—Trina, yo no sé nada de magia. ¿Por qué no le preguntas a Strahd?
No replicó inmediatamente, y, cuando lo hizo, tenía la voz empañada.
—No quiero hablar con él. Anoche estuvo con Irina,
otra vez
. —Dio con rabia una patada en el escalón y después profirió una sarta de blasfemias dignas del marinero más pintado.
Irina, sí; Jander recordó la última «adquisición» de Strahd. Era humana, aunque por poco tiempo ya.
—Entonces, ¿por qué has venido? —le preguntó.
—No sé —repuso con un encogimiento de hombros—. Para veros a vos, tal vez —agregó con voz súbitamente ronca.
Jander la miró; había puesto un pie en la escalera y el otro, desnudo, todavía se apoyaba en el suelo, y le sonreía. Tenía una mirada intensa y unos labios rojos y provocativos. El elfo se giró para verla mejor; sentía lástima por ella.
—Trina, eres una muchacha muy atractiva, pero no me interesas. Además, no quiero ni
pensar
en tener algo que ver con ninguna de las damas de Strahd.
—¡Las damas de Strahd
! —repitió furiosa—. ¡Yo no soy una más! —El elfo no respondió y Trina, abajo, echaba humo—. Ya estoy harta de que me lo digan. ¿Por qué no se conforma sólo conmigo? ¿Para qué quiere a todas esas esclavas idiotas que ni siquieran piensan por sí mismas? ¡Dice que le gusto porque tengo personalidad propia!
—Y así es.
—Entonces, ¿por qué…?
—Trina, a Strahd le gusta que seas independiente, pero también le gusta tener todo bajo control. Déjalo que siga con sus esclavas. No significan nada para él, sólo una… diversión. —Omitió decir que, según su propio parecer, también ella era un pasatiempos más para el señor de Barovia.
—Pues me niego —musitó, sentada en el escalón de piedra con la barbilla entre las manos.
En su lindo rostro se reflejaba el disgusto que tenía. A pesar de su carácter violento, en algunos momentos parecía una niña abandonada. Jander bajó de la escalera, guardó las herramientas con cuidado en la bolsa que él mismo había confeccionado y se sentó en el escalón junto a la joven. Ella no lo miró, y, cuando el elfo le tomó el rostro y lo levantó hacia sí, mantuvo los ojos bajos. Grandes lágrimas le brillaban en las pestañas, y la tomó por los hombros amistosamente.
—Soporto la forma en que me trata sólo por la magia —dijo ella con voz emocionada—. Me está enseñando, ¿sabes? Y ya he aprendido muchas cosas, pero pienso esperar a saber lo suficiente como para hacer que me quiera sólo a mí.
—Eso es lo único que a todo el mundo le interesa de la magia, ¿verdad? —exclamó Jander, pasando de la compasión a la rabia—. ¡Magia! ¡Me hará rico! ¡Hará que se enamoren de mí! ¡Gobernaré el mundo! ¡Dioses!
—¿No te gusta? —inquirió perpleja—. La magia lo puede todo. Ese fresco al que dedicas tanto tiempo, por ejemplo. Lo único que tienes que hacer es decirle a Strahd que pronuncie unas palabras y en un segundo quedará como nuevo.
—Me gusta trabajarlo yo, devolver la belleza a la vida con mis propias manos… La magia no permite disfrutar de ese placer, y, además —su tono se tornó duro—, a Strahd no le interesan las cosas que no redundan en su propio beneficio directamente.
—¡Eso no es cierto!
—¡Oh, sí! Es cierto. Si buscas a alguien que te quiera, ¿qué haces burlándote de ese joven que te corteja en la aldea?
—¿Ése? ¡Qué ridiculez! Mantengo relaciones con él sólo porque a Strahd le parece buena idea, para que los aldeanos piensen que tengo vínculos en el pueblo y no sospechen nada.
—Entonces, haces todo lo que te dice Strahd; eres igual que las esclavas. Mejor dicho, eres peor porque lo obedeces por propia voluntad.
Trina abrió la boca para replicar, pero se paralizó cuando la verdad de las palabras caló en su mente.
—No —musitó—. Yo no soy un juguete; no soy un juguete. Me quiere.
Tenía un aspecto tan tierno y desgraciado, tan parecido al de una adolescente normal en plena crisis del primer amor, que Jander se conmovió. La abrazó con cariño y sintió la enorme acumulación de tensión que albergaba aquel cuerpecito. Sacudía los hombros al sollozar y aferraba con fuerza la túnica azul del elfo. No había posibilidades de que el idilio con el señor de la tierra llegara a un final feliz.
—Bien. ¡Qué tierna escena tenemos aquí! —sonó de pronto la voz del conde. Jander y Trina se separaron bruscamente como dos niños sorprendidos en una mala acción.
—Strahd… —comenzó a decir Jander, pero la expresión del conde reprimió las palabras antes de que las pronunciara.
Sus ojos quedaron reducidos a dos puntos luminosos, y su rostro aguileno se tornó blanco de cólera. Levantó las manos en gesto amenazador y retorció los labios en un gesto que sólo el odio puro podía inspirar.
Durante unos momentos, el elfo creyó a pie juntillas que se había propasado, que el otro vampiro había perdido la paciencia y que iba a destruirlo allí mismo. Las llamaradas rojas desaparecieron y la mirada del conde adquirió un tono frío y ligeramente distanciado. Bajó las manos, y Jander cerró los ojos, aliviado.
—Jander Estrella Solar, mi viejo amigo —dijo con voz suave y ominosa—, aunque no estéis de acuerdo con la magia, debéis respetar su poder… y el poder de los que la utilizan.
Entonces, volvió la atención hacia la mujer lobo que, presa del temor, se había transformado y estaba aplastada contra la pared de la escalera de caracol gimiendo suavemente. Miraba con ojos totalmente humanos desde su rostro lobuno al tiempo que mantenía las zarpas pegadas al suelo.
Strahd esbozó una sonrisa encantadora y, con una amable mirada, extendió la mano, fuerte y de largas uñas, hacia la asustada criatura.
—¡Trina, querida! —exclamó en tono mimoso—. No tengas miedo de mí. Ya está todo perdonado y olvidado. ¡Así me gusta, Trina! —la animó cuando la loba se arrastró contenta hasta sus pies. El vampiro la acarició con cariño—. Creo que te he tenido un poco abandonada, pequeña.
El conde y la loba comenzaron a subir la escalera. A mitad de camino, Strahd se detuvo y se giró despacio hacia el elfo. Jander sostuvo su oscura mirada con firmeza.
—Querido amigo —le dijo en un tono gélido que contradecía la calidez de los términos—, hace mucho tiempo que no nos sentamos a conversar. Mañana vendré a buscaros después de la puesta del sol. Cenaremos y charlaremos como solíamos hacer antaño, ¿de acuerdo? —Se giró sin esperar contestación y siguió subiendo.
Jander se quedó mirándolo con un torbellino de emociones en la mente. Se planteó continuar con el fresco pero decidió dejarlo; estaba demasiado alterado como para concentrarse en el trabajo. Deseaba de todo corazón que Trina abandonase el tema de la magia, de donde provenía la mayoría de los males de su prolongada existencia. Ni siquiera los practicantes de las artes arcanas de la mágica Toril podían ayudarlo en la maldición de su muerte en vida.
Tristes recuerdos lo inundaron, aunque trató de ahuyentarlos.
El vampiro élfico se apoyó extenuado en la verja de hierro y miró hacia el camino bordeado de flores que terminaba en la cabaña. Ahora que por fin había llegado hasta allí, vacilaba; no sabía si tendría el valor suficiente para enfrentarse a ello.
Le había llevado muchas semanas de viajar durante la noche y descansar por el día hasta alcanzar Aguas Profundas en su magra condición. Desde que había terminado con su amo Cassiar se había negado a tomar sangre humana, a pesar de que era el único alimento asimilable después de su transmutación en muerto viviente. Ni siquiera admitía la sangre de los animales del bosque, de forma que había reducido la nutrición al mínimo imprescindible.
Debido a un obstinado pundonor, tampoco se había transformado para acelerar el viaje; un lobo o un murciélago habrían llegado a Aguas Profundas mucho antes, pero Jander se aferraba a su pasado élfico y cubrió las distancias sobre los dos pies.
Había supuesto que Lyria
la Linda
habría muerto hacía tiempo y sería polvo desde hacía más de un siglo, pero, cuando supo que vivía aún gracias a las artes mágicas, y en Aguas Profundas, precisamente, había sentido renacer las esperanzas. Respiró hondo mentalmente, abrió la verja y enfiló la corta aunque gigantesca distancia que lo separaba de la puerta de su antigua camarada. Con el llamador anunció su presencia.
No hubo respuesta, y llamó de nuevo. Una luz se encendió en el piso superior, y su agudo oído captó ruido de pasos en la escalera interior.
—Ya es tarde, ¿sabes? Cobro el doble por la tarifa nocturna.
—Abre, mozuela de orejas redondas —replicó Jander, tratando de reproducir el tono ligero de un siglo atrás. Después de una pausa, oyó descorrer el cerrojo y la puerta se abrió.
—Hay una sola persona en el mundo que me llame orejas redondas o dedos flacos —bromeó Lyria alegremente.
Apenas había cambiado; las pociones que había tomado funcionaban a conciencia. El cabello ya no tenía el color del sol, sino un tono crema pálido que le sentaba muy bien. Sus increíbles ojos esmeraldinos estaban rodeados de arrugas pero su cuerpo, envuelto en una tela multicolor que ella llamaba «hábito arco iris», conservaba la misma firmeza y complexión de siempre. Con un alarido de alegría, abrió los brazos y se lanzó fogosamente al cuello del elfo.
Sorprendido, Jander vaciló un momento antes de responder al saludo. Se separaron y se miraron.
—Lyria
la Linda
—dijo Jander cálida y afectuosamente—, estás tan bella como siempre.
—Los elfos sois los mejores aduladores. Me alegro mucho de verte, amigo mío. ¡Entra, entra! ¡Tienes las manos heladas!
Afanosa como una clueca con un pollo solitario, lo hizo pasar. La habitación era justo como tenía que ser para ella: acogedora y elegante al mismo tiempo. En la chimenea de piedra gris ardía el fuego, que combatía la humedad de las estanterías de libros que llenaban las paredes del hogar. Había dos divanes bajos, con mullidos cojines morados, situados uno frente al otro con una mesa de incrustaciones de madera en el medio.
En el centro de la mesa, una bandeja de plata grabada acogía una jarra de vino oscuro y cuatro delicadas copas de vidrio soplado, de un ópalo tan sutil como burbujas en un arroyo. Lyria le indicó con un gesto que se sentara y se sirviera un trago.
—¿Te apetece un poco de vino para sacudir el frío?
—No, gracias —se apresuró a contestar Jander—. Ya no bebo alcohol.
—¿
Cómo
? —Lyria rompió a reír con musicales carcajadas, e incluso Jander sonrió. Él también se acordaba de los concursos contra Trumper Colina Hueca; el halfling solía ganarle siempre, pero, al menos en dos ocasiones, Jander se las había arreglado para hacerlo beber hasta caer bajo la mesa.
—Bien, supongo que cambiamos en cien años —comentó risueña mientras se servía una copa—, o tal vez se trate de otro motivo, pero desde luego estás glacial, Jander, y te he visto mejor en otras ocasiones. ¿Tienes algún problema?
El peso de la carga volvió a caer sobre sus frágiles hombros como algo tangible.
—Lyria…, ¿
qué parezco
? —Era vampiro desde hacía casi un siglo y no había podido mirarse en un espejo.
—¡Qué pregunta tan rara! —exclamó con el entrecejo fruncido—. Verás, voy a dejarte un espejo para que…
—¡
No
! —La asió por la muñeca antes de percatarse de lo que hacía, y la soltó a su pesar—. No, sólo…, sólo quiero que me lo digas tú.
Lyria lo miró reflexivamente, con ojo crítico, sopesando lo que veía.
—Bien. El pelo es del mismo color, ese dorado trigueño que tanta envidia me daba. Los ojos… no parecen de plata ya; más bien de un gris hierro, diría yo. Lo que de verdad te ha cambiado es la piel… Es morena, no de color bronce, como antes. Además estás delgadísimo y helado.
El elfo bajó la mirada al suelo. ¿Cómo explicárselo con palabras? Estaba tan concentrado en su propio dolor que no se dio cuenta de que Lyria se levantaba y se movía por la habitación.
—Mi vieja amiga —comenzó, al tiempo que levantaba la mirada—, yo…
Lanzó un grito de dolor y cayó del diván; en su caída golpeó dos copas, que se estrellaron contra el suelo y se rompieron en mil pedazos. Lyria sostenía un espejo y lo enfocaba directamente; miró horrorizada al convulso elfo que yacía en el suelo.
—Si sólo es un… —Echó una ojeada al espejo y entonces lo comprendió.
El diván se reflejaba con claridad, así como los cojines y las copas rotas, el suelo y las paredes, pero Jander no aparecía por ningún lado.
—¡Pobre amigo mío! —suspiró, invadida de piedad. Tembloroso todavía, la miró angustiado, y una única lágrima de color rubí le resbaló por la mejilla.
Lyria lo ayudó a levantarse con delicadeza y a sentarse otra vez en el diván; después acercó una silla a su lado. —¿Cómo ha sido? —preguntó.
Jander rió con una carcajada seca, sin humor. —Ni siquiera fue en medio de una aventura. Volvía aquí, a Aguas Profundas, cansado de vagabundear, con la idea de tomar el primer barco a Bienhallada. Estaba a sólo dos días de casa, y…
Se paró en medio de la frase, dudando de explicarle lo más negro de la negra historia. Al ver sus verdes ojos llenos de preocupación, decidió que se lo ahorraría. No tenía sentido agraviarla más. —Continúa —lo animó.
Jander se humedeció los labios antes de proseguir. —Un vampiro me sorprendió mientras dormía. El amo de las huestes de muertos vivientes, Cassiar, estaba fascinado conmigo. Nunca había oído hablar de un elfo vampiro, de modo que no me molestó en mucho tiempo. Yo era una novedad para él. Tardé casi un siglo en matarlo. Después decidí venir a verte porque nadie mejor que tú para librarme de esta maldición, y he tardado mucho en llegar. —Tomó de pronto las manos de la maga—. En realidad no he cambiado, Lyria; sigo siendo un elfo. Estoy así de pálido porque hace meses que no pruebo sangre humana, ni de animales desde hace días. Los dioses se han olvidado de mí, no me ayudaron, pero tú puedes porque sabes magia. Puedes curarme, ¿verdad? —Lyria desvió la mirada sin saber qué decir. Apretó las manos heladas de Jander y se levantó. El elfo sintió un nudo en las entrañas, comprendiendo que aquellos paseos de su amiga eran una mala señal—. Lyria…
Ella lo interrumpió con un gesto impaciente de la mano.
—Jander Estrella Solar: recuerdo cuando nos conocimos, antes de formar «Los seis de plata». Me hablabas siempre de Bienhallada y de lo mucho que deseabas regresar aquí, a Faerun; se te iluminaba la cara de entusiasmo, y recuerdo mi empeño en meterte un poco de magia en esa cabeza cuerda, estable y ajena a la magia que tenías. Pasamos muchas cosas juntos: el dragón rojo, Daggerdale… —La voz se le empañó y los ojos le brillaban—. Sabes muy bien que, si hubiera alguna forma de ayudarte, en este mundo o en cualquier otro,
o en cualquier otro
, lo haría. —Las lágrimas se escaparon de la prisión de sus ojos y le cayeron por las mejillas; se las limpió con el dorso de la mano—. Porque, amigo mío, yo no puedo hacer nada. No existe antídoto para el vampirismo, excepto una solución definitiva, es decir, la muerte, que casi todo lo cura.