—Gra…, gracias, excelencia.
Jander se sobresaltó; ahora reconocía a Ludmilla, y la audacia de Strahd lo dejaba perplejo.
—Burgomaestre Radavich —prosiguió el conde—, permitid que os presente a mi amigo Jander Estrella Solar. Ha venido de visita desde una tierra lejana, lo cual resulta evidente.
—Señor, señora —saludó Jander—, es un gran honor conocerlos. Yo también sumo mis condolencias por las pérdidas sufridas.
—Sí —interrumpió Radavich con rapidez, a la vez que apretaba la mano de su esposa discretamente—. Por favor, pasad y disfrutad cuanto deseéis.
Jander y Strahd continuaron hacia la casa; el conde recibió los saludos de su pueblo mientras avanzaban por el elegante vestíbulo de recepción hasta lo que Jander consideró un gran salón.
Aquella estancia elegante y bien amueblada guardaba escaso parecido con el osario del que el elfo había salido huyendo. Al parecer, habían derribado los tabiques semidestrozados por el fuego de modo que, donde antes había tres o cuatro habitaciones oscuras, se abría ahora un amplio espacio único lleno de luz y aire. El techo, guarnecido con molduras de escayola que representaban brotes de manzano, descansaba sobre unos pilares de madera grabada.
Una pequeña fortuna en velas ardía en cuatro arañas de múltiples brazos, cuyos engarces de sujeción, de hierro basto, habían sido pintados en blanco, igual que el techo, de forma que las llamas de las velas parecían flotar sin soporte en el aire y la sombra. Sobre la repisa de la enorme chimenea había más candelabros y estilizadas lámparas de aceite entre guirnaldas de brotes de manzano y flores silvestres. El perfume de las guirnaldas complementaba el sonido de una única flauta y el murmullo de las conversaciones de los aldeanos. En reconocimiento a la balsámica noche primaveral, habían dejado el fuego preparado pero sin encender, y las amplias puertas se abrían sobre el jardín, iluminado con lámparas entre los árboles que irradiaban una suave luz amarilla sobre las plantas. Jander se preguntó si aún quedarían amantes en Barovia que buscaran la soledad bajo el cielo nocturno.
—¡Señor de la Mañana! —El hombre que así lo llamaba se abría paso entre el gentío. Era alto y delgado, debía de tener unos treinta y cinco años y sus ojos azul claro refulgían poseídos de un brillo fanático. Los hábitos que llevaba, de color rosa y dorado, revolotearon cuando cayó de rodillas ante Jander, inclinando la cabeza en gesto de abyecta servidumbre—. ¡Señor de la Mañana! ¡Por fin habéis acudido a nosotros!
El elfo se puso enfermo. No era la primera vez en su prolongada existencia que llamaba la atención por su parecido con Lathander, el dios de la aurora. Además, ¿conocía aquel sacerdote la existencia del dios humano de Faerun? Tal vez también fuera víctima de las extrañas y malignas nieblas de la tierra baroviana.
—Buen señor —repuso Jander con firmeza—, levantaos, por favor. Yo no soy Lathander. Miradme el rostro.
—No, no. ¡Vos sois el Señor de la Mañana y habéis venido a poner fin a las noches de terror en este reino maldito! —balbuceó.
—¡Deja en paz al elfo, payaso! —ordenó Strahd.
Martyn continuó hablando torpemente, abrazado a la pierna de Jander con el rostro pegado a la bota. El elfo no sabía qué hacer e intuía que la paciencia del conde se agotaba por momentos, como la niebla bajo los abrasadores rayos del sol.
—Ven, buen hermano —habló una voz clara. Unas manos piadosas ayudaron al sacerdote a levantarse. El joven caritativo que rodeó con un brazo al servidor de Lathander llevaba una vestidura parecida pero menos guarnecida—. El Señor de la Mañana aún no ha venido. —El joven, delgado y de unos veintidós años, inclinó la cabeza hacia Strahd y Jander—. Pido excusas por la conducta del hermano Martyn. Su cerebro es débil. No obstante, mi noble señor elfo se parece mucho a la imagen de nuestro dios. Excelencia, ¿nos concedéis vuestro perdón por este incidente?
El joven clérigo hablaba con voz fuerte y resonante y mantenía la mirada sumisamente desviada. Strahd se sintió complacido y agitó una mano benévola.
—Esta noche celebramos la primavera, no el crudo invierno; puedo mostrarme generoso con los corteses. Llévatelo de aquí. —Miró a Jander con ojos rebosantes de sarcasmo—. ¡Me eclipsáis!
—Los cultos aparecen y desaparecen —repuso el elfo—. Lathander morirá con este sacerdote, pero vos, conde, tenéis la garantía de que sobreviviréis a cualquier deidad de la luz. —Strahd soltó una sonora carcajada.
Durante el resto de la velada, el elfo se limitó a observar todo, apartado y sin participar en nada. Strahd, en cambio, hacía estragos entre las convidadas; seleccionaba a la más bella para bailar las complicadas danzas locales con gracia felina. Desde una puerta que se abría a un pequeño jardín, Jander estudiaba la expresión de las damas, que pasaba del temor a la timidez y al enamoramiento a medida que bailaban con el conde.
Sacudió la cabeza con pesar. No le cabía duda que Strahd llenaba aquellas cabezas de sugerencias; una a una, las mujeres acabarían apareciendo en el castillo durante las dos semanas siguientes, y sus familias no volverían a verlas jamás. O, al menos, rogarían para no volver a verlas.
—Tengo un colgante en la mano y, si te amenazara con él, te causaría gran dolor. Y no sólo eso: también tu verdadera identidad quedaría en evidencia ante todos los aquí presentes. Me parece que no lo deseas, ¿no es así?
Jander permaneció inmóvil; después se volvió poco a poco hacia la persona que se atrevía a interpelarlo de forma tan osada.
Era el mismo joven que había atendido al sacerdote anteriormente. El chico lo miraba pero evitaba el contacto directo con los ojos.
—¿A qué te refieres con mi «verdadera identidad»? —inquirió con serenidad—. Estás amenazando a un invitado del burgomaestre del pueblo y del conde Strahd von Zarovich.
El clérigo seguía sin mirarlo a los ojos, y sonrió ligeramente.
—No creo que quieras arriesgarte, Nosferatu. Date la vuelta despacio y acércate al jardín.
«Así pues —se dijo Jander—, este sacerdote sabe lo que hace». Y tenía razón; a la menor señal de alarma, el clérigo anunciaría públicamente el vampirismo del elfo, y sin duda el pueblo reaccionaría con violencia. Jander hizo lo que le decía el sacerdote con la intención de acorralarlo entre las sombras.
—Quédate bajo la luz del umbral.
—Como quieras. —El joven tenía algo incomprensiblemente familiar; era de complexión delgada, pero la postura de los hombros, por no mencionar el atrevimiento con que se le había enfrentado, indicaba una voluntad tenaz y una gran fuerza interior. Su rostro era atractivo y delicado, casi bello, pero la mandíbula cuadrada y los penetrantes ojos negros desmentían cualquier atisbo de debilidad. Irradiaba además un sentimiento de gran dolor y pérdida, aunque una evidente determinación al mismo tiempo—. Muy bien, me tienes en tus manos —dijo suavemente—. No eres tan estúpido como quieres hacer creer a los habitantes de esta aldea, ¿cierto? ¿Qué quieres que haga?
Los ojos negros lo escrutaron ávidamente de arriba abajo.
—Sé de ti más de lo que crees, Nosferatu. Eres Jander Estrella Solar, un elfo, y procedes de otro mundo. Llegaste a Barovia hace unos veinticinco años y salvaste a un chico gitano de un linchamiento. Una joven, la amante del gitano, te juró la amistad de toda su familia. —Jander aguardaba con expectación—. He estado buscándote mucho tiempo. Me llamo Alexei Petrovich y en el pueblo me llaman Sasha; soy el hijo de Anastasia y el muchacho que salvaste era mi padre.
Hablaba con seguridad y un ligero matiz de rabia y dolor asentado en el fondo. Jander se maravilló ante el control del muchacho.
—Eres afortunado, Sasha Petrovich, en muchos aspectos. ¿Cómo escapaste al destino de tu familia?
—No estaba en casa aquella noche. La pasé fuera con un amigo y, cuando regresamos a la mañana siguiente, encontré… —La voz se le quebró.
—Tú leías un libro —recordó Jander— en el círculo de piedras; fue una buena medida que acamparais allí porque es un lugar sagrado de verdad. Pocos muertos vivientes serían capaces de violar el suelo sagrado.
Sasha se puso en tensión, y Jander comprendió que había cometido un error.
—¿Cómo lo sabes? —Al ver que Jander no respondía, Sasha apretó la boca y se llevó la mano al medallón otra vez; lo levantó, preparado para esgrimirlo contra el vampiro, y el elfo desvió la cara—. ¿
Cómo lo sabes
? —repitió ardorosamente.
—Estábamos allí. Tu amigo y tú os librasteis de la muerte por los pelos. Si… mis compañeros hubieran estado más hambrientos, habríamos afrontado la santidad del círculo para conseguir vuestra sangre.
—¿Y tú…? —preguntó Sasha con angustia.
Jander le adivinó el pensamiento.
—No, yo no asesiné a tu familia. Te pareces mucho a Petya, Sasha; no conocí muy bien a tus padres pero parecían buenas personas —explicó con tono suave—. Lamenté profundamente la muerte de tu madre y te juro que no la maté yo.
Por fin, el joven miró a Jander a los ojos y, tras un momento, se relajó levemente.
—De todas formas, aunque salvaras a mi padre, podrías haber sido quien… acabara así con mi madre. Quiero creerte pero eres…
—¿Un vampiro? Sí, desde hace ya varios siglos, pero eso no significa que no me entristezcan las matanzas. Sasha, hace un momento confiaste en mí, cuando me miraste a los ojos sabiendo que es peligroso. Yo he preferido no hacerte daño, igual que tú has tomado la decisión de no traicionarme.
—Mi madre me habló de ti, y juré no atacarte si alguna vez te encontraba. No es una decisión, vampiro; te pondría en evidencia públicamente si pudiera, pero estoy obligado por una cuestión de honor.
—Han pasado muchos años desde que respiré por última vez. He olvidado más de lo que los mortales aprenderán nunca, pero no el honor —repuso Jander despacio—. Jamás te haré daño a ti ni a los tuyos, hijo de Petya. No puedo ofrecerte más.
Una brisa agitó el aire nocturno. Sasha se estremeció y guardó silencio mientras el elfo esperaba respetuosamente. Los minutos pasaban, hasta que por fin Sasha habló en tono grave.
—Nací en esta casa; este pueblo es mi hogar y esta gente es mi gente, aunque no me reconozcan como uno de los suyos. Hay cosas peores que morir, Jander Estrella Solar, y lo que hacéis tú y los de tu especie es una de esas cosas. ¿Cómo es posible que te parezcas tanto al Señor de la Mañana y sin embargo seas su peor enemigo? —Sasha fruncía el entrecejo, asombrado y dolorido—. ¿Cómo es que salvaste la vida de un muchacho a quien no conocías mientras necesitas la sangre de los vivos para sobrevivir? No alcanzo a comprenderlo; tal vez no son cuestiones accesibles al entendimiento humano. Mantendré la promesa con que me ataron mis padres, pero
más no puedo ofrecerte
.
Desapareció con el mismo sigilo con que había llegado, confundido entre las sombras igual que un vampiro. Jander admiró esa cualidad, heredada seguramente de sus antecesores gitanos. Con un suspiro, volvió al interior y se concentró de nuevo en los presentes.
A medida que la noche transcurría, Jander percibió las miradas mal encubiertas que una joven le dedicaba desde detrás del abanico. Era bastante atractiva, rubia y con cálidos ojos castaños. Al ver que el elfo se fijaba en ella, la muchacha dejó escapar una risita juguetona.
Jander siguió mirándola y le hizo una seña con el dedo para que se acercara. La joven ocultó sus mohines tras el abanico y miró a sus compañeras significativamente; éstas la empujaron hacia Jander con sonrisas coquetas. Al elfo le dolía la boca y comprendió que estaba realmente hambriento. Era la hora de comer.
Sasha trató de aliviar sus emociones paseando por el patio. Aspiraba profundamente el aire de la noche, inhalando la fragancia de los manzanos y las flores en busca de un poco de serenidad. No podía creer lo que acababa de hacer: mantener una conversación con un vampiro.
Levantó la vista al escuchar los cascos de un caballo en el patio. Katya llegó hasta él con la capa volando al viento.
—Sasha —le dijo, embargada de preocupación—, Martyn no se encuentra bien. Ven enseguida.
El corazón le dio un vuelco; había pedido a Katya que llevara al sacerdote a la parte de atrás de la iglesia, pero, al parecer, algo iba mal. Sin preocuparse siquiera de montar en su propio caballo, subió al de la joven, tomó las riendas y se encaminó hacia la iglesia. No había mucha distancia entre la mansión del burgomaestre y la capilla, pero estaba tan ansioso que el camino le pareció eterno.
—¿Qué le pasa? —preguntó a Katya mientras trotaban.
—Parece que ha perdido la razón por completo y que sufre grandes dolores, pero no sé qué le pasa.
Tan pronto como llegaron, Sasha bajó del caballo y ayudó a la joven a apearse. Abrieron juntos las puertas y se encontraron con la oscuridad absoluta.
—¿Martyn? —llamó Sasha parpadeando. Había una vela encendida sobre el altar, y nada más, pero distinguió un bulto encogido junto a la mesa de madera—. ¡
Martyn
!
Echó a correr por el pasillo hacia el sacerdote, y Katya se apresuró a encender más velas. Martyn gemía débilmente, apretándose un costado, y su pálido rostro se retorcía de dolor; sin embargo, cuando Sasha lo tocó, abrió los ojos y sonrió.
—Sasha, has sido como un hijo para mí —jadeó—. Te echaré mucho de menos cuando me vaya, pero he visto al Señor de la Mañana y me ha llamado.
—Martyn —replicó Sasha con ternura—, ése no era el Señor de la Mañana. Es un elfo y no es divino. ¡Déjame que te cure, por favor!
Martyn negó enérgicamente con la cabeza mientras se retorcía de dolor y se apretaba aún más el lado enfermo.
—No, hijo mío, no malgastes oraciones en mí. Me ha llamado y debo acudir. Te aseguro que
era
el Señor de la Mañana. Lo recuerdo perfectamente; todavía veo aquel rostro amable cubierto de sangre…
Sasha sintió un estremecimiento helado. La familia de Martyn, como la suya propia, había sido asesinada por vampiros, pero un ser que al hermano le parecía el Señor de la Mañana le había salvado la vida: Jander, con toda seguridad. Comenzó a temblar. Entonces… ¿era todo mentira? ¿En realidad no había más Señor de la Mañana que el vampiro élfico? No podía ser, no era posible.
—Martyn, por favor, no te dejes morir; puedo curarte…
—¡No! —se opuso con un tono sorprendentemente vigoroso. Sus ojos estaban distantes y desenfocados—. Sí, Señor de la Mañana, os escucho… Ya voy… ¡Ah! —resolló con una mezcla de dolor y placer y alargó una mano delgada y vacilante hacia algo que Sasha no veía. El brazo cayó en el momento en que el clérigo se estremecía y suspiraba por última vez; después se quedó inmóvil.