quedaban dientes y se alimentaba de purés, era la persona más poderosa de la tribu y nadie osaba irritarla. Maruschka afinaba sus dotes adivinatorias bajo la estricta tutela de la anciana, y sabía que se convertiría en la adivina de los suyos cuando Eva perdiera facultades.
Maruschka se tranquilizó. Sabía que si Eva decía que Petya iba a regresar sano y salvo a casa, no le sucedería nada.
—Sí, Petya tiene la suerte de los dioses, de acuerdo. En la mitad de los pueblos que hemos recorrido, pondrían su cabeza en una pica si pudieran —comentó a Eva. La vieja soltó una risa rasposa—. Pero no puedo evitar preocuparme —añadió—. Coquetea con los problemas igual que con esas mozas; es un insensato.
—Algunos dirían lo mismo de mí, pequeña. Creo recordar a cierta muchacha que estaba convencida de que jamás saldría yo con vida del castillo de Ravenloft.
—¡Bueno! —Ahora le tocaba reír a Maruschka—. Strahd sí que es el mismo diablo, abuela.
—Sea como fuere, ha tratado bien a la tribu. Procura no olvidarlo, niña, por si tuvieras que dividir tu lealtad. Todos nosotros descansamos tranquilos en estas tierras y se lo debemos a la generosidad de Strahd.
De pronto, una oleada de ternura hacia la orgullosa anciana gitana inundó a Maruschka, y la abrazó impulsivamente.
—¡Y también a la inteligencia de mi abuela!
—Así es —subrayó con una sonrisa desdentada. Se deshizo del abrazo bruscamente—. Ahí llega Petya —anunció—, con otra persona.
—Será otra de esas muchachas —farfulló Maruschka mientras atisbaba el camino.
Como era de esperar, dos siluetas que se dirigían al campamento se hicieron visibles, pero la segunda no era una linda muchacha. La joven gitana nunca había visto a nadie semejante y oyó que Eva contenía la respiración a causa de la sorpresa.
—Un miembro del Pueblo —musitó.
La joven no comprendía lo que su abuela quería decir con aquel apelativo, pero Petya, sin darle tiempo a preguntar, se lanzó hacia ellas a toda velocidad. Maruschka se asustó al ver su rostro arañado, y el muchacho se detuvo en seco cuando reconoció a Eva.
—Saludos, abuela —dijo educadamente con una profunda reverencia.
Eva no se molestó en mirarlo, pero no apartaba los ojos del delgado desconocido que aguardaba a escasa distancia.
—¿Por qué no se acerca el elfo contigo? —inquirió.
—¡Petya! ¿Qué te ha sucedido? —exclamó Maruschka.
—En primer lugar, abuela —comenzó el muchacho haciendo caso omiso de ambas preguntas—, ¿recuerdas que me encargaste vigilar a Olya Ivanova? Murió de fiebres anoche.
—¿Estás seguro? —inquirió la anciana mirándolo ahora fijamente con ojos penetrantes.
—Vi a su padre y a su hermano en la taberna, y el viejo Iván está medio loco de pena. —Eva pareció agotada repentinamente, y Petya advirtió el cambio de actitud—. ¿He hecho bien en contártelo? —preguntó preocupado.
—Sí, hijo —asintió—. A pesar de que es una mala noticia, merece la pena conocerla. Ahora —prosiguió diciendo con el semblante de siempre—, contesta mi pregunta sobre el «payo».
—Dice que entre los suyos es de mala educación acercarse sin ser invitado.
—Jamás oí que los
tel’quessir
tuvieran semejante norma —replicó Eva—. De todas formas, es «payo», y por lo tanto no deseado aquí.
—¡Por favor, abuela! ¡Me ha salvado la vida esta noche! —rogó Petya.
—¡Petya! ¿Qué has hecho? —Maruschka juntó las finas cejas oscuras.
Escuetamente, y un tanto azorado, Petya les relató los sucesos de la noche. Eva levantó una ceja al oír la descripción de los poderes de Jander sobre los lobos y un leve rictus sonriente le torció un extremo de la boca.
—Muy bien —dijo inesperadamente—. Puede acercarse.
Petya hizo una mueca, a pesar de la hinchazón del rostro, y fue a buscar a su compañero.
—Parece que conoces la raza del «payo» —comentó Maruschka.
—Es un elfo dorado, también llamados del sol naciente, y provienen de un lugar conocido por Toril. La nación élfica merece honor y respeto, pero me intriga que uno de ellos haya llegado hasta aquí. Petya tiene razón, sin embargo; ha salvado a un hijo nuestro y por ello le acogemos, pero sólo esta noche. —Se tapó los frágiles hombros con el chal de alegres colores—. Es tarde. Buenas noches, chiquilla.
—Abuela, ¿no quieres saludar al desconocido?
—No —repuso con un movimiento de cabeza—; ahora es necesario dar reposo a estos viejos huesos; decidle que hay una cueva cerca de la cascada —añadió.
Maruschka asintió, aunque estaba verdaderamente perpleja, y volvió la atención hacia el extraño amigo de Petya, que ya se le aproximaba ágil y silencioso como un gato.
Era de estatura media y muy delgado; tenía los rasgos bien conformados, aunque delicados, y unos extravagantes ojos plateados grandes y apremiantes. El color de la piel la fascinó, y se quedó contemplándolo sin poder evitarlo. Aquel «payo» era lo más hermoso que había visto en su vida.
—Jander Estrella Solar, te presento a mi hermana Maruschka —dijo Petya, y Jander hizo una reverencia.
—Es un honor para mí, señora.
Maruschka se sonrojó, cosa inusitada en ella. Ese ser singular le dedicaba toda su atención y la hacía sentirse el centro del universo. Había tenido muy pocos contactos con «payos» y estaba acostumbrada al trato de los vistanis, una mezcla de rudo afecto y sutil deferencia. La gracia élfica le era desconocida, y le agradaba. Las elucubraciones fueron interrumpidas por un grito cerca de la hoguera, y, antes de que se diera cuenta, una numerosa multitud se había congregado a su espalda.
—¿Quién es ese «payo»? —preguntó el padre en lengua vistani.
—Un elfo, papá. Ha salvado a Petya de la horca esta noche y abuela dijo que le diéramos la bienvenida.
Se produjeron algunos murmullos reprobatorios, pero la palabra de Eva siempre era obedecida y la gente se apartó a regañadientes para abrirle paso.
El vampiro estaba intrigado por la acogida que le dispensarían y comprobó que las caras atezadas de los gitanos mostraban reserva, pero no hostilidad como la que había visto reflejada en los barovianos. Petya les habló deprisa en su propia lengua, y Jander observó el cambio de expresión, de la sorpresa a la admiración. Las manos se extendieron hacia él y las sonrisas de buen recibimiento sustituyeron las miradas inquisitivas. Jander sonrió a su vez con cautela. Varios brazos enlazaron los suyos y lo condujeron a un lugar de honor cerca de la hoguera entre animadas charlas y risas.
Se convirtió en el centro de atención con toda la chiquillería a sus pies; los pequeños trataban de asir el capote gris sin el menor reparo, le tocaban el cabello dorado con manitas pegajosas y le tiraban de las puntiagudas orejas. El inesperado asalto lo hizo retroceder instintivamente y deshacerse de los niños y niñas.
Maruschka los regañó, y por fin se alejaron. Los más intrépidos se detuvieron a los pocos pasos y regresaron sigilosamente para sentarse cerca del dorado «payo».